A pesar de los intentos de eliminarla, la Misa Tradicional en latín ha venido para quedarse. Aunque no esté tan extendida como en los buenos tiempos de Summorum Pontificum, tampoco está oculta debajo del celemín, como los primeros cristianos en tiempos de las persecuciones romanas. En muchas ciudades, enormes parroquias dirigidas por institutos que fueron de Ecclessia Dei están abarrotadas de fieles cada domingo. No, señor; esto no se ha acabado. Y cuanto antes venga un papa que acepte la realidad, mejor estaremos todos.
Desgraciadamente, dada la manera en que internet fomenta la expresión espontánea de pareceres e ideas (o una mezcla de las dos cosas), se da una tendencia a expresar muchas opiniones prematuras o insuficientemente elaboradas. Una de las cosas que más observo que se proponen es: «Sería estupendo que hubiera Misa Tradicional en lengua vernácula. Así se matarían dos pájaros de un tiro: ¡tendríamos la liturgia tradicional sin la barrera idiomática! Los fieles acudirían en masa, y dejaría por fin de haber una brecha entre el rito antiguo y el nuevo». No ha faltado algún destacado representante de la congregación de los filipenses que ha expresado tan tranquilo dicha opinión.
Un lector de New Liturgical Movement me escribió en una ocasión:
He leído algunos artículos suyos en los que trata el tema de la introducción limitada de las lenguas vernáculas en los ritos tradicionales, manifestándose resueltamente en contra. Personalmente, prefiero que la liturgia sea en latín, en todo, incluidas las lecturas. Es más, el bautizo de mi hija se hizo por el rito antiguo, en latín, incluso las respuestas de los padrinos. Lo único que se rezó en vernáculo fueron el Padrenuestro y el Credo en la procesión (según la costumbre). A mí me parece que hay cierta disonancia cuando se mezclan idiomas en la liturgia, salvo las evidentes excepciones del Kyrie en griego y algunas palabras hebreas; sobre todo si en un momento dado digo «y con tu espíritu» y en otro «et cum spiritu tuo». Hay un desequilibrio que no acierto a explicar.
Con todo, he leído la manera en que Dobszay aborda el tema, y sostiene que la introducción de algunos elementos vernáculos, no en sustitución, sino junto con el latín, sería enormemente beneficiosa. Y ello por la sencilla razón de que es indudable que si toda la liturgia está en latín resulta una piedra de tropiezo para muchos a los que si no fuera por eso les gusta la Tradición. Por supuesto que entiendo que es el hombre el que tiene que conformarse a la imagen de la liturgia, y no al revés. Al fin y al cabo, San Benito insta ut mens concordit voci, a que haya armonía entre la mente y la voz. Lo cual, además de resultar, se podría decir pintoresco, es bastante radical si se compara con la importancia que en la actualidad se concede a la autenticidad (erróneamente identificada con una práctica ausencia de formas). Y, con las necesarias reservas, oraciones como la colecta, la secreta o la postcomunión y el Canon con las oraciones que se rezan en silencio, Dobszay propone en todo caso que no sólo las lecturas, sino a veces también se permitan los cantos y el ordinario de la Misa en un estilo elevado. Entendiendo que la Misa mayor de la parroquia se celebraría íntegramente en latín, con lo que en la vida litúrgica de la Iglesia seguiría ocupando un lugar primordial una liturgia celebrada por entero en latín.
No me entienda mal; no digo que desde el punto de vista litúrgico sea necesario introducir la lengua vernácula. Pero no deja de venirme a la cabeza lo que dice Dobszay de que meter de vez en cuando algo en vernáculo pero manteniendo las formas hieráticas contribuiría a que la liturgia romana saliera de su marginación y fuera más atractiva. De esa manera, el legado de nuestros ancestros pasaría a ser algo más general y extendido en vez de quedarse en un relativo margen.
Digámoslo sin rodeos: ¿es prudente a la larga aferrarse inflexiblemente al uso exclusivo del latín semper et ubique al precio de que la verdadera Tradición sea siempre algo de una minoría marginada? ¿No sería tal vez el uso moderado de un estilo sacral en la lengua vernácula un pequeños sacrificio que redundaría en una mayor difusión del legado romano? A mí me parece que el empleo moderado de las lenguas vernáculas en las lecturas es una de esas cosas que, para bien o para mal, quedan para siempre. Me preocupa que podamos perder muchas batallas combatiendo en esta colina mientras perdemos la montaña.
Sigue sin convencerme. Así como Marshall McLuhan sostenía que la introducción de micrófonos en las iglesias socavaría el carácter sobrenatural de la liturgia (¡cuánta razón tenía!), tengo igual convencimiento de que la deslatinización significaría el final del Rito Romano en su carácter distintivo. Sería como eliminar los iconos en la liturgia bizantina. Me gustaría exponer algunas razones en que me baso:
Un argumento estético
Sostiene Martin Mosebach que el ambiente de sacralidad que se vive de principio a fin en la Misa Tradicional se debe principalmente al latín. Desde el momento en que comienza, uno ya se da cuenta de que está en un lugar diferente, que se mueve a otro nivel. La rutina de siempre ha quedado atrás y se entra en el ámbito de lo divino. Por bien que esté traducida la liturgia a nuestra lengua, incluso si se usa un estilo elevado o arcaico, le falta esa necesaria otredad. Como dice Michael Fiedrowicz, el latín nos recuerda que en el culto buscamos algo diferente de lo que tenemos todos los días.
Y en cuanto a alternar el latín con el idioma vernáculo, es como ir vestido con esmoquin y pantalones vaqueros.
Un argumento pastoral
Ya existe una tendencia entre los católicos a dividirse en facciones en cuanto a alguien se le ocurre correr las flores del altar unos centímetros más hacia la izquierda o la derecha. En este aspecto todos somos bastante quisquillosos, por lo que además de tener que tomarnos las cosas con un poco más de calma, es importante que evitemos lo más posible todo lo que pueda fomentar divisiones. Cambiar el idioma que desde hace 1600 años es parte inseparable de la liturgia equivaldría a soltar una bomba nuclear: de un día para otro empezaría a haber unas congregaciones que emplearían exclusivamente el latín y otras que altenarían lenguas en una misma celebración. Y la verdad es que eso ya existe, al haber dos formas del rito; lo que menos necesitamos es que siga la balcanización.
No sólo eso; el empleo del idioma vernáculo, en vez de unir a los hablantes de una lengua común divide a los fieles en dos categorías. Algunos preferirían una traducción más clásica de los textos escriturísticos mientras otros preferirían versiones más modernas. Y si encima quien interviene en ello es el Vaticano o la Conferencia Episcopal, el desastre sería instantáneo. En cambio, con el latín, nadie tiene motivos para quejarse, porque rezamos en el mismo idioma en que lo hicieron todos los santos que nos precedieron.
Un defecto de las lenguas modernas es que carecen de solemnidad y elevación para la liturgia. Los anglicanos tradicionalistas y los ordinariatos utilizan el inglés isabelino. No me cabe duda de que en tiempos de Shakespeare sonaría normal, pero hoy en día resulta muy estirado, altisonante y algo raro. Para que la liturgia se lleve a cabo en el lenguaje que usamos a diario hace falta un registro sacralizado, cosa que al parecer la Iglesia actual es incapaz de producir. Por otra parte, la Divina Liturgia bizantina no sería un ejemplo apropiado, porque logra el efecto de un modo muy diferente, introduciendo numerosas alteraciones con lenguaje poético y en el canto. La liturgia romana es, por su parte, austera y sencilla. En buena parte, su eficacia afectiva depende del latín, el silencio y el canto; los tres elementos que forman su iconostasis sonora.
Otros argumentos teológicos
En general, concedemos demasiada importancia a la comunicación verbal. Pero en muchos casos nos impactan más los gestos y conductas que las palabras. Yo diría que ante todo es así a la hora de asimilar una actitud de reverencia y oración en la liturgia.
Cualquiera sabe por experiencia que hay muchas maneras de participar en la liturgia latina. Se necesitan muchos años para llegar a entenderla, lo cual resulta muy adecuado para el mayor de los misterios. Se dan los primeros pasos con un misalito de niño, por ejemplo, y se termina de mayor con un misal completo bilingüe, hasta que uno termina por sabérselo todo y puede prescindir del misal y ensimismarse enteramente en el acto litúrgico. Esto pasa con más facilidad en el rito tridentino, ya que hay menos variantes en los textos y nos familiarizamos antes con ellos. Se necesita mucho tiempo para entrar plenamente en la liturgia, y así es ni más ni menos como tiene que ser.
Cuando uno aprende a nadar, empieza quedándose en la parte menos honda de la piscina, y más adelante ya se aventura a pasar a la parte profunda. Con su riqueza simbólica, su pompa y ceremonia y su hermoso patrimonio musical, la liturgia tradicional tiene muchísima miga. Recuerdo cómo le fascinaban a mi hijo los gestos coordinados de los acólitos en esa especie de coreografía sagrada. Conozco a un niño al que le encanta observar al acólito manejando el incensario, con sus brasas y columnas de humo. No es necesario ser un genio para apreciar la Misa en latín; basta con usar los ojos, los oídos y la nariz. Uno contempla, escucha, se maravilla y reza. Lo mejor que se puede hacer en Misa es orar con toda el alma; vale más que muchos razonamientos.
Es mejor no tocar el lenguaje sagrado de la Misa, con su poética totalmente intraducible. Los laicos disponemos de muchas formas de acceder a su sentido, como aprender latín, seguir el texto en un misal (donde no la traducción no lleva la carga del rito en sí), o simplemente observando y rezando con nuestras propias palabras, motivados por la liturgia.
La clave está en dejar que el rico ceremonial de la Misa sea el primer mensaje que ésta transmita. El texto no es absoluto ni excluyente, ni tampoco es fundamental desde la perspectiva de la participación laica. Es algo que con el tiempo se va asimilando. Hoy en día somos demasiado impacientes; todo lo queremos ya. Pero Dios tardó varios miles de años en preparar a la humanidad para la Encarnación, y necesitó 1500 años para perfeccionar el Rito Romano. No se ve que tenga mucha prisa para terminar sus obras, y tampoco debemos tenerla nosotros. Desde luego, la vida es breve, pero no tanto como para que no podamos adquirir el hábito adecuado al rito.
Dice C. du Plessis d’Argentré:
Está clarísimo que el provecho que se saca de oración litúrgica no consiste solo en que se entienda lo que se dice; es un peligroso error pensar que la oración vocal solamente sirve para educar el intelecto. Al contrario, es una oración que contribuye más que nada a inflamar los afectos, para que los fieles se edifiquen dirigiéndose a Dios con corazón ferviente y devoto y, consiguiendo que Él escuche sus peticiones, no queden frustrados en sus intenciones. Aparte eso, el intelecto se ilumina con otras cosas útiles o necesarias, todo lo cual redunda en mucho más provecho que el de entender las meras palabras, que no es muy beneficioso cuando no se aviva el afecto hacia Dios (Collectio iudiciorum de novis erroribus II [París, Cailleau, 1728], 62, citado en Guéranger, Institutions liturgiques III, 164).
Legado musical
Con todo mi respecto hacia el profesor Dobszay, el canto llano en lengua vernácula es más feo que Picio comparado con su paradigma latino. Se puede hacer de un modo decente, pero no deja de ser muy torpe. No hay dos idiomas que funcionen igual, y cada uno tiene un sonido muy peculiar. El latín y el canto forman una especie de compuesto de cuerpo y alma. Una vez más, el canto bizantino tiende a resultar mejor, porque –dicho sea sin la menor intención de ofender a nuestros hermanos orientales– en general es bastante más simple que el gregoriano. Tiene más de la naturaleza de los tonos armónicos de los Salmos, que se adaptan a cualquier idioma. Por otro lado, el canto en latín es una forma musical sumamente refinada que se perfeccionó a lo largo de mil años junto con su texto latino.
El compositor Mark Nowakowski señaló lo siguiente en una entrevista:
No dejo de volver al latín en mis escritos, no sólo porque todavía es la lengua de la Iglesia, sino también porque es un idioma de una hermosa singularidad. Es cantable por su propia naturaleza, y se diría que tiene toda la estructura y la solemnidad necesarias para la majestad litúrgica y la contemplación. Reconozcámoslo: no es más hermoso o cantable decir «Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo…» que «Agnus Dei, qui tollis peccata mundi». Y contamos con un todo un repertorio postconciliar fallido para demostrarlo. Ahora que lo normal es cantar en la Iglesia en inglés, ¡la mayoría de los compositores quieren escribir obras en latín! Me parece muy elocuente.
Falsa centralidad
Cada vez que alguien propone que se traduzca la Misa Tradicional se apresura a añadir: «Pero claro, la Misa principal seguiría siendo en latín», o: «Como es natural, siempre estaría disponible el latín para aquellos a quienes les gusta».
Yo diría que son esperanzas infundadas.
Por mucho mejor que fuera, en vernáculo el usus antiquior no dejaría de ser un usus recentior en latín, y me temo que terminaría por iniciar una lenta marginalización del latín y del canto, sin que prácticamente hubiera esperanzas de recuperarlos. Una vez que la gente se ha convencido de que tiene que entender a la primera esta o aquella parte de la liturgia, olvídense de recuperar la Misa solemne cuando no es eso lo que se busca. Estos tesoros se convertirían en algo como así como una especie animal o vegetal que ha sido expulsada de su ambiente natural por otros organismos ajenos más vigorosos introducidos en su ecosistema.
Quizás la observación más decisiva sea que los textos latinos poseen una densa maraña de connotaciones intra y extralitúrgicas de las que carece cualquier idioma vivo, por muy refinado que sea. Como mínimo le faltan 2000 años de desarrollo. No quiero que parezca que defiendo algo así como que el latín tiene propiedades mágicas, pero creo sinceramente que es importante preguntarse por qué los exorcistas siempre dicen que tienen más éxito cuando siguen el rito tradicional en latín.
Prioridades
Por último, ¿no es cierto que una religión que se toma en serio exigiría a sus seguidores que la estudiasen a conciencia? Los judíos consecuentes exigen a sus hijos que aprendan hebreo; los musulmanes comprometidos piden a sus hijos que aprendan árabe clásico; los coptos entienden el egipcio; los rusos tienen que aprender algo de eslavo antiguo, y así sucesivamente. La Iglesia católica volverá a ser más fuerte cuando exija a sus fieles más que la actual (tal vez, lo más lógico sería empezar por el ayuno).
Miles de colegios católicos podrían enseñar latín. No lo hacen porque se le ha dado poca o ninguna importancia. El verdadero problema radica en esa ignorancia, escepticismo o rechazo; ésa es la actitud que tiene que cambiar. De lo contrario, lo que haremos será tratar de meterles por las narices una hermosa liturgia a personas a las que les tiene sin cuidado que sea solemne, ordinario, correcto, erróneo, antiguo, nuevo, en latín o en nuestro idioma.
En resumidas cuentas: el latín no es una montaña apartada de la fortaleza, sino parte de los sólidos cimientos del castillo que defendemos.
(Artículo original. Traducido por Bruno de la Inmaculada)