Pentecostés (y II)

En tiempos de confusión como los actuales conviene recordar que el Espíritu Santo es el Espíritu de la Verdad, según palabras del mismo Jesucristo: … El Espíritu de la verdad, al que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está con vosotros[1] Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de la Verdad que procede del Padre, Él dará testimonio de mí[2] Cuando venga Aquél, el Espíritu de la verdad, os guiará hacia la verdad completa, pues no hablará por sí mismo, sino que dirá todo lo que oiga y os anunciará lo que ha de venir[3]… Pero el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho[4] San Juan en su Primera Carta identifica al Espíritu con la verdad: El Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad.

Según afirma Jesucristo, Satanás es el Padre de la Mentira[5] y el Príncipe de este mundo.[6] Y puesto que su reinado y su influencia nunca se han hecho sentir tan fuertemente como ahora, tanto en el Mundo como en la Iglesia (Apostasía General de Jerarquía y fieles), nada tiene de extraño que la Mentira haya terminado por imponerse en ambos.

La mentira es una corrupción que destruye la propia naturaleza del lenguaje, además de ser un atentado contra el prójimo y una directa agresión a la virtud de la caridad. Y como a todo pecado acompaña siempre su propio castigo, y puesto que la Humanidad se ha vuelto de espaldas a Dios y ha optado libremente por la Mentira, la consecuencia resultante no ha sido otra que la corrupción de la naturaleza humana. Por eso los hombres han convertido su vida en un repulsivo pantano cenagoso en el que viven como en su propio habitat, donde el concepto y la palabra han dado paso, como cosa normal, al tópico; que en cuanto que carece de contenido es también una mentira disimulada y una desnaturalización del lenguaje.[7]Aunque la verdadera tragedia de la Humanidad no estriba tanto en que haya hecho de la mentira el modo normal de convivencia, sino en que nadie considere necesario plantearse el fenómeno como problema.

Las consecuencias no se han hecho esperar. Los Poderes Públicos han hecho de la mentira su lenguaje natural y su modo propio de actuación. Y en cuanto a la Iglesia, la herejía modernista ha inducido a la Teología y a la Pastoral, a partir sobre todo del Concilio Vaticano II, a apartarse de la verdad y volverse a las fábulas.[8]

La Mentira dentro de la Nueva Iglesia ha hecho sentir su influencia en todas las estructuras y círculos de decisión del ámbito eclesial. Como demuestran los nombramientos de Altos cargos de la Jerarquía, de los que prácticamente ninguno responde a los requisitos que habrían de exigirse a un Pastor de la Iglesia,[9] el ataque contra el Dogma, la Moral y la Pastoral de la Iglesia tradicional, la destrucción de la Liturgia, el descrédito de la Jerarquía procurado por la misma Jerarquía, la persecución contra la Enseñanza tradicional y los fieles que se empeñan en profesarla, etc. En cuanto al oficio de Madre y Maestra, ahora desempeñado por la Nueva Iglesia, la Mentira ha tenido gran repercusión en su Magisterio, como prueban la multitud de documentos emanados de la Pastoral docente a través de toda la época postconciliar.

Como caso especial, en confirmación de lo que se acaba de decir, puede considerarse lo sucedido en el giro dado por el Magisterio con respecto a lo que ahora se ha llamado Libertad Religiosa. Después de proclamar el valor igualmente eficaz para la Salvación de todas las religiones —dándose por establecida la existencia de varias religiones—, el Concilio declaró solemnemente que todo hombre es enteramente libre para decidir entre una u otra según su conciencia. Con lo cual el Magisterio de la Nueva Iglesia ha pasado por alto el principio fundamental de la existencia cristiana que afirma que la libertad se fundamenta siempre en la verdad. Como expresamente lo declaró Jesucristo: La verdad os hará libres.[10] Por lo que, según sentencia definitiva de quien dijo de Sí mismo Yo soy la verdad,[11] y también, Yo he venido al mundo para dar testimonio de la verdad,[12] confirmando con su Autoridad que sus palabras son espíritu y son vida,[13] cualquier pretendida libertad que no se fundamente en la verdad es absolutamente falsa.

La única forma de salvar los escollos del camino plagado de errores por el que camina la Iglesia peregrina es atenerse a las palabras del Espíritu: Él os conducirá hacia la verdad completa.[14] Y la verdad completa es Aquél que dijo de Sí mismo Yo soy la Verdad.[15] Donde no se definió a Sí mismo como Yo soy el que os dice la verdad, o como Yo soy el veraz, sino afirmando simplemente: Yo soy la Verdad; sin más, en términos absolutos y como el que agota en su Persona toda la esencia de la verdad y es a la vez su fundamento.

Uno de los nombres con los que Jesucristo designa al Espíritu es el de Paráclito, que significa Abogado o también Consolador.[16]

La vida del cristiano transcurre en un Valle de Lágrimas, por el que camina a través de una senda que Jesucristo calificaba como estrecha, abrupta y difícil (Mt 7:14), llena de dificultades y de obstáculos que, añadidos a los sufrimientos y dolores por los que ha de compartir la Pasión y la Muerte de su Señor, hacen que la travesía se convierta en un periplo duro y hasta lancinante. Si a eso se añade que los tiempos actuales son de especial oscuridad y de total desolación, se hace fácil comprender la oportunidad de la función del Espíritu como Consolador, que ahora incluso es urgente además de necesaria.

Pero, ¿por qué y cómo ejerce exactamente el Espíritu Santo su oficio de Consolador?

Como Jesucristo en el Huerto de los Olivos (Lc 22:43), también el cristiano necesita consuelo cuando las angustias que le afectan son de consideración. La naturaleza humana es débil, y no podría soportar los grandes sufrimientos sin ser confortada de algún modo. En cuanto a la operación por la que ejerce esa función el Espíritu, es fácil de decir puesto que lo hace conduciendo el alma hasta Jesucristo. Y Jesucristo es la vida del alma, según afirmaba San Pablo (Col 3:4) y con firmaba el mismo Jesucristo: Yo he venido para que tengan vida, y en modo sobreabundante.[17]

Y aquí, como en tantos lugares de la Escritura, es donde las palabras de Jesucristo, o las que se refieren a Él, suelen pasar desapercibidas o son leídas superficialmente. Que Jesucristo es la vida del cristiano es una expresión que contiene mucho más de lo que parece. Pues no significa simplemente que Él es la causa de su vida sobrenatural, sino que su propia existencia no tiene sentido sin Cristo, en cuanto que sus anhelos y pensamientos le conducen constantemente a Él y solamente descansan en Él, su corazón late incesantemente por Él y sus añoranzas y esperanzas no tienen otro objeto sino Él; y son solamente el amor y la seducción que siente hacia su divina Persona los que mantienen las fuerzas que lo sostienen ante los embates del mundo y las demás pruebas personales. Por lo demás, el alma verdaderamente enamorada de Jesucristo —¿y qué alma cristiana podría existir de otro modo?— siente que no podría vivir sin Él.

Cuando la existencia que millones de seres llaman cristiana (concepto que se aplican a sí mismos y en el que viven), pero que no es otra cosa que una vida vacía que transcurre en la más absoluta superficialidad, cuando no en la podredumbre. O por el contrario, cuando la existencia se traduce en una auténtica vida cristiana, su corazón o centro vital que la nutre es el amor. Pero el verdadero amor, cuya causa eficaz e impulsor en el alma es el Espíritu, estotalidad, como es bien sabido. Y un amor total vive de añoranzas, suspiros y anhelos de angustia cuando no está presente la persona amada, tal como ocurre en la existencia del cristiano que peregrina en el mundo y que, como el Apóstol Pablo, desearía partir para estar con Cristo.[18]

El cristiano que vive en este mundo como en su casa, sin añoranzas de su verdadera Patria, vive en realidad sin esperanzas, olvidando aquello de que no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la futura.[19]No se da cuenta de que es un peregrino que camina por un Valle de Lágrimas en busca de su verdadero Hogar, el cual no es otro sino la Casa del Padre. Y al decidir permanecer como ciudadano estable y fijar aquí su destino definitivo ha delimitado el objeto de sus ambiciones, ilusiones y deseos; encerrando para siempre en lo finito, lo estrecho, lo desolado y lo infeliz, un corazón que había sido creado para recorrer lo infinito, para surcar los elevados horizontes de los Altos Cielos y para vivir en la Perfecta Alegría.

Por eso no es extraño que el Espíritu impulse al alma enamorada de Jesucristo a orar con gemidos inenarrables.[20] Y solamente los cristianos de mero nombre se atreverían a tachar de excéntrico a San Juan de la Cruz cuando escribe en sus versos casi divinos:

Pastores los que fuéredes
allá por las majadas al otero;
si por ventura viéredes
a Aquél que yo más quiero,
decidle que adolezco, peno y muero.[21]
Incluso el Espíritu ora juntamente con el alma llamando a voces a Jesucristo, suspirando por su venida:
El Espíritu y la esposa dicen: «¡Ven!»
Y el que oiga, que diga: «¡Ven!»
Y el que tenga sed, que venga;
y el que quiera que tome gratis el agua de la vida.[22]

 

Y si el Espíritu pone en el alma del peregrino que camina por este Valle de Lágrimas, sin más esperanzas de felicidad que lo que puede ofrecerle este mundo de desolación, la ilusión de la definitiva posesión de Jesucristo —y con la esperanza, las primicias de una presente y anticipada presencia—, ¿qué tiene de extraño que los Padres y la Liturgia atribuyan con preferencia al Espíritu Santo el nombre de Consolador?

De ahí que cuando el Concilio Vaticano II se empeñó en realizar una apertura de la Iglesia al Mundo, animó a los hombres, aunque seguramente sin el propósito de hacerlo, a fijar en él definitivamente su residencia y a olvidarse del Cielo. Quedaban ya muy atrás las palabras del Apóstol San Pablo: Buscad las cosas de arriba; saboread las cosas de arriba, y no las de la tierra.[23]

Así fue como adquirieron aún más actualidad las palabras del Prólogo del Evangelio de San Juan: El Verbo era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Él; y el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron.[24]

Una vez, hace muchos siglos, los hombres pensaron que podían sustraerse del cuidado de Dios y construyeron la Torre de Babel. Y el resultado fue una confusión espantosa que determinó la división y la dispersión de la raza humana. Pasado un largo ciclo de tiempo, hacia mediados de otro siglo, ahora el XX, la Iglesia decidió dejar de vivir aislada del mundo y destruir las barreras que los separaban. Se trataba en realidad de una falacia, puesto que la Iglesia jamás había dejado de realizar en sí misma la sublime paradoja de estar en el mundo y al mismo tiempo no ser del mundo, como la levadura en la masa, según la enseñanza del mismo Jesucristo (Mt 13:33); de tal manera que la levadura no podría convertir la masa en pan si dejara de ser levadura. Si la Iglesia hubiera dejado de sentirse distinta y separada del mundo, hubiera sido el momento, no solamente en el que se habría vuelto incapaz de cambiar el mundo, sino en el que habría sido invadida y engullida por las corrientes del mundo. De ahí las palabras y la doble consigna dirigidas por Jesucristo a sus Apóstoles: Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso el mundo os aborrece[25] Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre todos vosotros. Y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta los confines de la tierra.[26]

A propósito de las falsas lamentaciones, decía el poeta indio Tagore que si lloras cuando se pone el sol, las lágrimas te impedirán ver las estrellas. A la vista de un mundo racionalista y pagano la Iglesia se intimidó, olvidando que Jesucristo era la Luz y que la luz luce en las tinieblas (Jn 1: 4–5). Sin darse cuenta de que al abrirse al Mundo se ponía en manos del Príncipe Maligno que lo regía como su señor que es (Jn 12:31; 16:11), con lo que dejaba de ser la luz y la levadura del mundo que era el de los hijos de Dios.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.[27] Aunque no con una consolación a la manera como la entiende el Mundo, sino como la que proviene del mismo Consolador divino, cuyos primeros frutos a producir en el alma son ante todo el amor, y luego el gozo (Ga 5:22). Pero un amor y un gozo a lo divino, que nada tienen que ver con el amor y el gozo como comúnmente los entienden y experimentan los humanos que no han traspasado el umbral de lo sobrenatural.

Padre Alfonso Gálvez

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[1] Jn 14:17.

[2] Jn 15:26.

[3] Jn 16:13.

[4] Jn 14:26.

[5] Jn 8:44.

[6] Jn 12:31; 16:15.

[7] El tópico es el lenguaje que ha sido vaciado de contenido. Sin decir nada, pretende hacerse pasar como que dice algo. Es un método normal de verborrea con el que los políticos camuflan sus mentiras y la mayoría de los predicadores religiosos sus baldíos discursos.

[8] 2 Tim 4:4.

[9] El nombramiento de Obispos hace ya mucho tiempo que dejó de atenerse a criterios de conveniencia pastoral para el bien de las almas. Los cuales han sido sustituidos por consideraciones de tipo ideológico, según exigencias de conformidad con los vientos modernistas que actualmente soplan en la Iglesia.

[10] Jn 8:32.

[11] Jn 14:6.

[12] Jn 18:37.

[13] Jn 6:63.

[14] Mc 5:33.

[15] Jn 14:6.

[16] Paráclito, o Consolador (en latín Consolator y en griego Parakletos). El término como referido al Espíritu Santo aparece sólo en el Evangelio de San Juan (14: 16.26; 15:26; 16:7), y ha sido diversamente traducido como Abogado, Intercesor o Consolador. Esta última expresión difiere de la forma pasiva del griego, pero se justifica por el uso helenístico, una serie de versiones antiguas, la autoridad patrística y litúrgica y las necesidades que presenta el contexto de San Juan.

[17] Jn 10:10.

[18] Flp 1:23.

[19] Heb 13:14.

[20] Ro 8:26.

[21] San Juan de la Cruz, Cántico Espiritual.

[22] Ap 22:17.

[23] Col 3: 1–2.

[24] Jn 1: 9–11.

[25] Jn 15:19.

[26] Hech 1:8.

[27] Mt 5:4.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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