“Entró Jesús, se puso en medio y les dijo…”

I. Desde el punto de vista de la Liturgia de la Iglesia, todo el tiempo que va desde el Domingo de Resurrección hasta la Ascensión del Señor es una continuación y prolongación de aquella misma fiesta de Pascua.

El nombre que le damos a ese día y a todo este tiempo litúrgico era el mismo que recibía la mayor solemnidad que se celebraba en el Antiguo Testamento y que fue instituida en memoria de la libertad de la servidumbre en Egipto, obtenida por el pueblo de Dios. La palabra «pascua» procede del hebreo y significa «paso». Para nosotros, indica que Jesucristo pasó de la muerte a la vida y que nos ha trasladado de la muerte del pecado a la verdadera vida cuando recibimos la gracia que Él nos mereció y alcanzó con su sacrificio redentor.

A lo largo de todo este tiempo hay un pensamiento básico que se nos va presentando bajo nuevos matices y modalidades: Jesús, que murió en la Cruz, ha resucitado. No es una figura que pasó, que tuvo un lugar en el tiempo y en el espacio pero se fue, dejándonos como mucho un recuerdo cada vez más desdibujado. Jesucristo vive como cabeza de la Iglesia, en el Reino glorioso del Padre y las apariciones de Jesús resucitado a los Apóstoles (como las dos que nos presenta el Evangelio de este Domingo: Jn 20, 19-31) subrayan esta realidad de su presencia en medio de nosotros.

II. Una de las manifestaciones más importantes de esa presencia de Cristo resucitado es la nota de apostólica que caracteriza a la Iglesia fundada por el mismo Jesucristo y a la que cada uno de nosotros hemos sido convocados por una gracia particular «para que con la luz de la fe y la observancia de la divina ley le demos el debido culto y lleguemos a la vida eterna»[1]. La Iglesia es apostólica:

  • «porque se remonta sin interrupción hasta los Apóstoles y fue fundada y edificada sobre ellos y su testimonio;
  • porque cree y enseña todo lo que ellos creyeron y enseñaron
  • y porque sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los Apóstoles mediante los obispos que les suceden en su ministerio pastoral[2].

Pertenece a la fe de la Iglesia la afirmación de que Cristo quiso establecer una sociedad jerárquica, es decir, estructurada por los obispos sucesores de los Apóstoles. La asistencia del Espíritu a la Iglesia garantiza la infalibilidad en determinadas situaciones, pero no que se vaya a actuar siempre de la mejor manera posible.

En el Credo se confiesa que la Iglesia es santa, pero al mismo tiempo podemos constatar que muchos de sus miembros, incluso entre la jerarquía, no lo somos. En realidad, la santidad de la Iglesia se relaciona con la santidad de Dios de la que participa en cuanto esposa de Cristo (cfr. Ef 5, 26-27) y es santa, porque tiene los medios de santificación, como son la Palabra de Dios y los sacramentos. La Iglesia es santa porque aunque sus miembros pequen, no pecan en cuanto miembros de la Iglesia, sino que al pecar se alejan en parte de la misma ()[3].

Precisamente en el Evangelio que estamos comentando vemos la institución del sacramento de la penitencia por Jesús resucitado: «Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia»[4].

III. La Resurrección de Cristo es el fundamento de nuestra esperanza, una virtud a cuya vivencia se nos exhorta de manera particular en este Año Santo de 2025. Unidos a Él por la gracia, confiamos estar para siempre en la Gloria, en compañía de quien hemos conocido, hemos amado y de cuya vida divina hemos empezado a participar desde el día de nuestro bautismo.


[1] Catecismo mayor I, 10, nº 147.

[2] Cfr. Ibíd., nº 162. «Digno y justo es […] rogarte, Señor, suplicando, Pastor eterno, que no abandones a tu rebaño, sino que por tus santos Apóstoles lo guardes con continua protección, para que sea gobernado por los mismos rectores que elegiste para pastores tuyos y vicarios de tu obra»: Misal Romano, Prefacio de los Apóstoles, Eloíno NÁCAR FUSTER; Alberto COLUNGA, Misal ritual latino-español y devocionario, Barcelona: Editorial Vallés, 1959, [34].

[3] Cfr. Eduardo VADILLO ROMERO, Breve síntesis académica de Teología, Toledo: Instituto Teológico San Ildefonso, 2010, 268-269

[4] Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1444.

Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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