La Iglesia canta en el viernes santo estas palabras: He aquí el leño de la cruz, del cual pende la salud del mundo. Nuestra salud está en la cruz, en nuestra resistencia a las tentaciones, en nuestra indiferencia por los placeres de este mundo: nuestro verdadero amor a Dios reside en la cruz.
Debemos, pues, resolvemos a llevar con paciencia la cruz con que Jesucristo ha querido cargar nuestros hombros y a morir en ella por amor de Jesucristo, como él murió en la suya por amor nuestro. No hay otro camino para entrar en el cielo que resignarse en las tribulaciones hasta la muerte. Este es el medio de encontrar la tranquilidad aun en los sufrimientos. Pregunto: cuando viene la cruz, ¿qué medio hay para no perder la paz del alma, sino conformarse con la divina voluntad? Si no adoptamos este medio, vayamos donde queramos, hagamos cuanto podamos, no podremos librarnos del peso de la cruz. Por el contrario, si de buen grado la llevamos, ella nos guiará al cielo y nos dará paz en la tierra.
El que rehúsa la cruz ¿qué hace? Aumentar su peso. Más el que la abraza con paciencia aligera la carga, que se convierte en consuelo para él, porque Dios prodiga su gracia a todos los que por agradarle llevan de buen grado la cruz que les ha impuesto. Naturalmente no agrada el padecer; pero cuando el amor divino reina en nuestros corazones nos lo hace agradable.
Si consideramos la bienaventuranza de que gozaremos en el paraíso, si fuésemos fieles al Señor en soportar nuestras penas sin lamentarnos, no nos quejaríamos de él cuando nos envía la cruz. Más exclamaríamos con Job: Sea mi consuelo, que afligiéndome con dolor no me perdone, ni yo me oponga a las palabras del Santo (Job VI, 10). Y si somos pecadores, si nos hemos hecho merecedores del infierno, debemos alegrarnos de vernos castigados por el Señor en esta vida, porque será señal positiva de que Dios quiere librarnos del castigo eterno. ¡Desgraciado del pecador que ha prosperado sobre la tierra! El que sufre grandes reveses, que eche una mirada sobre el infierno que ha merecido, y a su vista todas las penas que sufre, le parecerán ligeras.
Si, pues, hemos pecado, esta oración debernos dirigir a Dios de continuo: Señor no economicéis conmigo dolores, no me privéis de sufrimientos. Pero os ruego al mismo tiempo que me concedáis fuerza para sufrir con resignación, a fin de que no me oponga a vuestra santa voluntad. Me conformo de antemano a todo lo que queráis disponer de mí, y digo con Jesucristo: Así sea, Padre: porque así fue de tu agrado (Mateo XI, 26). Señor, os ha placido hacerlo así, así sea hecho.
Un alma que se siente dominada del autor divino, no busca más qué a Dios: Si diere el hombre toda la sustancia de su casa por el amor, como nada la despreciaría (Cant VIII, 7). El que ama a Dios lo desprecia todo, y renuncia a todo lo que no le ayude a amar a Dios. Por sus buenas obras, por sus penitencias, por sus trabajos, por la gloria del Señor. No debe pedir consuelos y dulzuras de espíritu; le basta saber que agrada a Dios. En suma, atiende siempre y en todas las cosas a negarse a sí mismo, renunciando a todo gusto suyo, y después de esto, de nada se envanece ni se hincha, más llámase siervo, y poniéndose en el último lugar se abandona en manos de la voluntad y de las misericordias divinas.
Si queremos ser santos es preciso cambiar de paladar. Si no llegamos a hacer que lo dulce nos sepa amargo, y lo amargo nos sepa dulce, no lograremos jamás unirnos perfectamente con Dios. Aquí está toda nuestra seguridad y perfección, en sufrir resignados todas las contrariedades que nos acontezcan, grandes o pequeñas; y debemos sufrirlas por aquellos mismos fines, porque el Señor quiere que las suframos; a saber: 1° para expiar las faltas que hemos cometido; 2° para hacernos merecedores de la vida eterna; y 3° para congraciamos con Dios, que es el principal y más noble fin que podemos proponernos en todas nuestras acciones.
Ofrezcamos, pues, a Dios estar siempre resueltos a llevar la cruz que nos destina, y atendamos a sufrir todos los trabajos por su amor, a fin de que cuando nos los envíe estemos dispuestos a abrazarlos, diciendo lo que Jesucristo dijo a San Pedro cuando fue preso en el huerto para ser conducido a la muerte: El cáliz que me ha dado el Padre, ¿no lo tengo de beber? (Juan XVIII, 11). Dios me envía esta cruz para mi bien, ¿Y yo la rehusaré?
Si el peso de la cruz nos parece insoportable, recurramos de seguido a la oración: Dios nos dará las fuerzas necesarias. Acordémonos de lo que dice San Pablo: Todas las tribulaciones de este mundo, por duras que sean, no tienen proporción alguna con la gloria que nos prepara Dios en la vida venidera (Romanos VIII, 18). Avivemos, pues, la fe cuando nos asalte la adversidad. Echemos una mirada sobre Jesucristo muriendo por nosotros en la cruz: pensemos después en el paraíso y en los bienes que Dios prepara a los que sufren por su amor. De esta manera no nos quejaremos, más le daremos las gracias por habérnoslos mandado, y le rogaremos que los aumente. ¡Oh! ¡Cuánto se alegran los santos en el cielo, no por los placeres ni lo honores que han gozado en la tierra, sino por haber sufrido por Jesucristo! Todo lo que acaba vale poco; sólo es grande lo que es eterno y no pasa nunca.
¡Cuánto me consuelan, Señor, estas palabras! Volveos a mí y yo me volveré a vosotros. (Zaoh I, 8). Yo os he abandonado por amar a vuestras criaturas y por seguir mis inclinaciones miserables: todo lo abandono y me convierto a vos; estoy cierto de que no me rechazaréis si quiero amaros, habiéndome dicho que me tenderéis los brazos: y yo me volveré a vosotros. Recibidme, pues, en vuestra gracia y hacedme sentir cuán precioso sea vuestro amor, y cuánto me habéis amado, a fin de que nunca más me aparte de vos. Jesús mío, perdonadme: mi muy amado Salvador, perdonadme: ¡mi único amor, perdonadme todos los disgustos que os he dado! ¡Dadme vuestro amor y después haced de mi lo que queráis! Castigadme cuanto queráis, privadme de todo pero no me priváis de vos. Venga todo el mundo a ofrecerme todos sus bienes: yo protesto que sólo os quiero a vos, padre mío. Virgen María, recomendadme a vuestro divino Hijo. Él os concede cuanto le pedís, en vos deposito toda mi confianza.
San Alfonso María de Ligorio