El neo martirologio de la otrora Iglesia clandestina

Recostada a orillas del Océano Atlántico, hacia el sudeste de la Provincia argentina de Buenos Aires, se levanta la ciudad de Mar del Plata. Si hasta hace apenas algunas décadas Mar del Plata fue solamente un importante balneario al que concurrían para solaz veraniego, primero las clases acomodadas, luego, con el devenir de los cambios sociales, las clases “populares” y aún proletarias, hoy es una gran ciudad, bella y pujante, con una intensa actividad cultural (tiene varias universidades) y desde 1957 es, eclesiásticamente hablando, cabecera de una extensa Diócesis que abarca una multitud de pueblos extendidos a lo largo de la Costa Atlántica. Entre sus muchas joyas arquitectónicas sobresale, sin duda, su Iglesia Catedral dedicada al Bienaventurado Apóstol San Pedro y la mártir Santa Cecilia.

Quien haya visitado este hermoso templo entre el 4 y el 27 de marzo se habrá topado con una curiosa muestra, sobre la calle lateral que da acceso al Obispado, conocida como Pasaje Catedral, muestra que lleva por título “El rostro de la misericordia. Mártires del siglo XX y XXI”, una iniciativa que, según sus organizadores “tiene el propósito de dar a conocer algunos de los cristianos contemporáneos que dieron su vida por el mensaje de Jesucristo”. Se trata de una serie de paneles en los que se exhiben fotografías y textos relativos al título de la Muestra. Nada puede suscitar mayor interés en el visitante -si es hombre de fe, sobre todo- pues si hay algo particularmente grande y fecundo en la vida de la Iglesia eso es, justamente, el martirio. Sin embargo, duele decirlo, la Muestra decepciona, disgusta, angustia e indigna a quien la visite con los ojos de la fe.

En primer lugar hay que destacar que la Muestra es una copia del Memoriale Nuovi Martiri del XX e XXI secolo, de la Basílica di San Bartolomeo al’Isola, en Roma, dirigida por Andrea Riccardi, ubicuo personaje fundador de la no menos ubicua denominada Comunità di Sant’Egidio. Los textos y las fotografías, repiten, salvo algunas adaptaciones locales, el contenido del libro El siglo de los mártires, del mismo Riccardi, al que se suman algunos textos de Marco Gallo perteneciente, también, a la misma Comunidad de San Egidio. No resultan, por tanto, demasiado creíbles las palabras del Pbro. Ledesma, organizador y coordinador de la Muestra, quien el día de la inauguración sostuvo que esa Muestra era “el resultado de un intenso trabajo de investigación, reflexión, oración”. El recurso exclusivo a una única fuente, Riccardi y la Comunidad de San Egidio, revela más que un “intenso trabajo de investigación” una mera adaptación local de un trabajo ajeno. En buen romance, un plagio.

Pero esto no es lo importante. Lo importante es, precisamente, la fuente en la que abreva esta Muestra, esto es, Riccardi y sus secuaces, que, desde hace años, intentan imponer un martirologio que poco o nada tiene que ver con el verdadero martirologio católico y sí mucho con la ideología de los “derechos humanos”, el falso ecumenismo y la particular versión de ciertos hechos históricos contemporáneos puesta en circulación por las izquierdas eclesiásticas o no. De allí que a la hora de definir qué es un mártir todo se reduzca a resaltar que se trata de alguien, hombre o mujer, que ama, sí, al Evangelio y a la Iglesia, que trabaja por los pobres, por la paz (no se dice de qué paz  se trata si la Cristo o la del mundo y, por supuesto, ni se menciona el morir por la patria), que no se deja intimidar ante las amenazas de muerte y, aunque tenga miedo, elige continuar su trabajo y su testimonio. Definición del martirio, por decir lo menos, pobre, y para nada específicamente católica, toda vez que omite el dato esencial: mártir es aquel que muere por odio a la fe verdadera. Este odium fidei es fundamental porque donde falta no hay, propiamente hablando, martirio. Puede haber una muerte injusta, incluso un crimen abominable, pero si falta esta motivación esencial, el odio a la fe, a la verdad de la fe más propiamente, y que se refiere no sólo estrictamente a la fe sino a todas las buenas obras que son fruto de la fe, como enseña el Aquinate (cf. Summa Theologiae II-IIae, q 124, a 5), no se puede hablar de martirio. De allí este neo martirologio que pretende incorporar a la falange de los mártires a personajes que, aun admitiendo que murieron injustamente, no murieron por odio a la fe sino meramente a causa de sus acciones y opciones políticas no siempre, y hay que subrayarlo con singular vehemencia, conformes con la verdad del Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia. Pues bien, en la Muestra que comentamos hay varios de estos personajes en tanto faltan, significativamente, otros que, al parecer, no se ajustan al paladar ideológico de sus organizadores y mentores.

Algunas “muestras” de la Muestra

Veamos algunas muestras de tan singular Muestra. En uno de los paneles se leen reseñas referidas al comunismo, al nacionalsocialismo, al fascismo y a la Guerra Civil Española. Respecto del comunismo sucedió, al parecer, que con la Primera Guerra Mundial la crisis política y económica que vivía Rusia se incrementó en tanto las condiciones de vida del pueblo ruso eran paupérrimas. Esto sumado a “la difusión de ideas socialistas por grupos clandestinos” dio lugar a la Revolución de Octubre de 1917. El nuevo gobierno, al mando de Lenín, firmó un acuerdo de paz que sacó a Rusia de la guerra al tiempo que “construyó un estado socialista y para ello abolió la propiedad privada”. La tierra pasó, así, de manos de los propietarios a los campesinos. Tras este idílico relato de una de las revoluciones más sangrientas de la historia humana, el panel nos anoticia que, muerto Lenín en 1924, le sucede Stalín quien “creía que era necesario afianzar el socialismo en Rusia” (parece que el bueno de Lenín no lo había logrado del todo) y a tal fin llevó adelante “un programa de industrialización con un costo muy alto para los campesinos y los trabajadores”. Pero Stalín tenía una personalidad que lo impulsó a una dictadura “caracterizada por el culto a su personalidad y la existencia de varias purgas”. Esta dictadura produjo “varios asesinatos y torturas dirigidos a aquellos que se oponían a la política de Stalin, entre ellos más de mil seiscientos católicos”. Del feroz régimen comunista que impuso a sangre y fuego la más sangrienta tiranía que registra la historia, del radical ateísmo y materialismo que alentaron una de las persecuciones de cristianos a mayor escala de la que se tiene memoria, de las matanzas de Lenín, del genocidio de Stalin, de los campos de concentración en los que murieron varias decenas de millones de seres humanos, de todo, en suma, lo que significó el comunismo ateo a lo largo de sus más de siete décadas de dominio, dentro y fuera de Rusia, de las severas y graves condenas de los Papas, no se dice ni media palabra. Todo se reduce a meras causas sociales y económicas. Pero afirmar que Stalín sólo produjo “varios asesinatos y torturas” es no sólo una colosal impostura sino la mayor afrenta a la memoria de los millones de víctimas que se cobró el Comunismo. Una burla a la verdad que, por si no abundaran otras razones, bastaría por sí sola para descalificar la Muestra, a sus impulsores y a quienes la han tolerado y permitido.

Otro ejemplo del desvarío ideológico y la mala fe de quienes promueven esta Muestra es el panel dedicado a la Guerra Civil Española. Aquí la mentira y la tergiversación de la verdad histórica llegan a un punto en el que es imposible sustraerse a la indignación. Transcribo íntegro el texto que se comenta por sí solo: “Las dificultades sociales y políticas de la Monarquía Española se intensificaron con la crisis económica mundial de 1930. Así fue que en 1931 un movimiento revolucionario derrocó a los Borbones y proclamó la República. El nuevo gobierno encaró un programa de reformas tendientes a la igualación social lo que alarmó a los sectores más acomodados que no dudaron en nuclearse en torno a un partido de derecha llamado Falange. Las elecciones de 1936 fueron ganadas por el Frente Popular, integrado por comunistas, socialistas y liberales. Este mismo año un alzamiento opositor al mando de Francisco Franco daba comienzo a la Guerra Civil Española. El fin de la guerra en 1939 consagraba la victoria del mando de Franco, Su triunfo inauguró una dictadura que duró hasta la muerte del llamado Generalísimo. El final de la Guerra Civil no supuso el fin de la violencia policía, por el contario, el nuevo régimen impulsó nuevos mecanismos de persecución hacia los opositores. Toda guerra civil comporta un alto grado de violencia política entre los civiles y la española no fue una excepción. De hecho, la violencia ya se había apoderado de la vida política española antes de la guerra y durante ella no hizo más que incrementarse. Los estudios más rigurosos cifran en alrededor de 400.000 las muertes violentas producidas durante la Guerra Civil, entre ellas pueden contarse más de 1500 cristianos que entregaron la vida por Cristo”.

La fuente de este mendaz y avieso relato es, según parece, la Conferencia Episcopal Española (2013). Resulta increíble que no se mencione en absoluto la brutal persecución religiosa inaugurada por la República bajo la dirección aunada de la masonería y el comunismo, ni a los mártires del año 1934 (que ni aparecen siquiera). No menos increíble resultan la equiparación de los miles de asesinatos perpetrados por los milicianos comunistas adictos a la República con la guerra justa en defensa de la Fe y de España emprendida en 1936 (declarada Cruzada por la casi totalidad de los Obispos de entonces y aún por el Papa Pío XI), y la injusta valoración del régimen de Franco que, más allá de sus luces y sombras como cualquier obra humana, instauró un gobierno católico, respetuoso de la libertad y de la autoridad de la Iglesia, y que, lejos de promover la violencia, se propuso, y logró, pacificar y reconciliar a los españoles, tal como lo muestra el Valle de los Caídos, ese verdadero monumento al sentido cristiano de la reconciliación fraterna. Así lo entendió San Juan XXIII que colmó de privilegios a la sobrecogedora Basílica excavada en el corazón de la piedra y en la que descansan los muertos de ambos bandos. He tenido el privilegio de conocer este sitio único como también acceder a numerosos documentos emitidos por los papas, cardenales y obispos de la época y buena parte de la correspondencia mantenida entre Franco y las autoridades eclesiásticas (gracias a la documentadísima obra La Iglesia y la Guerra Española de Blas Piñar) lo que permite calibrar la absoluta falacia de cuanto se sostiene en el texto citado.

El caso particular de Iberoamérica

martines_2Mención aparte merece lo referido a Iberoamérica. En esta parte del mundo, durante las décadas de los años 60 y 70 del siglo pasado, se dio un escenario de violenta guerra, ideológica y armada, promovida por el comunismo, en el marco de la llamada Guerra Fría, concebida en la Unión Soviética y ejecutada en y por Cuba, conocida como Guerra Revolucionaria. Esta guerra, que alcanzó a prácticamente todos los países de la región y que cobró innumerables vidas, tuvo un ingrediente muy especial Me refiero al expreso y decisivo apoyo, ideológico y armado, que le prestaron vastos sectores eclesiales a través de experiencias como la llamada “teología de la liberación” y el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Este ingrediente religioso fue el fruto de una bien pensada estrategia del comunismo que entendió que sin en el apoyo de la Iglesia (a la que infiltró con la colaboración de no pocos «teólogos” que dominaron el panorama de la teología posconciliar) era imposible someter a su dominio estos pueblos de profunda raigambre católica. Esta situación dio origen a que numerosos laicos, religiosos, religiosas, sacerdotes y aún obispos, se enrolaran en las filas de los movimientos armados (o de sus organizaciones colaterales de apoyo y propaganda). Muchos de ellos murieron y, en algunos casos, sus muertes fueron injustas a manos de grupos violentos y descontrolados. Pero ni la injusticia de sus muertes ni la maldad de sus victimarios los transforman en mártires pues no murieron por la Fe de Cristo ni por el Evangelio sino por haber abrazado el ideario revolucionario del marxismo. Tal, entre muchos otros, el caso del Obispo argentino Angelelli, promovido a mártir aun sin haberse iniciado siquiera el proceso de beatificación. El compromiso de Angelelli con las organizaciones terroristas está ampliamente documentado. El supuesto atentado que puso fin a su vida (un accidente automovilístico) no se ha comprobado jamás; sin embargo, se sigue insistiendo en ello. Lo grave es que los episcopados de Iberoamérica no sólo no han reconocido, hasta ahora, la gravísima responsabilidad que les cupo en esta tragedia que se adueñó de nuestros pueblos en aquellos sangrientos años, sino que pretende -a modo de eco del relato mentiroso y sesgado de las izquierdas- reivindicar aquellas muertes y cubrirlas con el manto del martirio cristiano.

En Argentina, Carlos Alberto Sacheri fue quien denunció esta diabólica trama de infiltración e instrumentación ideológica de la Fe y llamó a los sectores eclesiales involucrados en ella con un nombre que quedó consagrado: la Iglesia Clandestina (título de su libro publicado en 1970 en el que se denuncia con irrefutable documentación la existencia de esas múltiples redes internacionales que configuraban una auténtica Iglesia subterránea y subversiva). Sacheri fue asesinado en diciembre de 1974 por los sicarios de la guerrilla armada. Dos meses antes había sido asesinado Jordán B. Genta, filósofo católico que venía denunciando el accionar de la Guerra Revolucionaria desde doce años antes. Obvio es decir que ni Genta ni Sacheri figuran en esta Muestra pese a que sus asesinos reconocieron, en una carta de amenaza dirigida al Director de una publicación católica, que los habían asesinado en domingo, día del Señor, porque así trataban a los “soldados de Cristo Rey”. La carta, escrita en un lenguaje sarcástico y blasfemo, es un claro ejemplo de odio a la fe.

Pues bien esa Iglesia otrora clandestina hoy es la Iglesia pública, la Iglesia de la Propaganda opuesta a la Iglesia de la Promesa. Los sucesores de aquellos clandestinos se han apoderado de muchos y vitales resortes del gobierno de la Iglesia, controlan sus estructuras visibles, ocupan los espacios expectables, hablan y actúan como voces oficiales de la Iglesia y han impuesto silencio, mediante el miedo y la extorsión, a quienes pretendan contradecirlos. Esa Iglesia, otrora clandestina, que antes desnaturalizó la fe hoy desnaturaliza aquello de lo que la fe vive, el martirio.

Hablarán las piedras

En su estupenda homilía del Domingo de Ramos, que lleva por título Gritemos desde las ruinas la realeza del Señor, el Obispo de Mar del Plata, Monseñor Antonio Marino, se centró en las palabras del Evangelio de Lucas que se lee al inicio de la liturgia de ese día; es el pasaje en el que, ante el pedido de los fariseos de silenciar las aclamaciones de los discípulos, el Señor responde: “Os aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras” (Lc 19,40). Al explicar el sentido de estas palabras de Cristo, Monseñor Marino recordó al profeta Isaías que contemplando el estado ruinoso de la ciudad santa, reducida a escombros, mientras el pueblo estaba en la dura prueba del exilio, anuncia el próximo retorno del pueblo cautivo en Babilonia e invita a las ruinas de Jerusalén a prorrumpir en gritos de alegría (Isaías, 52, 9). “Estas piedras gritarán, son símbolo de un pueblo sufriente, reducido a la servidumbre y al silencio, pero amado y purificado por un Dios de misericordia”. A continuación, recordó también, el anuncio profético de la ruina de Jerusalén hecho por el mismo Cristo: “Vendrán días desastrosos para ti, en que tus enemigos te cercarán con empalizadas, te sitiarán y te atacarán por todas partes. Te arrasarán junto con tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has sabido reconocer el tiempo en que fuiste visitada por Dios (Lc 19,43-44). Los acontecimientos del año 70 de nuestra era, cuando los romanos entraron en Jerusalén, profanaron su templo y convirtieron a la ciudad santa en un montón de ruinas, llevaron a los cristianos a entender que esas piedras estaban gritando ante Israel la verdad del Evangelio y proclamando la autenticidad de su mesianismo”.

¡Las piedras de las ruinas proclaman la verdad y la realeza del Señor! He aquí una idea sobrecogedora que nos pone en la pista del sentido de estas piedras que hoy, en nuestro tiempo, vamos acumulando con nuestras propias ruinas. “Si con los ojos de la carne -concluye Monseñor Marino-contemplamos que los valores que marcaban la llamada “cultura occidental y cristiana” se fueron convirtiendo en ruina, con los ojos de la fe vislumbramos la esperanza de que estas piedras gritarán, prorrumpiendo en cantos de alegría”.

Por nuestra parte nos animamos a decir que una porción nada desdeñable de esas ruinas, y sus consecuentes piedras, procede del interior mismo de la Iglesia, lacerada por múltiples llagas y que, a veces, parece hacerse imagen de aquella Jerusalén que no ha sabido reconocer el tiempo de la visita de su Señor. Así, en un tiempo de tinieblas, en el que, por momentos, la misma piedra sobre la que fue edificada parece vacilar, esta, nuestra amada Iglesia, va acumulando, piedra sobre piedra, las ruinas de su esplendor y su grandeza. Estas piedras gritan, es cierto, la realeza de Cristo y testimonian nuestra fe en su promesa: las puertas del infierno no prevalecerán. Pero, ¿advertirá Monseñor Marino que algunas de esas piedras han caído muy cerca, a la vera de su misma iglesia Catedral?

Mario Caponnetto

Mario Caponnetto
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Nació en Buenos Aires el 31 de Julio de 1939. Médico por la Universidad de Buenos Aires. Médico cardiólogo por la misma Universidad. Realizó estudios de Filosofía en la Cátedra Privada del Dr. Jordán B. Genta. Ha publicado varios libros y trabajos sobre Ética y Antropología y varias traducciones de obras de Santo Tomás.

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