Sentado a la diestra de Dios Padre

1. El hecho histórico y el misterio

La vida de Jesús en la tierra concluye con su Ascensión 1. La Iglesia católica confiesa que Jesucristo subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre. Se trata de un artículo de fe que encontramos en las más antiguas formas del Símbolo.

Cristo resucitado tiene un cuerpo real, ciertamente glorificado y transformado por el Espíritu, con la señal de su Sacrificio redentor (Cfr. Ap 5, 6), verdadero y en su sustancia última el mismo que nació de la Virgen María, fue clavado en la Cruz y depositado en el sepulcro. Durante cuarenta días fue visto por los discípulos: para que fuesen testigos de su Resurrección, aunque no estaba ya con ellos ordinariamente, como antes, sino que se les apareció en varias ocasiones como refieren los Evangelistas.

Es ese cuerpo, el que, ante los ojos de los Apóstoles, se elevó hacia los cielos como describe San Lucas: «Y los sacó fuera hasta frente a Betania y, alzando sus manos, los bendijo. Mientras los bendecía, se separó de ellos y fue elevado hacia el cielo. Ellos lo adoraron y se volvieron a Jerusalén con gran gozo» (Lc 24, 50-51; cfr. Hch 1, 9). El texto de San Marcos apunta hacia el sentido del misterio: «Y el Señor Jesús, después de hablarles, fue arrebatado al cielo, y se sentó a la diestra de Dios» (Mc 16, 19).

En numerosos lugares de la Sagrada Escritura encontramos referencias a la dignidad, la gloria que Jesucristo mereció para sí y que recibió del Padre desde el momento de su resurrección: «Subió al cielo y está a la diestra de Dios, hallándose sujetos a Él ángeles, autoridades y poderes» (1 Pe 3, 22). Tal como lo había profetizado el rey David:

«Oráculo de Yahvé a mi Señor: “Siéntate a mi diestra, hasta que Yo haga de tus enemigos el escabel de tus pies”» (Sal 109, 1).

Esta misma doctrina se explicita aún más por San Pablo cuando expone que Dios premió la obediencia de su Hijo:

«Le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre» (cfr. Flp 2, 7-11).

En las apariciones a los discípulos, Cristo se hallaba ya en la plena posesión de esa gloria, aunque a ellos no se la mostrase. La Ascensión consistió en romper las relaciones sensibles con sus fieles para no tener otras que las de la fe.

2. Jesucristo, sentado a la diestra del Padre

Los símbolos de fe al referirse al misterio de la Ascensión suelen usar la fórmula «subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios Padre».

«Estar sentado no significa aquí una situación o figura del cuerpo sino que expresa la posesión firme y estable de la regia y suprema potestad y gloria que (Cristo) recibió del Padre» 2. Santo Tomás dice que “el sentarse” significa descanso o reposo y en este sentido, la expresión quiere decir que Jesucristo “habita” junto al Padre compartiendo su bienaventuranza y significa también la potestad regia o judicial y, en este sentido, Cristo reina junto al Padre y de Él recibe el poder judicial sobre vivos y muertos.

«Varones de Galilea, ¿por qué quedáis aquí mirando al cielo? Este Jesús que de en medio de vosotros ha sido recogido en el cielo, vendrá de la misma manera que lo habéis visto ir al cielo» (Hch 1, 11). Y vendrá «para juzgar a los vivos y a los muertos y su reino no tendrá fin», consoladora promesa que explica la gran alegría con que ellos se quedaron. Y, en adelante, los cristianos hemos de perseverar en la “bienaventurada esperanza” del segundo advenimiento de Cristo en gloria y majestad (Tit. 2, 13; cfr. 1 Co. 7, 29; Fil. 4, 5; St. 5, 7 ss.; 1 Pe. 4, 7; Ap. 22, 12) 3.

3. La exaltación de la Humanidad de Cristo ha de reflejarse de alguna manera en la salvación de los hombres. Por tres razones principales fue beneficiosa para nosotros la Ascensión del Señor a los cielos:

Para aumentar nuestra Fe, que trata de cosas invisibles: «Porque me has visto, has creído; dichosos los que no ven y creen» (Jn 20, 29); «Y aun a Cristo, si le conocimos según la carne, ahora no lo conocemos así» (2 Cor 5, 16).

Para levantar nuestra Esperanza hacia las cosas del Cielo. Por eso dice también Cristo: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no fuera así, os lo diría, porque voy a prepararos el lugar» (Jn 14, 2). Pues siendo Él nuestra Cabeza, es necesario que los miembros sigan allí hacia donde fue la Cabeza. «Subiendo a las alturas, llevó cautiva la cautividad, repartió dones a los hombres» (Ef 4, 8). Esto es: condujo consigo al cielo, como a lugar extraño a la naturaleza humana, a los que habían sido retenidos cautivos por el diablo, habiéndolos conquistado de la manera más gloriosa por la victoria que reportó sobre el enemigo.

Para mover nuestra Caridad con el fuego del Espíritu Santo que nos envió después de su Ascensión: «Os conviene que yo me vaya. Porque, si no me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros» (Jn 16, 7).

*

«La Ascensión es la aceptación del Sacrificio de Cristo, su premio. Uniéndonos a ese Sacrificio, poniendo nuestra parte, también lo nuestro será grato al Padre a quien, después de la consagración, le pediremos hoy, según el Canon Romano, que así como dispuso que los ángeles acompañaran la Ascensión de su Hijo, de manera semejante envíe también un ángel a este altar de la tierra para que el sacrificio de Cristo —y también nuestra parte— sea llevado «hasta el altar del ciclo». El ángel portador del sacrificio de Cristo, del sacrificio total, el de la Cabeza ciertamente, pero también el de sus miembros, cuyo aporte vale tanto cuanto se integre en el Sacrificio de la Víctima divina, se unirá así a los ángeles innúmeros que acompañan al Señor en su Ascensión, y de ese modo, participando en aquella solemne procesión vertical hacia el cielo, «tengamos también parte en la plenitud de su Reino»» 4.

Los Apóstoles marcharon a Jerusalén en compañía de Santa María y, junto a Ella, esperan la llegada del Espíritu Santo (Hch 1, 14). Dispongámonos nosotros también en estos días a preparar la próxima fiesta de Pentecostés unidos a nuestra Señora.

Padre Ángel David Martín Rubio
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1 Cfr. para toda la cuestión: Sto. Tomás de Aquino, Sum. Th., III, q57, a1-6; q58, a1-4.

2 Catecismo romano I, 7, nº 3

3 Cfr. Mons. STRAUBINGER, La Santa Biblia, in Hch 1, 11.

4 Alfredo SAENZ, Palabra y Vida, Ciclo B, Buenos Aires: Ediciones Gladius, 1993, pág. 159.

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Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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