
En el verano de 2001, conduje hasta Poughkeepsie, Nueva York, para encontrar lo que llamamos «la misa tradicional», la forma de culto católico romano que se remonta a siglos atrás y fue autorizada por última vez en 1962, antes de que el Concilio Vaticano II cambiara todo. En aquel entonces, los católicos conservadores llamaban a las personas que la buscaban «cismáticos» y «tradicionalistas radicales».
Los asistentes a la misa no eran exactamente una comunidad; éramos una red clandestina de románticos, detractores del papa Juan Pablo II, personas que habían sido abandonadas por la iglesia mayoritaria y, creo, algunos santos.
Allí supe que el latín no era el único rasgo distintivo de esta liturgia. Todo el ritual era diferente al de la misa posterior al Vaticano II. No fue una mera traducción a la lengua vernácula moderna; menos del 20 por ciento de la misa tradicional sobrevivió en la nueva.
Me tomó un mes adaptarme a su ritmo. Pero en ese espeso aire de agosto, el largo silencio antes de la consagración de la hostia cayó sobre mi corazón, como el sol que cae sobre los brotes de la oración por primera vez.
Años más tarde, el papa Benedicto XVI permitió que los devotos de esta Misa florecieran en la corriente principal de la vida católica, un gesto que comenzó a drenar el radicalismo del movimiento tradicional y a reconciliarnos con nuestros obispos. Hoy, se celebra en parroquias prósperas, llenas de familias jóvenes.
Sin embargo, el papa Francisco considera que esta Misa y el número modestamente creciente de católicos que asisten a ella son un problema grave. Recientemente publicó un documento, Traditionis Custodes, acusando a los católicos como nosotros de ser subversivos. Para proteger la “unidad” de la iglesia, abolió los permisos que el Papa Benedicto XVI nos dio en 2007 para celebrar una liturgia, cuyo corazón permanece inalterado desde el siglo VII.
Para quienes recorremos largas distancias para participar en ella, su perseverancia es un deber religioso. Para el Papa, su supresión es una prioridad religiosa. La ferocidad de su campaña empujará a estas familias y comunidades jóvenes hacia el radicalismo del que me embebí hace años en Poughkeepsie, antes de Benedicto. Los empujará hacia la creencia de que la nueva Misa representa una nueva religión, una dedicada a la unidad del hombre en la tierra en lugar del amor de Cristo.
En la misa tradicional, el sacerdote se enfrenta al altar con el pueblo. Nunca tiene rarezas, como a veces se encuentran en una misa moderna, globos, guitarras o aplausos. El estilo de sacerdote conductor de programas de televisión religiosos no está. En su lugar, está un sacerdote que se ocupa de su tarea en silencio, un prolijo escultor. Al orientar al sacerdote hacia el drama del altar, la antigua Misa abre un espacio para nuestra propia oración y contemplación.
En los años posteriores a la liberalización del antiguo rito por parte del papa Benedicto, las parroquias comenzaron a recuperar los tonos místicos del canto gregoriano, la polifonía sagrada escrita por compositores fallecidos hace mucho tiempo como Orlando Lassus y Thomas Tallis, así como compositores contemporáneos como Nicholas Wilton y David Hughes.
Estas ramificaciones culturales de la misa tradicional son la razón por la que, después del Vaticano II, las novelistas inglesas Agatha Christie y Nancy Mitford y otras luminarias culturales británicas enviaron una carta al papa Pablo VI pidiéndole que la misma continuara. Su carta ni siquiera pretende ser de cristianos creyentes. “El rito en cuestión, en su magnífico texto latino, también ha inspirado una gran cantidad de logros invaluables en las artes, no solo obras místicas, sino obras de poetas, filósofos, músicos, arquitectos, pintores y escultores de todos los países y épocas. Por lo tanto, pertenece tanto a la cultura universal como a los eclesiásticos y cristianos formales».
Pero el Concilio Vaticano había pedido una revisión de todos los aspectos del acto central de culto, por lo que los comulgatorios, los tabernáculos y los baldaquines fueron destruidos en innumerables parroquias. Este fermento fue acompañado por nuevas teologías radicales en torno a la Misa. Un estudiante de primer año de estudios religiosos sabría que revisar todos los aspectos vocales y físicos de una ceremonia y cambiar su razón fundamental constituye un verdadero cambio de religión. Solo los obispos católicos demasiado confiados podían imaginar otra cosa.
Los progresistas más cándidos coincidieron con los tradicionalistas radicales en que el Concilio constituía una ruptura con el pasado. Llamaron al Vaticano II “un nuevo Pentecostés” – un “Evento” – que le había dado a la iglesia una nueva comprensión de sí misma. Creían que su revolución se había estancado en 1968 cuando el Papa Pablo VI promulgó «Humanae Vitae«, afirmando la oposición de la iglesia a la anticoncepción artificial, y luego fue congelada en 1978 con la elección del papa Juan Pablo II.
Para acabar con la antigua misa tradicional, el papa Francisco está utilizando al papado precisamente de la manera que los progresistas decían deplorar: centraliza el poder en Roma, usurpa las prerrogativas del obispo local e instituye un estilo de microgestión motivado por la paranoia de la deslealtad y la herejía. Quizás sea para proteger sus creencias más profundas.
El papa Francisco prevé que volveremos a la nueva misa. Mis hijos no pueden volver a ella; no es su formación religiosa. Francamente, la nueva misa no es su religión. En innumerables alteraciones, la creencia de que la misa era un sacrificio real y que el pan y el vino, una vez consagrados, se convertían en el cuerpo y la sangre de nuestro Señor, fue minimizada o reemplazada en ella. Con el sacerdote de cara al pueblo, el altar fue separado del tabernáculo. Las oraciones prescritas de la nueva misa no tendían nunca más siquiera a referirse a esa estructura como un altar, sino como la mesa del Señor. Las oraciones que señalaban la presencia real del Señor en el sacramento fueron reemplazadas de manera llamativa por otras que enfatizaban la presencia espiritual del Señor en la asamblea reunida.
Las oraciones de la Misa tradicional enfatizaban que el sacerdote estaba re-presentando el mismo sacrificio que Cristo hizo en el Calvario, uno que propició la ira de Dios por el pecado y reconcilió a la humanidad con él. La nueva misa se presentó como una conmemoración narrativa e histórica de los eventos recordados en las Escrituras, y la ofrenda y el sacrificio no como si fuera de Cristo, sino del pueblo reunido, como dice la oración eucarística más comúnmente utilizada en la nueva Misa, “congregas a tu pueblo sin cesar, para que ofrezca en tu honor un sacrificio sin mancha desde donde sale el sol hasta el ocaso”.
Para los católicos, la forma en que oramos da forma a lo que creemos. El antiguo ritual nos dirige físicamente hacia un altar y un tabernáculo. De esa manera nos señala la cruz y el cielo como horizonte último de la existencia del hombre. Al hacerlo, demuestra que Dios amablemente nos ama y nos redime a pesar de nuestros pecados. Y la prueba está en la cultura que produce este ritual. Piénsese en la gran composición de fe en la Eucaristía de Mozart: “Ave Verum Corpus” (Salve Verdadero Cuerpo).
El nuevo ritual nos dirige hacia una mesa vacía y constantemente postula la unidad de la humanidad como el horizonte último de nuestra existencia. En la nueva misa, Dios le debe al hombre la salvación, por la dignidad innata de la humanidad. Donde había fe, ahora hay presunción. Donde había amor, ahora mera afirmación, que no se distingue de la indiferencia. Inspira cancioncillas ingrávidas como «Juntos como Hermanos«. ¡Cantemos sobre nosotros mismos!
Creo que la práctica de la nueva misa forma a las personas a una nueva fe: para volverse verdaderamente cristiano, uno debe dejar de ser cristiano totalmente. Donde la nueva fe se practica con un espíritu celoso, como ahora en Alemania, los obispos y sacerdotes quieren adaptar la enseñanza de la religión a las normas morales de la sociedad no creyente que los rodea. Cuando la nueva fe era joven, después del concilio, se expresaba rompiendo las estatuas, las ceremonias y devociones religiosas que existían antes.
No sé si los obispos adoptarán el celo de Francisco por aplastar la misa tradicional. No sé cuán dolorosa están dispuestos a hacer nuestra vida religiosa. Si lo hacen, crearán, o revelarán, más división en la iglesia. Me viene a la mente el viejo lema del movimiento por la misa tradicional: te resistimos en la cara.
Tengo fe en que un día, incluso los historiadores seculares verán lo que se produjo después del Vaticano II y lo verán como lo que fue: el peor espasmo de iconoclastia en la historia de la Iglesia, empequeñeciendo la iconoclasia bizantina del siglo IX y la Reforma protestante.
El papa Benedicto nos había permitido temporalmente comenzar a reparar el daño. Lo que propone el papa Francisco con su represión es un nuevo encubrimiento.
Michael Brendan Dougherty, escritor senior del National Review y miembro visitante de la división de estudios sociales, culturales y constitucionales del American Enterprise Institute, ha escrito extensamente sobre la fe y la Iglesia Católica Romana.
Por Michael Brendan Dougherty
Artículo Original Traducido por EF