“Nuestra capacidad nos viene de Dios”

I. El Evangelio del Domingo XII después de Pentecostés (Lc 10, 23-37) contiene la respuesta que da nuestro Señor a la pregunta de un maestro de la Ley: «¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (v.25). Jesús le dice: «¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?». Él respondió: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo» (vv.26-27). La respuesta era tan elemental para un doctor de la Ley que aquel hombre quiso justificarse, preguntándole lo que era tema de discusión en las escuelas: quién era su prójimo. Y Cristo le responde con la parábola del buen samaritano, haciéndole ver que cada hombre es «prójimo» para todos los hombres. Por lo que ha de estar «próximo» a él en todas sus necesidades[1].

Pero, además de este sentido inmediato, los santos Padres al hablar de la parábola del Buen Samaritano la aplican con todos sus detalles a la historia de la redención del género humano, desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

El samaritano que llena de cuidados al herido, representa a Jesucristo descendido de lo alto para salvar la distancia infinita que separaba a Dios de los hombres; y encontrar a la humanidad herida y vulnerada, compadeciéndose de ella con todo el amor de su sacratísimo Corazón. Cristo ungió a la humanidad con el aceite y el vino de los sacramentos que restauran el alma de los hombres; y la cargó sobre su cabalgadura, como Cordero de Dios que carga los pecados del mundo, para llevarla a la posada de la Iglesia, quien ha recibido el encargo de cuidarla hasta que Él vuelva en su gloriosa Parusía: «Cuida de él y lo que gastes de más te lo pagaré a mi regreso»[2].

II. En la Epístola (2Cor 3, 4-9) san Pablo dice que la confianza para poder considerarse como «buen olor de Cristo» (2Cor 2, 14-15) y con capacidad para cumplir la misión que Él le había encomendado, le viene únicamente de la gracia de Dios por los méritos de Jesucristo (v.4). Y lo explica más a continuación. Nosotros no somos «capaces de atribuirnos nada como realización nuestra» (v.5), toda nuestra «capacidad» nos viene de Dios, que es quien «nos capacitó» (v.6), en su caso como ministro de la Nueva Alianza y a todos nosotros como hijos de Dios por el bautismo.

Sin el socorro de la gracia de Dios no podemos con solas nuestras fuerzas hacer ninguna cosa que nos ayude para la vida eterna y Dios nos la comunica principalmente por medio de los santos sacramentos. El mismo Señor se dignó dejar en la Iglesia los Sacramentos sancionados con su palabra y promesa, por los cuales creyésemos sin duda que se nos comunica verdaderamente como por un conducto el fruto de su Pasión, esto es la gracia que nos mereció en el ara de la Cruz con tal que cada uno de nosotros se aplique a sí mismo piadosa y religiosamente esta medicina[3].

El más excelente de todos los sacramentos es la Eucaristía, porque encierra, no sólo la gracia, sino a Jesucristo, autor de la gracia y de los sacramentos. Pero los sacramentos más necesarios para salvarnos son dos: el Bautismo y la Penitencia; el Bautismo es necesario a todos, y la Penitencia es necesaria a todos los que han pecado mortalmente después del Bautismo[4].

III. Estamos, pues ante una expresión de la especificidad del orden sobrenatural, de la diferencia entre la religión natural y la sobrenatural, es decir, entre la cristiana y las otras. Una diferencia no en el grado de perfección sino en el terreno de las esencias. Porque la gracia es una realidad sobrenatural comunicada al hombre, opera una transformación ontológica, que afecta al ser del hombre.

«La ordenación a los valores naturales, raíz de la civilización, es distinta de la ordenación a los valores sobrenaturales, raíz del Cristianismo; y no se puede ocultar el “saltus” de una a otra haciendo del Cristianismo algo inmanente a la religiosidad del género humano. Es imposible con la luz natural encontrar lo sobrenatural, que aunque injertado por Dios con un acto histórico especial en el fondo del espíritu, no proviene de dicho fondo»[5].

No es necesario insistir en la distancia entre esta doctrina católica y la práctica actual en la cual «el ecumenismo religioso se va disolviendo cada vez más en ecumenismo humanitario, del cual las diferentes religiones son formas históricas mutables e igualmente válidas»[6].

Cuidemos pues de ejercitarnos en el doble sentido de la parábola, sin mutilar su verdadero significado con reducciones horizontales que niegan la preeminencia de la gracia y de la iniciativa salvífica de Dios:

  • En el ejercicio de las obras de misericordia corporales y espirituales con el prójimo, es decir con todos los que tengan necesidad de ellas.
  • En la estima de la vida sobrenatural que nunca debemos perder sino acrecentar con el ejercicio de las virtudes, la oración y los sacramentos, en especial, la Eucaristía y la Confesión.

«No bastan, por consiguiente, los actos meramente externos de caridad, practicando, v.gr., las obras de misericordia o de beneficencia. Es menester que vayan acompañados de los actos internos, deseándole al prójimo sinceramente toda clase de bienes — sobre todo la salvación eterna de su alma— , alegrándonos de su prosperidad y compadeciéndonos de sus adversidades. No olvidemos que la religión cristiana no se reduce a una serie de actos y ceremonias externas, sino que ha de practicarse, ante todo, “en espíritu y en verdad” (Jn 4,23)»[7].

Y no hay contradicción ni enfrentamiento entre los dos sentidos porque es este último el que hace posible y da todo su sentido al primero: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5, 5).

Nuestro Padre Dios ejerce su misericordia sobre nosotros cada vez que nos hace llegar su gracia, y en la Salve llamamos a la Virgen «Reina y Madre de misericordia». Que nosotros nos dispongamos a acoger la misericordia y la gracia de Dios con corazón agradecido y ejerzamos también esas obras de misericordia con nuestros prójimos y hermanos en cualquier necesidad que se encuentren.


[1] Cfr. Manuel de TUYA, Biblia comentada, vol. 5, Evangelios,    Madrid: BAC, 1964, 838-839.

[2] Cfr. Luis de LA PUENTE, Meditaciones, vol. 1, Barcelona: Testimonio, 1995, 967-975.

[3] Cfr. Catecismo Romano II, 1, 14.

[4] Cfr. Catecismo mayor, 546-547. Una síntesis de la doctrina tomista acerca de la existencia y necesidad de los sacramentos en general en: Antonio ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, vol. 2, Los sacramentos, Madrid: BAC, 1994, 8-13.

[5] Romano AMERIO, Iota unum, 35.10, 450, ed. digital, versión corregida, septiembre-2011, <http://www.traditio-op.org/apologetica/Iota_unum,_Romano_Amerio.pdf>.

[6] Ibíd., 35.16, 460.

[7] Antonio ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, vol. 1, Madrid: BAC, 1996, 460. Sobre las obras de misericordia corporales y espirituales cfr. ibíd., 473-474.

Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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