El mes de noviembre se ha iniciado con dos fiestas litúrgicas importantes: la de los santos y la de los difuntos.
El 1º de noviembre la Iglesia celebró la fiesta de Todos los Santos. Aquella sobre la que canta el Apocalipsis: «Vi una multitud grande, que nadie podía contar, de toda nación, tribu, pueblo y lengua, que estaban delante del trono y del Cordero, vestidos de túnicas blancas y con palmas en las manos. Clamaban con gran voz, diciendo: «Salud a nuestro Dios»» (Apoc.7,9-10). Es la Iglesia triunfante en el Paraíso. La Iglesia de los santos, que son nuestros modelos e intercesores.
Y el 2 de noviembre la Iglesia conmemora los fieles difuntos, de los cuales dice San Pablo: «No queremos, hermanos, que estéis en ignorancia acerca de los que duermen, para que no os contristéis como los demás, que no tienen esperanza» (1.Tes.4,13). Se trata de la Iglesia purgante, constituida por las almas que padecen en el Purgatorio a la espera de que se las permita entrar en el Paraíso. La fe nos enseña que la liberación de sus padecimientos está, mediante la oración, en nuestras manos.
La Iglesia triunfante del Paraíso y la sufriente del Purgatorio están unidas a la Iglesia militante, compuesta por los cristianos que viven en la Tierra, y entre las tres forman una sola Iglesia: el Cuerpo Místico de Cristo, la comunión de los santos.
Cada una de estas tres iglesias, la triunfante, la purgante y la militante, no se compone sólo de almas sino que constituye una auténtica sociedad, un Cuerpo Místico integrado en un Cuerpo Místico más amplio que comprenden las tres iglesias.
Las almas del Paraíso no sólo son inmensamente felices porque conocen a Dios cara a cara, sino que también lo son porque se conocen entre sí y se aman ardientemente unas a otras; cada una goza de la felicidad y la gloria de las otras como de las propias. En la sociedad celestial el amor reina soberano.
Las almas del Purgatorio no sólo se relacionan con los fieles de la Tierra, sino que viven en sociedad, se conocen entre sí y se aman y ayudan como hermanas. Nuestros seres queridos no viven aislados en el Purgatorio; tienen entre ellos relaciones familiares. Según los teólogos, el Purgatorio es el reino de la caridad fraterna.
Del mismo modo, la Iglesia militante de la que formamos parte no se compone de almas aisladas. Es una sociedad integrada por todos los que se han incorporado a Cristo por el bautismo y profesan la Fe católica. Pero aunque todas las almas del Paraíso y del Purgatorio forman parte de la comunión de los santos, en la Iglesia militante sólo participan plenamente de la comunión de los santos los fieles que están en gracia. Sólo ellos pueden ayudarse espiritualmente y comunicarse los méritos, satisfacciones y frutos de la oración.
Aunque los pecadores son parte de la Iglesia militante, no pueden participar de ese intercambio de méritos, satisfacciones y oraciones porque están privados de la gracia de Dios, a diferencia de los justos que, como Abel y el Buen Ladrón, aun no siendo miembros de la Iglesia militante porque todavía no estaba fundada merecieron la gracia del Paraíso y pertenecen a la Iglesia triunfante. Por eso dice San Gregorio que la comunión de los santos tiene su origen en Abel y abraza a todos los justos, desde Abel hasta el último de los elegidos al final de los tiempos.
Por esa razón, la situación más difícil dentro de la comunión de los santos es la de los miembros de la Iglesia militante, que tienen que combatir arduamente por su salvación. Porque quien está en el Purgatorio tiene a pesar de sus sufrimientos la certeza de que alcanzará en el Paraíso la felicidad eterna, mientras que en la Tierra nadie tiene esa seguridad hasta el momento revelador de la muerte. Aunque la vida eterna se ofrece a todos, a condición de que pongan en práctica la ley del Señor, no todos aceptan dicha ley, ni todos se esfuerzan por observarla ni todos confían en Dios para ello. Dios es quien nos salva, pero siempre que pongamos de nuestra parte. Sin su ayuda no hay fuerza humana que nos salve.
La vida es, pues, un combate para conquistar la corona prometida al que lucha y vence con la ayuda de Dios. Somos soldados que a pesar de las heridas, el sudor y el fango de que estamos cubiertos queremos seguir luchando para conquistar la corona que se nos ha prometido (2 Tim. 4,8). Por eso, en el mes de noviembre pedimos una ayuda especial a los santos y los difuntos, a quienes renovamos nuestras oraciones.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)