Entre los numerosos actos simbólicos que tienen lugar en los tiempos en que vivimos, el grotesco espectáculo con que se inauguraron las Olimpiadas de París el pasado 26 de julio no puede despacharse sin más como una demostración de mal gusto o una provocación cultural. Es la última acción bélica contra la civilización cristiana, guerra que conoció uno de sus momentos culminantes en la Revolución Francesa.
La polémica sobre la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos se centraron en la coreografía en la que la disyóquei francesa Barbara Butch, conocida por autocalificarse con estas palabras: «Gorda, lesbiana, maricona y judía, y a mucha honra», dirigía la puesta en escena, tocada con una corona en forma de aureola de santidad, rodeada de drags queens, la modelo transexual Raya Martigny y decenas de bailarines de sexo incierto, mientras el cantante Philippe Katerine casi desnudo y pintado de azul, imitando en su apariencia al dios grecorromano conocido Baco o Dionisio.
Muchos han visto en la representación una blasfema parodia de La Última Cena según la pintó Leonardo da Vinci, y por todo el mundo ha suscitado la indignación y las protestas de los católicos. La idea de este tableau vivant o pintura representada con figuras humanas fue de Thomas Jolly, sujeto que es también declaradamente homosexual, el cual ha intentado justificarse alegando que no se inspiró en el célebre cuadro de Leonardo da Vinci, sino en el de un artista desconocido del siglo XVII, Jan Hermansz van Biljiert, autor del cuadro titulado El banquete de los dioses, que representa una comilona en el Olimpo.
Independientemente de en qué se haya inspirado, la iniciativa no se le puede achacar a un estrambótico director artístico, porque expresa un mensaje que las más altas autoridades francesas, empezando por el Jefe de Estado, le han encargado que transmita. El presidente Emmanuel Macron fue quien el pasado 4 de marzo se declaró orgulloso de que Francia haya sido el primer país del mundo en incluir el aborto en su carta constitucional, acto que calificó de mensaje universal. El propio Macron, en su arrogancia, que salió indemne de la reciente debacle electoral, ha querido ofrecer al mundo un nuevo mensaje de inclusividad anticristiana. Baco es el dios híbrido de las orgías paganas, la sensualidad desenfrenada y la razón obnubilada, y la intención declarada de los organizadores era sustituir el sublime misterio del cristianismo por una bacanal dionisiaca.
El odio al cristianismo siempre ha necesitado representaciones simbólicas, y desde el primer momento la Revolución Francesa se nutrió de la mitología pagana. Hay una evidente continuidad entre la parodia blasfema de la Última Cena del pasado 26 de julio y la entronización de la diosa Razón, efectuada el 10 de agosto de 1793 en París, representada con la apariencia de la diosa egipcia Isis.
Desde esta perspectiva, hay también algo de sacrílego en el gratuito y vergonzoso ultraje perpetrado contra la reina María Antonieta, que aparecía también en la representación, con la cabeza guillotinada en sus manos y cantando el himno revolucionario Ah! Ça ira. Macron y sus colaboradores han querido reivindicar la Revolución Francesa en lo que tiene de más abyecto: el asesinato de la Reina de Francia, víctima inocente al igual que el rey Luis XVI de odio revolucionario, que se cebó en los soberanos franceses para atacar el principio de la Realeza Social de Cristo.
María Antonieta, la reina más calumniada de la historia, pero también la más amada, incluso venerada, no era culpable de otro delito que encarnar una gracia aristocrática incompatible con el igualitarismo revolucionario. Han corrido ríos de tinta sobre su presunta frivolidad y poco se ha escrito sobre su religiosidad. Pero el espíritu religioso de la monarca, que se manifiesta en sus últimos años de prisión, hunde sus raíces en un concepto del mundo antitético del revolucionario. La parodia de juicio ante el tribunal jacobino los días 14 y 16 de octubre de 1793 la hizo víctima de infamantes acusaciones. Un cuadro de inglés William Hamilton la presenta con un vestido inmaculado saliendo de La Conciergerie rodeada por las tricoteuses*, que piden más sangre a la Revolución. Henry Sanson, hijo del verdugo de París, narra en sus memorias que la Reina subió al cadalso con sorprendente majestuosidad, como si ascendiera por la escalinata del palacio de Versalles. Las mismas palabras con las que Pío VI definió como mártir a Luis XVI en su alocución Quare lacrymae del 17 de junio de 1793 se pueden aplicar a la reina María Antonieta. En dicha alocución, Pío VI exclamaba: «¡Ay de Francia, ay de Francia! Llamada por nuestros predecesores espejo de toda la Cristiandad y firme columna de la Fe. ¡Tú que en el fervor de la Fe cristiana y en la devoción a la Sede Apostólica nunca seguiste, antes precediste, a las otras naciones! ¡Cuán lejos estás hoy de Nos con ese ánimo tan hostil a la Religión! ¡Te has convertido en la más implacable enemiga de la Fe que haya existido jamás!» (*Tricoteuses: Mujeres del pueblo que en la Revolución Francesa asistían a las sesiones de la Convención Nacional y del Tribunal Revolucionario y se caracterizaban por la rabia y el odio con que pedían al tribunal que promulgase sentencias de muerte. El apodo les viene de que mientras asistían a las mencionadas sesiones aprovechaban para tejer [tricoter] prendas de punto. N. del T.)
El asesinato de los dos soberanos y el acto de fundación de la República Francesa y la consticionalización del aborto suponen una simbólica continuidad del homicidio de estado. Con todo, se equivocaría quien quisiera identificar a Francia con el espectáculo blasfemo de la inauguración de los Juegos Olímpicos. Francia no es la sede de guillotina, sino de Notre Dame y la Santa Capilla. Francia no es Roberspierre ni Macron, sino San Luis y Santa Juana de Arco. Sería, pues, un error identificar el espectáculo de degeneración que ofrece París en estos meses con la civilización occidental a la que tanto ha aportado Francia. Occidente es la historia de una Fe religiosa, de una forma de vida, un arte, una literatura, una música y hasta grandes batallas en defensa de la civilización.
Los enemigos externos de Occidente tratan de desquitarse. Para conseguirlo, para que triunfen, saben que Occidente tiene que dejar de ser cristiano, que tiene que volver a las ideas y costumbres del paganismo, caer de maduro como cayó el Imperio Romano. Los bárbaros no odiaban la decadencia de Roma, sino el poder que los había sojuzgado durante años. La conquista de la Ciudad Eterna por parte de los godos de Alarico en la noche del 24 de agosto de 410 fue su victoria. San Jerónimo en Belén y San Agustín en Hipona derramaron amargas lágrimas por este simbólico suceso. ¿Quién llora hoy por el peligro que representan los nuevos bárbaros para Occidente? Y sobre todo, ¿quién está dispuesto a defender Occidente en nombre de los principios y las instituciones que lo hicieron grande a lo largo de la historia? La fuerza de estos valores, que nace de la Verdad de Cristo, es indestructible. El futuro del mundo no está bajo la bandera de Baco, ni tampoco la del comunismo o la del islam, sino bajo la del único Dios victorioso, Jesucristo. La Fe y la razón dan prueba de ello.
¿Cómo y cuándo sucederá? En la historia, todo es posible para Dios. Sólo quien cree en un ciego determinismo piensa que la historia no es casual. La historia es variable precisamente por la riqueza de posibilidades presentes en todo momento. Por eso, cuando hacemos examen de conciencia pasamos revista a las faltas que hemos cometido sin estar obligados a cometerlas. Al igual que nuestra vida, la historia también habría podido ser diferente, y podrá cambiar de un momento para otro de otra manera. ¿Qué habría pasado si el 14 de julio de 1789 los dragones del príncipe de Lambesc, contraviniendo las órdenes de no derramar sangre que les había dado Luis XVI, hubieran acabado con la gentuza revolucionaria que avanzaba hacia la Bastilla? No se engañe la revolución anticristiana. Los dragones del príncipe de Lambesc están siempre espada en mano a la vuelta de cada esquina de la historia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)