El Vaticano, lo que el común de los mortales identifica con la basílica de San Pedro, es un lugar lleno de hermosas obras de arte. La propia basílica es algo grandioso, sublime, admirable. Pero es mucho más que su tremendo templo. Se trata de un estado con apenas 44 hectáreas de superficie y una población estimada de 800 habitantes, que reúne a diario miles de almas para contemplar sus colecciones, y que es al mismo tiempo el centro neurálgico de la religión más importante del planeta y el sanctasanctórum de las bellas artes.
Allí, en ese reducido espacio, de improntas y trazos sobrenaturales en cada una de sus piedras y en la totalidad de sus átomos, plasmaron su espíritu artistas como Bernini, Miguel Ángel, Carlo Maderno; se conservan con delicadeza las labores de Arnolfo di Cambio, Pietro Cavallini, Guido Reni, Rafael, Caravaggio; y testimonios marmóreos de la tradición grecolatina, como el Augusto Prima Porta, el Laocoonte, el Apolo de Belvedere, el Apoxyomenos… Maravillas que todo el mundo admira y con las cuales todos quieren un recuerdo.
Pero el himeneo entre la Iglesia y el Arte, tan fértil en otras épocas, concluyó en sonado divorcio. Nuestra época es desgraciadamente inmune al contagio del esplendor artístico de otros tiempos, y las creaciones presentes han renunciado a toda belleza para perseguir lo feo, lo ridículo y lo grotesco. Y la Iglesia ha acabado arrodillándose también a la tendencia antiestética del arte moderno.
La plenitud del arte sacro se produjo, a pesar de todas las leyendas, en la vilipendiada Edad Media. Durante aquellos siglos Europa se cubrió de iglesias y catedrales que todavía hoy admiramos por su dignidad y encanto. Expresó en las artes plásticas su espíritu devoto por medio de artistas geniales que reconocían el poder del arte para instruir a los fieles y sobrecogerles con sus representaciones del misterio, de lo celeste, de lo supraterreno. El Renacimiento, por diferentes motivos, supuso un giro importante. «En el siglo XVI el culto a la belleza se acentúa a expensas del sentido del misterio»1. La Reforma produjo a continuación un movimiento iconoclasta, y allá donde triunfó el protestantismo el arte sufrió un gran ocaso2. Pero la madre del cordero, cuando la serpiente puso realmente sus huevos más infectos, fue en el siglo XVIII.
En consecuencia, la imagen sagrada entró en crisis en la época contemporánea. Por eso en los siglos siguientes (XIX y XX) «la jerarquía eclesiástica no veía nada que pudiera valer para la expresión de sus verdades y de sus misterios». Hasta que llegó Roncalli, el futuro papa Juan XXIII, instigador del último gran concilio celebrado por la Iglesia Católica, el Concilio Vaticano II.
«En el breve pontificado de Juan XXIII se acentuó el acercamiento de la Iglesia a los artistas mediante el fomento de las Semanas de Arte Sacro. Precisamente en su discurso con motivo de la IX Semana de Arte Sacro (28 de octubre de 1961), el Papa exaltó la misión del arte cristiano que, según él, tiene un carácter cuasi sacramental, “como vehículo e instrumento del que el Señor se sirve para disponer el ánimo a los prodigios de la gracia”; y, sobre todo, mostró una sensibilidad propia de los artistas de su tiempo al señalar con conceptos propios de la estética moderna, los caracteres esenciales del lenguaje artístico: “la armonía de la estructura, la forma plástica, la magia de los colores, son otros tantos medios que tratan de aproximar lo visible a lo invisible, lo sensible a lo sobrenatural”, expresiones que hubieran firmado gustosamente un Matisse o un Kankinski.
«En ese discurso Juan XXIII anunciaba ya los bienes que, a este respecto, debían esperarse del Concilio Universal que acababa de convocar. En efecto, la Constitución Sacrosanctum Concilium, dedicada a la Sagrada Liturgia, fue la primera constitución aprobada en aquella gran asamblea. Y en ella todo el capítulo VII está consagrado al arte religioso. Sus directrices no van más allá de las ya formuladas por Pío XII. Y en ese sentido, se ha observado justamente que la Constitución hubiera sido más explícita y valiente si sus cánones se hubieran formulado después de la aprobación de la Gaudium et Spes. De todos modos, se declara que “la Iglesia nunca consideró como propio ningún estilo artístico, sino que, acomodándose al carácter y las condiciones de los pueblos y a las necesidades de los diversos ritos, aceptó las formas de cada tiempo”. A los obispos se les recomienda que favorezcan un arte auténticamente sacro, buscando “más una noble belleza que la mera suntuosidad”, procurando excluir de las iglesias “aquellas obras artísticas que repugnen a la fe, a las costumbres y a la piedad cristiana y ofendan el sentido auténticamente religioso, ya sea por la depravación de las formas, ya sea por la insuficiencia, la mediocridad o la falsedad del arte”»3.
Pues bien, a pesar de las pautas definidas y de la buena voluntad que se presupone a los dirigentes de la Iglesia, hoy habita en la Ciudad del Vaticano una creación con la que no desea nadie fotografiarse. A la que nadie admira. A la que nadie va a buscar expresamente. Que produce rechazo más que elevación y suspenso. Nos referimos a una obra que preside un auditorio gigantesco, uno de los espacios más visitados de hecho por los papas conciliares, el Aula Pablo VI. Se trata de La Resurrección de Pericle Fazzini, un autor cuyas obras repelen y atemorizan. Quien la haya visto sabrá lo que digo.
Y es que salta a la vista la fealdad de semejante engendro broncíneo. Barbaridad que pretende representar la gloria de Dios resucitado pero cuyo evidente resultado es el de una imagen espantosa con un muñeco enajenado en el centro, recortado por un fondo con ramificaciones siniestras y calaveras que insinúan, más que el sol deshecho en rayos de oro del poema de Becquer, jirones de almas negras errando en Fangorn, o Aokigahara, el bosque donde van a suicidarse los japoneses que han caído en la desesperanza.
Recordemos en este momento qué opinión, en teoría, tiene la Iglesia sobre el arte sacro, y contrastemos las palabras y los hechos:
«Entre las actividades más nobles del ingenio humano se cuentan, con razón, las bellas artes, principalmente el arte religioso y su cumbre, que es el arte sacro.
Estas, por su naturaleza, están relacionadas con la infinita belleza de Dios, que intentan expresar de alguna manera por medio de obras humanas. Y tanto más pueden dedicarse a Dios y contribuir a su alabanza y a su gloria cuanto más lejos están de todo propósito que no sea colaborar lo más posible con sus obras para orientar santamente los hombres hacia Dios.
Por esta razón, la santa madre Iglesia fue siempre amiga de las bellas artes, buscó constantemente su noble servicio, principalmente para que las cosas destinadas al culto sagrado fueran en verdad dignas, decorosas y bellas, signos y símbolos de las realidades celestiales»4.
Hoy, en efecto, contemplando esta Resurrección siniestra en el Aula Pablo VI del Vaticano, cualquiera diría que la Iglesia ha dejado de «orientar santamente los hombres hacia Dios» por el arte que adopta y propone como ejemplo.
(Continuará)
Luis Segura
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1 PLAZAOLA, J.: La Iglesia y el arte, BAC, 2001, p. 98.
2 Cf. Idem, p. 99.
3 Idem, pp. 116 y 117.
4 SC, 122.