Una Navidad josefina

Advertencia: el siguiente relato es un humilde regalo que hice al Niñito Dios. Si bien en parte son letras fruto de la imaginación, intentan en todo conducir a la adoración del Salvador en Su fiesta de Navidad por medio del Glorioso Patriarca San José. Y sepa el lector que todo lo que aparece entrecomillado y en cursiva, son textos reales redactados por los mismos santos que se nombran.

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Lo que contaré se desarrolló en la Navidad de 1900. Por los campos de Betlehem, corrían Abilene y su hermano Efraín, y lo hacían con gran agilidad; como si fuera poco, el muchacho cargaba en sus hombros un pequeño corderito. Descendieron por una roca de un considerable tamaño, sortearon un arroyo, y como a distancia de unos doscientos metros vieron una luz proveniente del interior de una cueva.   

– Mira aquella luz, Efrain, ¡qué intensidad tan sorprendente! – gritó Abilene, sin apartar los ojos de la cavidad desde donde daba la sensación que una parte del sol se había trasladado a la Tierra.

Los hermanos nunca supieron explicar bien qué fenómeno los envolvió, pero de un momento a otro se hallaron en la entrada de la cueva apreciando un cuadro que nunca jamás olvidarían: una multitud incalculable de ángeles se encontraban postrados en adoración del Niñito Dios, el cual estaba acurrucado en los brazos de Su madre. Los espíritus celestiales  cantaban un canto tan magnifico y sublime, que si no fuere por un milagro especial, ningún corazón resistiría tantísima emoción y alegría sin caer ahí mismo muerto de amor. Abilene y Efraín, extasiados, veían todo eso de rodillas, teniendo sus manos junto al pecho. El corderito caminó como cabizbajo hasta el asno, y junto a él quedó inclinado en dirección a la cuna del recién nacido.

-Abilene, el señor de barba morena nos está llamando –dijo Efraín a su hermana menor.

En efecto, un hombre de rostro apacible, de presencia majestuosa, corpulento, joven y que portaba una túnica color ámbar, estando arrodillado, había hecho un gesto con su mano derecha a los referidos hermanos; y cuando éstos se hubieron aproximado a él, les dijo:

– Me llamo José, y soy quien Dios ha escogido por padre del Niñito que ven cabe a su Madre, María. Él es Dios, el Mesías anunciado y que nos trae la salvación.

Los dos niños hicieron una respetuosísima inclinación ante el señor José, y volvieron a arrodillarse ante el Bebito Dios, el cual estaba en brazos de Su amada madre. Besaron los pies del Redentor. La Virgen Santa les sonreía, y sobre la cabeza de cada uno trazó una cruz con su mano derecha. Permanecieron en adoración ahí mismo como una media hora, transcurrida la cual, como llegasen nuevos adoradores, se pusieron de pie y se fueron a ubicar a la entrada de la gruta, lugar donde volvieron a ponerse de rodillas y desde donde contemplaban todo lo que sucedía.

Ambos hermanos fueron testigos de cómo, con cada llanto que el Niñito emitía, un ángel volaba al cielo con una suerte de cáliz, y desde esas alturas lo volcaba esparciendo unos rayos misteriosos y de una belleza indescriptible.

Vio Abilene llegar al pesebre a un hombre con un gran hábito blanco, acompañado por un ángel. Como el Señor José había salido a aplastar la cabeza de una serpiente que a la sazón merodeaba la zona, el visitante, al verlo, hizo una pronunciadísima reverencia y expresó con gran gozo:

– Ave María Purísima ¡y qué alegría saludar al esposo de la Inmaculada!

A lo que el Señor José, dijo con júbilo desbordante:

-Sin pecado concebida. Gloria a Dios, hermano Bernardo de Claraval, Doctor Melifluo. Pasa y adoremos al Verbo Encarnado.

E ingreso Bernardo a la cueva con su rostro bañado en lágrimas, lágrimas que le brotaban del gran contento que invadía su ser.

No bien se arrodilló Bernardo, exclamó:

– Adorado y glorificado seas Niñito Dios, Salvador nuestro, y bendita seas María Santísima, Madre del Salvador del mundo, que por tu fiat la Luz se hizo carne, y sin tu fiat las tinieblas hubieran acabado por apoderarse de toda carne para perdición.

Bernardo tomando con sus dos manos los pies del Niñito, no dejó de besarlos y bañarlos con sus lágrimas. Y henchida su alma de inspiración divina, expresó:

“Nace Jesús. Alégrese incluso el que siente en su conciencia de pecador el peso de una condena eterna. Porque la misericordia de Jesús sobrepuja el número y gravedad de los delitos. Nace Cristo. Gócense todos los que han sufrido la violencia de los vicios que dominan al hombre, pues ante la realidad de la unción de Cristo no puede quedar rastro alguno de enfermedad en el alma, por muy arraigada que esté.”

stando aún Bernardo de Claraval adorando al Niñito, los hermanos que observaban todo, vieron llegar a otro hombre acompañado por otro ángel. El nuevo visitante venía vestido con un hábito marrón y encima de dicho hábito traía una suerte de capa blanca con capucha de igual color. El esposo de María salió a recibirlo. El recién llegado hizo una inclinación profundísima ante el Señor José, y dijo con voz poética:

-Ave, María purísima,
Ave, Corredentora,
y a ti padre de la Luz misma
este siervo implora,
me lleves cabe la Luz salvadora.

A lo que el Señor José, dijo con júbilo desbordante:

– Sin pecado concebida. Gloria a Dios, hermano Juan de la Cruz, Doctor de la purificación del alma. Pasa y adoremos al Verbo Encarnado.

Y entraron y se postraron en adoración. Juan de la Cruz desbordaba de alegría y su rostro estaba completamente bañado en lágrimas de tantísima emoción que le invadía su ser. Y mientras besaba los pies del Niñito Dios, profirió palabras inspiradas:

“La encarnación es desposorio entre Dios y María”,

y entre besos al Niño y mirando a María, Juan de la Cruz añadía:

“Los hombres decían cantares,
los ángeles melodía,
festejando el desposorio,
que entre tales dos había;
pero Dios en el pesebre
allí lloraba y gemía
que eran joyas que la esposa
al desposorio traía».

Estando aún Juan de la Cruz besando los pies del Salvador del mundo, José se puso de pie y salió a recibir a un nuevo adorador, el cual, conforme testimonio de los hermanos, venía acompañado de numerosos ángeles. Estaba vestido con ropas episcopales, y al ver al Señor José hizo una reverencia profundísima, exclamando: 

– Ave María purísima. Todos al Niñito Dios por María, y a María y al Niñito Dios por, ti, glorioso Señor José.

A lo que el Señor José dijo con júbilo desbordante:

– Sin pecado concebida. Gloria a Dios, hermano Juan Crisóstomo, Boca de oro. Pasa y adoremos al Verbo Encarnado.

Y entrando en el pesebre, el obispo, arrodillado, saludó a la Virgen Santa que tenía en sus manos al Niñito Dios:

– Bendita eres Madre de Dios y Madre mía, bendita entre todas las mujeres, bendito el fruto de tu vientre, Jesús.

Juan Crisóstomo no paraba de llorar mientras besaba los pies del Mesías, adorándolo. Y con voz firme y parsimoniosa, exclamó:

– Seas adorado por todos, Niñito Dios hermoso, reina en todas las almas pues Tú eres Rey de reyes. Que se extienda la alegría por todo el orbe, porque la Alegría se hizo carne y habitó entre nosotros. Alegría de redención, e, indiscutiblemente alegría mariana. Te adoro mi Niño Salvador a través de María, y a través de tu gloriosísimo padre, el Señor José, aquí presente. Llevo tu cuna en mi alma y te adoro con todos los coros celestiales. Y diciendo eso, inspiradamente agregó:

“Para abrazarlos a todos juntos, todos los pecadores han venido, para que puedan contemplar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Así pues, puesto que todos se alegran, yo también quiero alegrarme. También yo quiero participar en la danza coral, para celebrar la fiesta. Pero participo, no tocando el arpa, no agitando el bastón tirsiano, no con la música de las flautas, ni sosteniendo una antorcha, sino sosteniendo en mis brazos la cuna de Cristo. Porque ésta es toda mi esperanza, ésta es mi vida, ésta es mi salvación, ésta es mi flauta, ésta es mi arpa. Y llevándola conmigo vengo, y habiendo recibido de su poder el don de la palabra, yo también, con los ángeles, canto: ‘Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad’.”

Efraín tocó el brazo de su hermana:

– Mira, Abilene… Mira el que allí viene acompañado de tanta cantidad de ángeles.

Y vieron al Señor José salir a recibir a un obispo que venía a adorar al Bebito Dios, obispo que al ver al padre putativo del Redentor se inclinó profundísimamente ante él, y dijo:

– Ave María purísima. Veneración por siempre a ti, glorioso Patriarca, Jefe de la Sagrada Familia, Terror de los demonios.

A lo que el Señor José, dijo con júbilo desbordante:

– Sin pecado concebida. Gloria a Dios, hermano Agustín de Hipona, Maestro del Orbe Católico. Pasa y adoremos al Verbo Encarnado.

E ingresaron y adoraron al Niñito Dios. Agustín saludo a María Santísima mientras besaba los pies del Infante Todopoderoso, al tiempo que los bañaba con copiosas lágrimas. Y haciendo eso, exclamó desde lo más profundo del corazón:

“La gracia de Jesucristo venció la astucia de la serpiente. Renazcan, por tanto, uno y otro sexo en el que ha nacido hoy y celebren este día. No el día en que Cristo el Señor comenzó a existir, sino aquel en que el que existía desde siempre junto al Padre mostró a esta luz la carne que recibió de su madre, madre a la que otorgó la fecundidad sin privarla de la integridad. Es concebido, nace, es un ‘infante’. ¿Quién es este ‘infante’? Se llama ‘infante’ al niño que aún no puede expresarse, es decir, hablar. Por consiguiente, es un niño que aún no habla, y es la Palabra. Calla por medio de la carne, pero enseña sirviéndose de los ángeles. Se anuncia a los pastores el príncipe y el pastor de los pastores y yace en el pesebre como vianda de los fieles (…). Lo había predicho el profeta: ‘Reconoció el buey a su dueño, y el asno el pesebre de su señor’. Por eso se sentó sobre un pollino cuando entró en Jerusalén en medio de las alabanzas de la muchedumbre que lo precedía y seguía. Reconozcámoslo también nosotros, acerquémonos al pesebre, comamos la vianda, llevemos a nuestro señor y guía, para que bajo su dirección lleguemos a la Jerusalén celeste. El nacimiento de Cristo de madre es la majestad hecha débil, el nacimiento de Padre es la majestad desplegada. Tiene un día temporal en los días temporales, pero él es el Día eterno que procede del Día eterno.  Con razón nos enardecemos con la voz del salmo, como si fuera una trompeta celeste. En él oímos: ‘Cantad al Señor un cántico nuevo; cantad al Señor, tierra entera; cantad al Señor y bendecid su nombre’. Reconozcamos, pues, y anunciemos al Día del Día que nació en la carne en este día. Día Hijo nacido del Día Padre, Dios de Dios, Luz de Luz. Él es la salvación de la que se dice en otro lugar: ‘Dios tenga misericordia de nosotros y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros, para que conozcamos en la tierra tu camino y en todos los pueblos tu salvación’ (…). Anunciemos, pues, debidamente al Día del Día, su salvación. Anunciemos en los pueblos su gloria, en todas las naciones sus maravillas. Yace en un pesebre, pero contiene al mundo; toma el pecho, pero alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, pero nos reviste de inmortalidad; es amamantado, pero adorado; no halla lugar en el establo, pero se construye un templo en los corazones de los creyentes. Para que la debilidad se hiciera fuerte, se hizo débil la fortaleza. Sea objeto de admiración, antes que de desprecio, su nacimiento en la carne y reconozcamos en ella la humildad, por causa nuestra, de tan gran excelsitud. Encendamos en ella nuestra caridad para llegar a su eternidad”.

Y se acercó un hombre muy robusto al lugar del nacimiento del Mesías, y quienes lo vieron quedaron extasiados por la cantidad de ángeles que lo acompañaban, muchos más que los que vinieron acompañando a los otros. El hombre del hábito blanco al ver a José que lo recibió, dijo:

– Ave, María purísima, y sea glorificada la Trinidad a través del castísimo esposo de la Madre de Dios.

A lo que el Señor José, dijo con júbilo desbordante:

– Sin pecado concebida. Gloria a Dios, hermano Tomás de Aquino, Doctor Angélico. Pasa y adoremos al Verbo Encarnado.

Tomás adoró al Niñito Dios, besándolo y bañando sus piececitos con lágrimas irrefrenables. Y agachándose casi por completo hasta el suelo, tocó con su cabeza parte de la borla del manto de la Madre, y exclamó:

–  ¡Oh, Sedes Sapientiae! ¡Dulcísima y Misericordiosísima Señora, auxilio de los pecadores! ¡Por medio de ti adoro a la Sabiduría encarnada, al Verbo de Dios hecho carne!

Y agregó:

“La naturaleza ignora la virginidad después del parto. La gracia, en cambio, puso de manifiesto a la parturienta, hizo a la madre, y no dañó a la virginidad. Por consiguiente, la Madre de Cristo fue virgen en el parto. Es preciso defender, sin duda de ninguna clase, que la Madre de Cristo fue virgen también en el parto, puesto que el Profeta (Is 7,14) no dice solamente: He aquí que la virgen concebirá, sino que añade: y parirá un hijo.”

Cuando María acostó al Bebito, Efraín y Abilene regresaron a su hogar llenos de un gozo indecible, repitiendo una y otra vez:

Hemos visto al Niñito Dios, con María y con José,
adorémosle, adorémosle,
a través de María y a través de José.

Quienes vieron a los hermanos de regreso a su hogar, aseguran que en realidad vieron como dos inmensas luminarias moviéndose por los prados.

Abilene y Efraín vivieron el resto de su corta vida en la humilde casa de sus padres, y consagraron sus días a la adoración del Niñito Jesús.

Cuentan las memorias que Efraín murió en la Navidad de 1905, y que Abilene murió un año más tarde, en la Navidad de 1906. Agregan los testimonios -y nadie jamás los puso en duda- que tanto Abilene como Efraín murieron con una sonrisa en sus labios, y que ambos, teniendo sus manos junto al pecho, agarraban con sus dedos un pedacito de tela. Hay quienes afirman con convicción inconmovible, que por el aroma exquisito de la tela y por los milagros obrados a través de la misma (la persistencia del perfume hasta la actualidad es uno de ellos), se trataría, ni más ni menos, que de un pedacito del  pañal con el que la Virgen María por primera vez envolvió al Niñito Dios, en aquella Navidad en la que “dio ella a luz un hijo y le puso por nombre Jesús” (Mt. 1, 25).

Tomás I. González Pondal
Tomás I. González Pondal
nació en 1979 en Capital Federal. Es abogado y se dedica a la escritura. Casi por once años dictó clases de Lógica en el Instituto San Luis Rey (Provincia de San Luis). Ha escrito más de un centenar de artículos sobre diversos temas, en diarios jurídicos y no jurídicos, como La Ley, El Derecho, Errepar, Actualidad Jurídica, Rubinzal-Culzoni, La Capital, Los Andes, Diario Uno, Todo un País. Durante algunos años fue articulista del periódico La Nueva Provincia (Bahía Blanca). Actualmente, cada tanto, aparece alguno de sus artículos en el matutino La Prensa. Algunos de sus libros son: En Defensa de los indefensos. La Adivinación: ¿Qué oculta el ocultismo? Vivir de ilusiones. Filosofía en el café. Conociendo a El Principito. La Nostalgia. Regresar al pasado. Tierras de Fantasías. La Sombra del Colibrí. Irónicas. Suma Elemental Contra Abortistas. Sobre la Moda en el Vestir. No existe el Hombre Jamón.

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