Inicio CORRISPONDENZA ROMANA “Tolerancia cero”. Santo y seña de una Iglesia sin misericordia

“Tolerancia cero”. Santo y seña de una Iglesia sin misericordia

“Tolerancia cero”. Santo y seña de una Iglesia sin misericordia

Dos son los pecados para los que, en la predicación del Papa Francisco, nunca hay una pizca de misericordia: los corrompidos y los culpables de abusos sexuales de menores.

Contra estos últimos, el santo y seña es “tolerancia cero”. En la rueda de prensa a la vuelta del viaje a Chile y Perú, Francisco ha afirmado que ha sido Benedicto XVI el primero que ha adoptado esta fórmula. Pero, en realidad, no aparece en ningún documento o discurso del Papa Joseph Ratzinger, y tampoco en la “Dallas Charter” de los obispos de Estados Unidos de 2002, mientras que, al contrario, el Papa actual la propone una y otra vez como su estrella polar en el contraste contra los abusos, en último lugar, en la “Carta al Pueblo de Dios” del pasado 20 de agosto.

La “tolerancia cero” –como ha explicado en el consistorio del 12 de febrero de 2015 el cardenal Sean O’Malley, que Francisco ha puesto como responsable de la Pontificia Comisión para la Tutela de los Menores– implica “la obligación vinculante por la que a ningún miembro del clero que haya abusado de un niño le será permitido continuar en el ministerio”. En la práctica, esto comporta que quien haya cometido incluso un único delito de este tipo, quizás hace décadas, será excluido para siempre del ejercicio del ministerio, como un abusador en serie. Y esto ya antes de que la acusación sea convalidada por un proceso canónico regular.

La presión apremiante de la opinión pública contra la Iglesia católica explica este recurso a la “tolerancia cero”. La cumbre entre el Papa y los presidentes de las Conferencia episcopales de todo el mundo, programada en el Vaticano del 21 al 24 de febrero, será el enésimo momento de esta presión. Pero esto no justifica –en opinión de muchos expertos– que la Iglesia ceda a procedimientos que violan los derechos fundamentales de los acusados y de los mismos culpables.

Desde 2001 se ha asignado a la Congregación para la Doctrina de la Fe la competencia exclusiva sobre los delitos de pederastia. Esto implica que cuando un obispo se encuentra en presencia de un caso de pederastia, después de una primera verificación sumaria de la credibilidad de la denuncia, debe remitir la causa a Roma.

Desde entonces, miles de causas se han acumulado en el Vaticano. Pero como ha declarado monseñor Charles J. Scicluna, promotor de Justicia de la congregación durante muchos años, solamente dos de cada diez veces se tiene un verdadero y propio proceso canónico o, más a menudo, administrativo. Todos los otros casos se han resuelto en vía extraprocesal.

Un caso clamoroso de procedimiento extraprocesal concernió, por ejemplo, al fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel. La Congregación para la Doctrina de la Fe, sencillamente interrogó a los autores de las acusaciones. Y después de ello, con la aprobación explícita del Papa Benedicto XVI, el 19 de mayo de 2006, emitió un comunicado para “invitar al padre a una vida reservada de oración y de penitencia, renunciando a cualquier ministerio público”.

Otro caso clamoroso de solución apresurada se refiere a las violencias sexuales contra menores que se imputan al peruano Luis Figari, fundador del Sodalicio de Vida Cristiana. A este propósito, el cardenal Pedro Barreto Jimeno, arzobispo de Huancayo y vicepresidente de la Conferencia episcopal de Perú, ha declarado en una entrevista en el último número de la revista “Il Regno”:

“El Papa dice que Figari ha recibido una dura condena, pero nosotros no hemos sido informados de la sentencia. Cuando hemos ido a Roma y hemos pedido que se nos hablase de ello, nadie nos ha respondido. Y como presidencia de la CEP nos han dejado en mal lugar cuando se nos ha entregado un comunicado para que lo hiciéramos público: creíamos que hablaba de la sentencia, pero no era así”.

Más cercana en el tiempo, también la reducción al estado laical del cardenal Theodore McCarrick es fruto de un proceso no judiciario, sino sólo administrativo, en el que el juez es también el fiscal, y decreta la suerte del culpable.

Es como si en la Iglesia se percibiera el fenómeno de la pederastia como un estado de emergencia permanente, al que se está obligado a reaccionar con una normativa también de emergencia, la más intransigente posible.

El país en el que esta intransigencia alcanza un mayor grado son los Estados Unidos, de manera especial a partir de la “Dallas Charter” de 2002.

En aquellos años, Avery Dulles, cardenal y teólogo de indiscutible autoridad, denunció el alto coste, en términos de violación de los derechos más elementales, de la intolerancia puritana a la que la Iglesia de los Estados Unidos estaba cediendo.

Lo hizo en un lúcido artículo en el semanario “America” del 21 de junio de 2004:

 

Al inicio de su intervención, Dulles subrayaba cómo apenas pocos años antes, en 2000, los obispos de los Estados Unidos habían criticado –en un documento titulado “Responsibility and Rehabilitation”– el sistema judiciario vigente en su país, demasiado rígido y vengativo, sin perspectivas de una futura readmisión de los condenados en la sociedad.

Con el “Dallas Charter”, al contrario –continuaba Dulles– los obispos asumían como propia línea de conducta exactamente lo que habían condenado justamente en el sistema judicial civil.

De manera particular, el cardenal hacía ver cómo, para quien era acusado de abuso sexual, la presunción de culpabilidad suplantaba la presunción de inocencia;

cómo las sanciones afectaban de igual modo al autor de un único abuso y al abusador en serie, sin ninguna proporción entre la culpa y la pena;

cómo las sanciones introducidas en 2002 se aplicaban, de manera retroactiva, a conductas de décadas anteriores, en contextos claramente diferentes;

cómo la abolición de la prescripción ahogaba la Congregación para la Doctrina de la Fe con causas muy difíciles de verificar por su lejanía en el tiempo;

cómo la reducción al estado laical de un abusador exoneraba de hecho a la Iglesia de curar su recuperación y de controlar su conducta en relación a posibles víctimas;

cómo la reducción al estado laical de un ministro ordenado planteaba objeciones también desde un punto de vista teológico, dado el carácter indeleble que el sacramento del orden confiere;

cómo la expulsión de los culpables excluía cualquier conversión e reintegración futura en la institución eclesial.

En fin –concluía el cardenal Dulles–, en nombre de la “tolerancia cero” todo aparecía pensado como si para quien hubiera cometido abusos sexuales sobre menores ya no fuera válida la parábola del hijo pródigo, ni siquiera si se arrepentía y quisiera cambiar de vida.

Han pasado 17 años de la “Dallas Charter”, pero los “dubia” planteados en la época del cardenal Dulles continúan siendo más actuales que nunca. Y en la cumbre del 21 al 24 de febrero se verá hasta qué punto la jerarquía de la Iglesia será capaz de traducirlos en actos positivos, en defensa de las víctimas, pero también de los derechos de los acusados.

Efectivamente, la Iglesia se juega su credibilidad en el escándalo de los abusos sexuales contra menores. Pero al hacerle frente, no puede separar justicia y perdón, porque sólo así podrá removerlo y hacer visible –como dijo Benedicto XVI en un discurso memorable en Friburgo el 25 de septiembre de 2011– el primer y verdadero “skandalon” de la fe cristiana, el del Crucificado y Resucitado.

 

Sandro Magister, L’Espresso – 15 febrero 2019

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