Otra pandemia: las habituales profanaciones eucarísticas

En la siguiente sección de este artículo, Emily Sparks nos presenta un testimonio de primera mano, con autorización para publicarlo con la firma ella. En retrospectiva, al cabo de muchos años, ella lamenta haber participado, con buena intención, en esa variedad de abusos, pero desea transmitir a los lectores lo mal que se hacen las cosas en una parroquia católica típica de los EE.UU. Hay motivos sobrados para creer que algunas de las cosas que describe pueden aplicarse a muchas parroquias en la actualidad.

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Aunque muchos son conscientes de los abusos eucarísticos que se cometen durante las celebraciones litúrgicas de una parroquia normal, son muchos los que desconocen los frecuentes abusos que se cometen sin conocimiento de los fieles a consecuencia de prácticas litúrgicas que actualmente se dan con frecuencia. En los últimos años de mi adolescencia trabajé de sacristán para mi parroquia y participaba (como se me enseñó) en los preparativos de las misas dominicales. Seguidamente hago una reseña de las experiencias que vivía durante ese tiempo.

Mi antigua parroquia es una como tantas; es más, hasta podría ser mejor que la mayoría. El tabernáculo está en el centro del presbiterio, y había confesiones varios días a la semana. Los sacerdotes eran bien intencionados y no tenían nada de progresistas ni tenían actitudes  intencionadamente revolucionarias.

Cada domingo se celebraban cuatro misas. La primera era a las 7:30 y la última empezaba a las 12. Yo tenía que llegar antes de que terminara la de 7:30 y encargarme de purificar los vasos sagrados si hacía falta, limpiarlos, rellenarlos y dejarlos listos para la siguiente Misa. Lo hacía después de cada Misa hasta que terminaba la última. Tengo entendido que originalmente eran voluntarios laicos los que se ocupaban de estos menesteres, pero la parroquia me contrató porque si una sola persona se encargaba habitualmente de ellos se haría mejor y de forma más confiable.

En cada Misa dominical la parroquia empleaba cuatro copones para la Sagrada Comunión y dos o cuatro cálices: dos en las misas de 7:30 y 12, y cuatro en las de 9 y 10:30, que eran las principales. El sacerdote que decía Misa siempre distribuía la Sagrada Comunión. Aunque en la parroquia había dos o tres diáconos, sólo ayudaban a dar de comulgar cuando les tocaba predicar, cosa que hacían por turno una vez al mes. Por eso, los domingos siempre había de cinco a siete ministros extraordinarios distribuyendo la Comunión en cada Misa. Una vez al mes se podía descontar uno de la cantidad mencionada y sustituirlo por un diácono.

Cuando los vasos sagrados se llevaban de vuelta a la sacristía, el cáliz y la patena que había usado el sacerdote se purificaban casi siempre (aunque de vez en cuando no se hacía), pero los copones y los cálices que habían utilizado para los fieles casi nunca se purificaban. Cada domingo, al menos un copón (no era raro que más) llegaba a la sacristía con una gruesa capa de migajas consagradas en el fondo. Como yo no estaba autorizado a consumir el Santísimo Sacramento fuera de la Misa, enjuagaba los vasos en la pila al efecto que había en la sacristía de lavarlos en la pila principal. Después de la Misa llevaba los vasos sagrados a la sacristía. No tenía forma de saber cuáles habían sido purificados y cuáles no hasta que me ponía a lavarlos, ya que los copones tenían tapa, así que los llevaba todos juntos. A consecuencia de ello, no era infrecuente que partículas de las Sagradas Especies se quedaran en la sacristía mientras yo reunía todo lo necesario para la siguiente Misa, antes de limpiarlas.

Los cálices de peltre con los que se administraba la Sagrada Comunión a los feligreses acostumbraba purificarlos parcialmente el ministro extraordinario, y luego yo terminaba el trabajo en la sacristía. Los ministros extraordinarios consumían los restos de la Preciosísima Sangre. Añadían un poco de agua y la bebían, dejando los vasos detrás, que yo limpiaba después más a fondo en la pila de los vasos sagrados. En una parroquia que tiene una numerosa congregación de feligreses es muy difícil calcular la cantidad exacta de vino que hace falta, y en ocasiones sobraba. Recuerdo que una vez una ministra extraordinaria pidió ayuda a otros que estaban en la sacristía, porque estaban tomando antibióticos y no podía consumir lo que había sobrado. Y en otra ocasión entré en la sacristía y vi que un ministro extraordinario enjuagaba el cáliz en la pila que no debía.

Hubo unas cuantas oportunidades en que un cáliz que estaba lleno hasta más de la mitad de la Preciosísima Sangre se quedó en la sacristía sin que nadie lo consumiera. Yo no sabía qué hacer en esos casos, porque fuera de la Misa no se me permitía consumir el Santísimo Sacramento, así que no lo hacía. Lo que hacía era diluir la especie para que ya no fuera vino antes de verterla en la pila a ello destinada. Ahora me doy cuenta de que seguramente debería haber intentado consumirla de todos modos, pero hacía lo que se me había enseñado. Espero que lo diluyera los suficiente para que ya no fuese la especie del vino, pero no tenía claro cuánta agua tendría que ponerle y hacía lo mejor que podía.

A veces se quedaba en la sacristía un copón lleno de hostias sin que nadie me explicara si no se habían consagrado porque no hacía falta o si estaban consagradas y se habían llevado allí por error. En esos casos tenía que consultar con un sacerdote. Generalmente me aconsejaban que las llevara de vuelta a la iglesia para que se consagraran en la siguiente Misa, por si acaso.

Como entre misa y misa el sacerdote saludaba a los fieles, entre los ministros extraordinarios y yo supervisábamos el trabajo en la sacristía. Por eso, tenía que abrir el sagrario antes de cada Misa para ver cuántos copones estaban ya consagrados, y luego los abría uno por uno para comprobar que estuvieran al menos llenos hasta más de la mitad. Si más de uno tenía la mitad o menos, juntaba las formas en un sólo copón y llevaba el que quedaba vacío a la sacristía para purificarlo. Me tocaba hacerlo varias veces cada domingo.

Yo no era el único seglar que abría con frecuencia el tabernáculo. Otros ministros extraordinarios también lo hacían. Recuerdo que una vez me dirigí al sagrario para realizar mi cometido y me topé con dos hombres que hablaban de cuestiones deportivas parados justo delante del tabernáculo, y tuve que pedirles que hicieran el favor de irse a conversar a otra parte.

Cuando oía Misa en un banco, recuerdo que en dos ocasiones vi a alguien que se iba con la Hostia en la mano después de comulgar. Una vez se trató de una joven que se la llevaba en la mano sin consumirla. Al verla, le hice una seña para que la consumiera, cosa que hizo mientras se dirigía a su banco. Después de la Misa, me acerqué a ella y me explicó que no era católica, pero que su abuela le había dicho que comulgase de todos modos, y lo hizo. Se alejaba sin consumirla porque se sentía incómoda para recibirla. Más tarde ese mismo año, un muchacho que lucía una camiseta del conjunto de heavy metal Lamb of God se iba para su banco con la Sagrada Forma en la mano, y allí se quedó jugueteando con ella delante de sus padres. Le hablé al párroco de estas profanaciones, pero no se hizo nada ni se habló del tema.

Quien me lea podría pensar que las situaciones de las que hablo sólo se daban en mi parroquia. Aunque no me cabe duda de que esos abusos no son frecuentes en las pocas iglesias del rito Novus Ordo que siguen la reforma de la reforma, en las que los sacerdotes se esfuerzan por acercar el Novus Ordo a la Misa Tradicional, a mí me parece desde luego que los problemas que he mencionado se suelen dar en el común de las parroquias, es decir, la mayoría. A juzgar por lo que he observado, yo diría que ello obedece a dos razones.

Los sacerdotes de mi parroquia eran sinceros. No querían ser revolucionarios ni perezosos; simplemente hacían lo que les parecía conveniente. Pero la conclusión es inevitable: el concepto de que el sacerdote es custodio de los Sagrados Misterios se ha eliminado totalmente en la liturgia del Novus Ordo y todo lo relacionado con ella. Cualquier católico practicante sabe que sólo el sacerdote puede pronunciar las palabras de la consagración, pero a partir de ahí ya no tienen ni idea de las singulares obligaciones que comporta el Santísimo Sacramento. ¿Y cómo va el sacerdote a revertir mínimamente eso? En el momento en que intentara poner fin a una enormidad como recibir la Comunión en la mano lo crucificaría casi toda su congregación, y probablemente hasta su obispo. Si un sacerdote no toma medidas para evitar que durante la celebración de la Misa se cometan abusos muy evidentes, cuánto más no le costará impedir los sacrilegios que se cometen fuera de la vista y de los que pocos tienen noticia.

La segunda razón es cuestión de organización. Si en una parroquia hay varios ministros extraordinarios, y se emplean hasta diez vasos sagrados en cada misa (cuatro copones, cuatro cálices y el cáliz y la patena del celebrante), al sacerdote le resulta muy difícil purificar eficazmente todo lo que ha estado sobre el altar o estar al tanto de todo lo que hace cada ministro extraordinario. Al final se mezclan los vasos purificados con los que no lo están, o bien se le acaba el tiempo o el agua al celebrante. Los ministros extraordinarios pueden equivocarse de sitio al colocar las cosas, o ir a la sacristía cuando no corresponde. Por ejemplo, una de las razones por las que a veces se quedaba en la sacristía un cáliz totalmente consagrado sin que nadie consumiese su contenido era que no se había presentado el ministro extraordinario por enfermedad, por no haber podido llegar a tiempo o por alguna otra razón. Hasta después de la consagración, nadie se daba cuenta de que faltaba alguien. Con tantas personas y tantas variables, es inevitable que se den errores humanos. Y a la larga termina por darse a gran escala.

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Otro amigo –en este caso un seminarista– me pasó la siguiente transcripción de una conversación durante una cena:

–Feligresa: Después de la Misa de difuntos de la semana pasada, Sue me contó que se habían encontrado una Sagrada Forma en el suelo. Le pregunté qué había hecho con ella y me dijo que la tenía en el bolsillo. Se la pedí y me la comí. Me dijo: «Pero sí estaba en el suelo». Es que no sabía qué otra cosa podía hacer con ella.

–Sacerdote: Hay otra cosa que se puede hacer. En la sacristía hay dos pilas. En una, la tubería del desagüe va directo a la tierra. La Hostia se puede desmenuzar y echar por ahí, que no va a parar al alcantarillado.

–Feligresa: Ah, bueno. No lo sabía. Gracias.

(Ninguno de los otros tres feligreses que estaban presentes dijo ni pío, ni siquiera uno que llevaba cuatro años en el diaconado permanente.)

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Un señor me escribió contándome algo que había oído en una reunión    parroquial (por desgracia, no está sacado aunque lo parezca del blog satírico A-CNN).

En la última reunión se propuso pedir a los feligreses que se abstuvieran de la cerveza durante la Cuaresma y donaran a la parroquia lo que normalmente gastarían en cerveza. Eso no tiene nada de malo. Pero luego a alguien se le ocurrió proponer que se llevara un paquete de 6 envases para colocarlo sobre la mesa del altar o sobre el atril mientras se hacía la petición de dinero. ¿No se le ocurrió que algún niño podría preguntar a su padre por qué lo hacían? ¿No se da cuenta de que el altar es sagrado, y el atril? Pero es que el párroco dijo que le parecía una idea excelente, a lo que repuso el que la había propuesto: «La idea no es mía, sino del párroco del pueblo donde vivía antes».

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Estos desgarradores relatos –y no me cabe duda de que se podrían contar miles de casos más por el estilo– evocan muchas de las advertencias que hacían los profetas del Antiguo Testamento a fin de que Israel se arrepintiera para no ser destruido. La iglesia que se comporta de ese modo es una iglesia que ha firmado su propia sentencia de muerte.

Estas profanaciones y sacrilegios se producen semana tras otra sin parar. ¿Y vamos a preocuparnos por normas sobre cómo desinfectarse las manos o no darse la paz con un apretón de manos? ¿Cómo tienen la osadía los obispos de decir a los fieles que tienen que recibir la Comunión en la mano y no pueden hacerlo en la boca?

Todo eso no es otra cosa que instrumentalizar a Nuestro Señor. Queremos acomodar la manera en que recibimos su santísimo y preciosísimo Cuerpo Eucarístico a nuestras mezquinas preocupaciones sanitarias en vez de preocuparnos por la manera apropiada de tratar al Pan de los ángeles y consumirlo. Si un virus imposibilita la recepción de la Comunión, sea; que el sacerdote haga comunión sacramental y los fieles espiritual. Eso demostraría que creemos en los sagrados misterios y los reverenciamos. Pero por el amor de Dios (nunca mejor dicho), dejemos de maltratar al Señor en base a nuestros intereses, dejemos de supeditarlo a nuestros conceptos mundanos y pongamos fin a la pandemia de sacrilegios eucarísticos que ha tomado por asalto la Iglesia occidental y la ha convertido en un reino de ira a los ojos de Dios.

«Por lo cual ¡vivo Yo! dice Yahvé, el Señor, por cuanto has contaminado mi santuario con todas tus ignominias y todas tus abominaciones, también Yo te castigaré; mi ojo no perdonará, y no tendré más piedad de ti» (Ez. 5,11).

Dice San Pablo –y quien no me crea que lo mire en la Biblia– que muchos cristianos de Corinto estaban enfermos y débiles, y algunos hasta habían muerto, por su irreverencia con la Eucaristía (1ª a Corintios 11, 27-32). Hoy en día la Iglesia Católica es Corinto, y la enfermedad mortal que padece es la irreverencia.

El sacerdote o diácono que tiene conciencia de las cosas que están mal en las actuales costumbres eucarísticas y no hace nada por impedirlas, así le cueste el puesto o la propia vida, será reo ante el tribunal de Cristo, cuya presencia en la Sagrada Eucaristía despreció. «Lo que hagáis al más pequeño me lo hacéis a Mí». Y esto se puede aplicar tanto a las migajas y gotas de sus misterios divinos, inmortales y vivificantes como a su pueblo. Es más, si es que nos queda algo de fe, veremos que eso se puede aplicar más que nada a su presencia en la Eucaristía, ya que se trata del Señor mismo. «He criado hijos y los he engrandecido, mas ellos se han rebelado contra Mí» (Is.1,2).

Aunque la Fe de la Iglesia se ha expuesto en detalle y con claridad en 2000 años de catecismos, sermones, escritos espirituales, códigos canónicos y rúbricas litúrgicas, es posible que por culpa de una catequesis y formación deficientes, muchos sacerdotes ni siquiera tengan fe en que la Presencia Real está en cada partícula y cada gota de las Sagradas Especies, ni en la esencial distinción entre ministros ordenados y no ordenados (junto con las obligaciones que conllevan), ni en la prioridad del culto a Dios por encima de las horizontales relaciones sociales. ¿Se enseña a los seminaristas que hasta en las más pequeñas partículas de la Hostia y gotas del cáliz se encuentra el Santísimo Sacramento? Desde luego no se ve que la mayoría de los laicos sean conscientes de ello. Si es así, ello no es excusa, sino que Dios juzgará con mayor severidad, dado que los bautizados tienen el deber ante Dios de conocer los rudimentos de su religión, y la Eucaristía es el corazón del catolicismo.

Las sabias costumbres tradicionales de la Iglesia de Roma –que limitan siempre la Comunión a recibirla bajo una sola especie, a que únicamente la distribuyan ministros ordenados y siempre en la boca a fieles arrodillados (haciendo el gesto de adoración sin el que, según San Agustín, pecamos), y que mandan que el sacerdote purifique totalmente los pocos vasos sagrados que se usan en la Misa– jamás han sido más patentes, y sin embargo, nunca han sido tan descuidados y menospreciados. ¿Responderá la Esposa de Cristo con arrepentimiento y una celosa reforma? ¿O seguirá resonando el lamento del profeta Jeremías? «Como una mujer que es infiel a su marido, así vosotros habéis sido infieles a Mí, oh casa de Israel, dice Yahvé» (Jer.3,20).

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

Peter Kwasniewski
Peter Kwasniewskihttps://www.peterkwasniewski.com
El Dr. Peter Kwasniewski es teólogo tomista, especialista en liturgia y compositor de música coral, titulado por el Thomas Aquinas College de California y por la Catholic University of America de Washington, D.C. Ha impartrido clases en el International Theological Institute de Austria, los cursos de la Universidad Franciscana de Steubenville en Austria y el Wyoming Catholic College, en cuya fundación participó en 2006. Escribe habitualmente para New Liturgical Movement, OnePeterFive, Rorate Caeli y LifeSite News, y ha publicado ocho libros, el último de ellos, John Henry Newman on Worship, Reverence, and Ritual (Os Justi, 2019).

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