I. La Liturgia de la Iglesia presenta al Señor en la humildad de Belén o en el despojo de la Cruz, pero siempre lo hace como Rey. Sin embargo hasta 1925 no se instituye una fiesta específicamente dedicada a Cristo Rey y fijada en el último domingo de octubre, en el ocaso del Año Litúrgico y próximo a la fiesta de Todos los Santos. Al hacerlo así con su encíclica Quas primas,el papa Pío XI pretendía que la idea del reinado de Cristo se inculcara en el pueblo cristiano frente al «laicismo» que el Pontífice juzgaba «peste de nuestros tiempos»[1] y consideraba responsable de la pública apostasía que tanto daño había causado a la sociedad y a la misma Iglesia.
Consiste este laicismo en la negación de los derechos de Dios y de nuestro Señor Jesucristo sobre toda la sociedad humana, tanto en la vida privada y familiar, como en la social y política. Es lo que podríamos llamar la apostasía en su dimensión social (de «pública apostasía», habla la Encíclica que venimos citando[2]). A dicha apostasía se opone la afirmación de la realeza de Cristo en sus diversas formas[3]:
- Individual y privadamente: por nuestra voluntad de creer en su doctrina y obedecer sus mandamientos, progresando en la vida interior y en la santidad.
- Colectiva y públicamente: por las familias y naciones, viviendo de acuerdo con esta misma doctrina y preceptos morales y regulando por estos principios toda acción exterior, tanto de los individuos como de las comunidades porque todos los hombres, ya sea colectiva o individualmente, están bajo el dominio de Cristo.
II. El fundamento de esta doctrina acerca de las consecuencias de la realeza de Jesucristo sobre nuestra vida personal y comunitaria no es otro que su propia condición mesiánica. «Mesías» o «Cristo» significa «ungido» y en el AT eran ungidos tres clases de hombres, por representar por sus cargos la majestad de Dios: los sacerdotes, los reyes y los profetas. El Mesías fue Profeta, Sacerdote y Rey «y fue ungido para ejercer estos cargos, no por mano de algún hombre sino por virtud del Padre celestial, ni con ungüento de la tierra, sino con óleo espiritual; porque se derramó sobre su santísima alma la plenitud del Espíritu Santo, su gracia, y todos los dones»[4]. Por tanto, reconocemos como Rey a Jesucristo, no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre como se atestigua cuando al anunciar la Encarnación dice de Él el Arcángel: «Reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 33).
Este reino empieza en la tierra y se perfecciona en el cielo. Y por eso cuando hablamos de «reino de Dios» entendemos «un triple reino espiritual: el reino de Dios en nosotros, que es la gracia; el reino de Dios en la tierra, que es la Iglesia Católica, y el reino de Dios en el cielo, que es la bienaventuranza»[5]. De ahí el triple sentido en que pedimos «venga a nosotros tu reino»[6].
- En orden a la gracia, pedimos que Dios reine en nosotros con su gracia santificante, por la cual se complace habitar en nosotros y que nos conserve unidos a sí con las virtudes de la Fe, Esperanza y Caridad, por las cuales reina en nuestro entendimiento, en nuestro corazón y en nuestra voluntad.
- En orden a la Iglesia, pedimos que se dilate y propague por todo el mundo para la salvación de los hombres. Es aquí donde se sitúa la doctrina referente al reconocimiento de la realeza de Cristo por los hombres que hemos expuesto al principio.
En el tiempo de la Iglesia el poder de Cristo se extiende a todas las cosas pero todavía no se ha manifestado plenamente. En el Cielo, su reino es de gloria y majestad pero en la tierra es interior, humilde y escondido «y aunque este reino comprende en su seno así buenos como malos, y por lo mismo todos los hombres pertenecen a él con derecho, con todo los que participan de la suma bondad y largueza de nuestro Rey, más que todos los demás, son aquellos que hacen una vida inocente y perfecta con arreglo a sus preceptos»[7].
- En orden a la gloria pedimos ser un día admitidos en la bienaventuranza, para la que hemos sido creados, donde seremos eternamente felices.
La Epístola (Col 1, 12-20) nos confirma que si bien la soberanía de Cristo sobre toda la creación se empieza ya a cumplir en la historia y en las realidades temporales, no ha alcanzado todavía su plenitud definitiva. Solamente la venida gloriosa de Cristo al fin de los tiempos llevará consigo el triunfo definitivo sobre el pecado y la muerte. el establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel y anunciado por los profetas que traerá el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz[8].
III. Hagamos nuestra en la fiesta de Cristo Rey, el deseo que manifestamos cada vez que rezamos el Padrenuestro: «Venga a nosotros tu reino».
«Por lo cual pidamos encarecidamente al Espíritu Santo que nos haga obrar en todo según su voluntad, que destruya el imperio del demonio, para que no tenga poder ninguno sobre nosotros en el último día; que venga y triunfe Jesucristo, que florezcan sus leyes por toda la redondez de la tierra; que se observen sus mandamientos, y que no haya traidor ni desertor ninguno, sino que todos se conduzcan de tal manera, que vengan con entera confianza a la presencia de su Rey Dios y que alcancen la posesión del reino de los cielos preparada para ellos desde la eternidad, donde bienaventurados gocen con Cristo de gloria eterna»[9].
Que Jesús sea reconocido como Rey, en los individuos, en las familias, en la sociedad, para que se cumpla lo que le pedimos en la oración después de la comunión: que después de haber militado bajo sus banderas en la tierra, podamos formar parte de su Reino eterno en la gloria del Cielo.
[1] Cfr. PÍO XI, Encíclica Quas Primas (11-diciembre-1925), 23 y 30 (ref. de 26 octubre 2024): https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_11121925_quas-primas.html.
[2] Ibíd., 25.
[3] Cfr. Athanasius SCHNEIDER, Credo. Compendio de la fe católica, Madrid: Luz de Trento, 2024, nº 454-456.
[4] Catecismo Romano I, 3, 7.
[5] Catecismo Mayor II, 2, nº 294.
[6] Ibíd., nº 295-297.
[7] Catecismo Romano I, 3, 7
[8] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 672.
[9] Catecismo Romano IV, 11, 19.