Sermón de Fontgombault para la fiesta de Todos los Santos: “¿El Cielo? ¡Debo ganarlo!"

FIESTA DE TODOS LOS SANTOS

Sermón del reverendo dom Jean Pateau

Abad de Nuestra Señora de Fontgombault

(Fontgombault, 1 de noviembre, 2015)

Gaudeamus omnes in Domino.

(Antífona de entrada)

Queridos hermanos y hermanas:

Queridos hijos:

Alegrémonos en el Señor. En este día la Iglesia nos da una enseñanza inestimable, una regla para nuestras vidas: la alegría.

Si la Iglesia nos pide que nos alegremos, es porque ella misma se alegra. Se alegra con la santidad que brota de los miembros de su cuerpo. En numerosas celebraciones de los Santos, y especialmente de su Reina, la Santísima Virgen María, la Iglesia  utiliza esta antífona de entrada.

Sin embargo, hoy esta antífona adquiere un carácter específico, porque se celebra a Todos los Santos: aquellos cuya santidad ha sido probada canónicamente, aquellos cuyos nombres han sido escritos en el Libro de la Vida, pero a quienes no se les rinde culto particular en el altar.

La Iglesia nos pide que nos alegremos por ellos. La lectura del Apocalipsis nos recuerda que su número no está limitado sólo a los elegidos entre las tribus de Israel, sino a todos aquellos, de una gran multitud, que ningún hombre podía contar, de todas las lenguas y razas.

Sin embargo, ¿por qué debiéramos alegrarnos por la santidad de otros cuando esta santidad nos afecta poco, si es que nos afecta? En su tratado sobre la felicidad, santo Tomás de Aquino se pregunta por las causas de la felicidad del hombre. Propone la riqueza, el honor, la fama o la gloria, el poder, la salud física, o el placer. Al final de su investigación, concluye que:

La felicidad es el bien perfecto que calma totalmente el apetito, de lo contrario no sería fin último si aún quedara algo apetecible. Pero el objeto de la voluntad, que es el apetito humano, es el bien universal. Por eso está claro que sólo el bien universal puede calmar la voluntad del hombre. Ahora bien, esto no se encuentra en algo creado, sino sólo en Dios, porque toda criatura tiene una bondad participada. Por tanto, sólo Dios puede llenar la voluntad del hombre… Luego la bienaventuranza del hombre consiste en Dios solo. (Iª IIæ, q. 2, a. 8)

Los Santos que contemplan a Dios han alcanzado el fin último, están bendecidos, y podemos alegrarnos de su suerte, porque sabemos que también se nos ofrece a nosotros. Se nos ofrece… pero no la tenemos aún. Santa Bernardita respondió claramente a la llamada de una buena señora que le aseguró que llegaría al Cielo: “¿El Cielo? ¡Debo ganármelo!” Alegrarse en Dios o en sus Santos, pareciera entonces ser más seguro que buscar las causas puramente humanas de la felicidad que enumera santo Tomás.

Bajo la luz de esta búsqueda, toman significado las bienaventuranzas que acabamos de leer en el Evangelio de san Mateo. Aparecen como el camino que recorrieron aquellos que hoy se regocijan en el Señor. La razón de la verdadera alegría está fuera del hombre, pero luchamos por ella con un trabajo interior. Por lo tanto, la pobreza de espíritu abre la puerta a la posesión del Reino de los Cielos; la mansedumbre a la posesión de la tierra. Aquellos que lloran serán consolados; los que tienen hambre y sed serán saciados. Los misericordiosos obtendrán misericordia. Los puros de corazón verán a Dios. Los pacificadores serán llamados hijos de Dios. Los perseguidos a causa de la justicia poseerán el Reino de los Cielos. Si te insultan, te persiguen o injurian, alégrate, porque tu recompense será grande en el Cielo (Mt 5, 3-11)

La tristeza de este mundo, que busca la alegría en sí mismo, parece inevitable. San Agustín escribió:

Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí propio, la celestial. (San Agustín, Ciudad de Dios, XIV, 28)

Alegrarse por el don de la santidad significa intentar recorrer el camino de los Santos y estar, al mismo tiempo, en comunión con ellos. El camino de la santidad no se transita sin ayuda. Los santos en el Cielo son nuestros compañeros de viaje y nos sonríen, y entre ellos con mayor preeminencia, su Reina, María.

Al respecto, Su Santidad el papa Benedicto XVI dijo en Lourdes:

Desear contemplar la sonrisa de la Virgen no es dejarse llevar por una imaginación descontrolada… Esta sonrisa, reflejo verdadero de la ternura de Dios, es fuente de esperanza inquebrantable… el sufrimiento padecido rompe los equilibrios mejor asentados de una vida, socava los cimientos fuertes de la confianza, llegando incluso a veces a desesperar del sentido y el valor de la vida. Es un combate que el hombre no puede afrontar por sí solo, sin la ayuda de la gracia divina. Cuando la palabra no sabe ya encontrar vocablos adecuados, es necesaria una presencia amorosa… ¿quién más íntimo que Cristo y su Santísima Madre, la Inmaculada? … Quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! … Sí, buscar la sonrisa de la Virgen María no es un infantilismo piadoso… En una manifestación tan simple de ternura como la sonrisa, nos damos cuenta de que nuestra única riqueza es el amor que Dios nos regala y que pasa por el corazón de la que ha llegado a ser nuestra Madre. Buscar esa sonrisa es ante todo acoger la gratuidad del amor; es también saber provocar esa sonrisa con nuestros esfuerzos por vivir según la Palabra de su Hijo amado, del mismo modo que un niño trata de hacer brotar la sonrisa de su madre haciendo lo que le gusta. Y sabemos lo que agrada a María por las palabras que dirigió a los sirvientes de Caná: «Haced lo que Él os diga» (Jn 2 5). (Lourdes, 15 de septiembre, 2008)

El padre abad dom Édouard Roux solía resumir en pocas palabras los sentimientos que esta comunión con nuestros hermanos y hermanas del Cielo debiera inspirarnos: “Aquel que piensa siempre en la eternidad es siempre alegre, siempre feliz.” Alegrémonos entonces en lograr que nuestra vida ponga una sonrisa en el rostro de los santos, y vivamos en su compañía.

Amén.

[Traducción de Marilina Manteiga. Artículo original]

RORATE CÆLI
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