Un olímpico desplante

Tuvo razón Teodosio al promulgar, con el edicto de Tesalónica (380) el finiquito de las Olimpíadas junto con toda otra manifestación pública de paganidad. Era fuerza que el Imperio, con él ya oficialmente cristiano, dejase de tributar honores al Pantheon, a ese Olimpo hecho de una multitud promiscua de falsos dioses para consagrar en adelante todo el acontecer temporal al Dios Unitrino. Y aunque, andando los siglos, las monarquías católicas conocieran el fragor de torneos y justas, tal como lo testimonia la abundante materia artúrica, resulta evidente que el espíritu que animaba a estos certámenes ya no coincidía con el antiguo.

La multiplicidad anárquica de los tiempos paganos, ese angustioso camino a tientas por el desfiladero vital sin acabada noticia acerca del destino augurable para nuestra estirpe, esa atomización de tradiciones recíprocamente excluyentes se resolvió mediante un redditus ad unum con la recobrada vigencia de la tradición primordial, ahora especificada por el mensaje de Cristo. El culto a Dios en tanto que Uno (sólo los demonios son muchos, legión) le iría a proporcionar, lenta pero inexorablemente, una unidad real de aspiraciones y una cabal universalidad de miras a aquella porción del género humano que por los siguientes mil y pico de años fue la única en concebir la condición de unidad de los hijos de Adán y procuró extender el anuncio evangélico al mayor número. Era un hacer de muchos una única alma, como en la sincronía perfecta del canto gregoriano. La inédita creación de un Sacro Imperio sin el odioso lastre del imperialismo, concebido más bien como confederación de reinos, y la no menos inédita plasmación del «derecho de gentes» son una prueba irrefutable de esto. Si para el viejo Pitágoras lo múltiple se derivaba de lo Uno, la civilización cristiana supo que aun lo múltiple llevaba el sello entrañable de la unidad a la que debía ser reconducida de continuo. No hace falta recordar aquí que «católico» es vocablo griego equivalente a «universal».

Cupo a los tiempos modernos el discutible honor de reflotar las Olimpíadas. Y aunque el designio del barón de Coubertin se redujera quizás al mero ofrecimiento de una palestra para el desahogo gimnástico de los pueblos en épocas de creciente mecanización de los hábitos a instancias del industrialismo (estamos ya en 1896), más bien presuponemos aquello de que cada cuba huele al vino que contiene, y que la debacle histórica inaugurada por el protestantismo, más esa suelta de plagas que llamamos “filosofía moderna”, con la Ilustración y su corolario sangriento en la Revolución, todo debía contribuir a debilitar esa conciencia de universalidad que sólo el cristianismo puede favorecer, lo que a la postre obligaría a dotar de un simbolismo propio a esta nueva disgregación que supera con creces a la de Babel. Aunque no sea factible remozar el culto de los dioses olímpicos, recrear las Olimpíadas supone –aparte de reivindicar implícitamente un mundo exento de la irrupción del Evangelio, previo a él- emplazar una muchedumbre informe por principio, se trate de las fuerzas ciegas de la naturaleza o del propio yo y sus desvaríos. Es como la inauguración de una plaza pública en un entorno azotado por la delincuencia sin freno: ¿qué podría esperarse de una tal iniciativa sino su fracaso rotundo a expensas de los malhechores, listos para apropiarse de lo común tal como lo hacen con lo particular? Porque el relanzamiento de los Juegos Olímpicos tuvo lugar ni siquiera en el marco de un improbable neopaganismo sino en el de algo peor que es la apostasía de las naciones, la desafección masiva por la Verdad salvífica y la rápida difusión de un novísimo y anómalo agente/paciente histórico como lo es el ateo bautizado de nuestras postrimerías.

El moderno culto del cuerpo, listo para escindir la unidad del compuesto humano, encontrará en estos juegos cíclicos una ocasión en que cebarse. Y aunque resulte menos vil e injurioso que el freudismo, que profundiza la disgregación reduciendo al hombre no ya a su solo cuerpo sino apenas a una porción del mismo, no deja de confluir con él y de llevar consigo el germen de sus desastradas consecuencias. No queda aguardar ya otra cosa que una aceleración gravitatoria de la infamia en sucesivas cascadas concéntricas, como se vio en la reciente ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos en la Francia del degenerado de Macron.

Allí, para todas las latitudes del mundo, en las barbas de la humanidad televidente, en las narices mismas de la dialoguista Jerarquía eclesiástica, estos malditos pergeñaron su parodia blasfema de la Última Cena de Da Vinci con un elenco de travestis amontonados en torno de una hembra obesa (luego se supo que era judía y lesbiana) haciendo las veces de Jesús, y un desagradable fauno todo azul, barbado y en cueros, ofrecido como alimento en el centro de la mesa. La corrupción de la inocencia encontró su hediondo capítulo con la inclusión de un niño o niña -rebuscada la ambigüedad de su aspecto- entre el elenco de pervertidos. No faltó la entronización de un becerro de oro en el escenario mayor ni la exaltación del homicidio selectivo, propio del pathos revolucionario, con la representación de una María Antonieta ya decapitada llevando su propia cabeza entre las manos a la par que ensayaba un parlamento macabro. Tal como se lee en Isaías, los acusa su propia desvergüenza y, como Sodoma, se jactan de sus nefandos crímenes.

Consta acabadamente, por tanto, que las muestras papales de aprecio por estos Juegos no gozan de reciprocidad alguna. Más bien son tenidas, como viene ocurriendo con las habituales ternezas para con el mundo moderno, como otras tantas muestras de debilidad que invitan a intensificar el escarnio antiteísta. Como lo demuestra Romano Amerio en un capítulo («Somatolatría y penitencia») de  su esclarecido ensayo Iota Unum, la deriva complaciente de la Iglesia en relación con estos campeonatos no sólo no contribuye a mejorar la disposición de los líderes mundiales para con el cristianismo, sino que incluso parece atraer desdichas. Tal lo ocurrido tras el discurso de Paulo VI para las XX Olimpíadas de Munich en 1972, donde el papa se sirvió ponderar a la juventud que encarnaba “la antigua forma del humanismo clásico, insuperable en elegancia y energía, juventud embriagada por su propio juego en el deleite de una actividad que culmina en sí misma”, para que bien pronto su heteróclita bendición se trocara en los eventos atroces que enlutaron a aquellos juegos con la toma de rehenes y posterior asesinato de una parte de la delegación israelí. 

Ya hemos visto, pues, cómo le pagaron a Francisco (y si no a él, al menos a todos los que creemos en Jesucristo) sus efusivos parabienes para con unas competencias que, a su juicio, deberían servir para “derribar prejuicios y promover la estima donde hay desprecio y desconfianza, y la amistad donde hay odio”. Fue un desplante olímpico al humanismo integral y al papado devaluado en mero liderazgo terreno, a la vez que una evidencia de que a los enemigos del nombre cristiano les importan la religión y sus símbolos más que a los prelados de esta Iglesia desleída. Ahí tenemos, para comprobarlo una vez más, la recreación, en el prostibulario espectáculo parisino, de uno de los caballos del Apocalipsis (¿el cuarto, cuyo jinete es la muerte?), seguido hipnóticamente por las delegaciones de todos los países del mundo: las élites satanistas parecen haber alcanzado un hito de cinismo en la exposición pública de sus propósitos, de modo de volver anacrónica y banal la noción de “teorías conspirativas”. Ya no hay nada que teorizar ante una franca y paladina exhibición de fuerza.

Deja muchísima tela que cortar este siniestro acontecimiento que alberga presagios los más funestos y permite medir a cada actor público en su verdadera catadura. No hablemos de espantapájaros como el presidente argentino, que hasta hace cinco minutos se ufanaba de emprender la “batalla cultural” contra la izquierda rosa y el wokismo y no atinó a abrir su bocaza tras haber presenciado estas abominaciones en persona, en el palco de honor. Hasta una activista de izquierdas como la española Paula Fraga demuestra un tono de denuncia más vibrante que la suya y que el de la entera Conferencia Episcopal Francesa: «un drag paseando la antorcha olímpica. Una parodia inoportuna al cristianismo. Un festival woke como apertura de los JJOO. Y como telón de fondo en París, robos y violaciones grupales. La presentación de una Europa decadente, insegura y de valores despreciables. Gritamos al mundo: “pueden arrasarnos”».

Flavio Infante
Flavio Infante
Católico, argentino y padre de cuatro hijos. Abocado a una existencia rural, ha publicado artículos en diversos medios digitales, en la revista Cabildo y en su propio blog, In Exspectatione

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