2. Donde comienza a exponerse el estado de la cuestión,
y donde se habla de algunos de los antecedentes
que dieron lugar a la aparición del «show» como expresión y contenido de la fe.
Pocos se darán cuenta de que en el fondo de todo esto yace oculto el viejo problema de la sustitución del ser por el parecer; o si se prefiere, por el aparecer. Dicho con otras palabras, nos encontramos aquí ante un viejo problema filosófico que además es muy grave.
Habrá quien pensará que exageramos y sacará a colación el conocido dicho de que no es para tanto. Lo cual no es sino una forma como cualquier otra de despachar los asuntos sin cogerse los dedos. Sin embargo, nada mejor para contrarrestar tales modos de pensar que comenzar con un ejemplo emblemático. Y puesto que los ejemplos son esclarecedores por definición, pueden servir para comprender mejor el problema, e incluso como herramienta para centrar el tema y ser utilizada como punto inicial de discusión.
Todo el mundo conoce las tendencias de la moderna teología. La mayoría de las cuales, aceptadas y seguidas por la Jerarquía eclesiástica, han enviado al desván de los trastos y trebejos inútiles la metafísica del ser. Hoy es lo común y normal encontrar Pastores que no conocen otras filosofías que las personalistas y fenomenológicas. Suponiendo que conozcan alguna filosofía. No tiene sentido, por lo tanto, negar que la teología del momento ha sido invadida por un idealismo que, partiendo de Descartes como su punto fuerte, pasando por Kant y Hegel, llega hasta la filosofía práctica de Marx, a la fenomenología de Husserl, y a las doctrinas componedoras de Hartmann y Scheler que en realidad no componen nada. Y justo es reconocer que los adeptos a tales filosofías también se vanaglorian de serlo.
Para esta moderna teología, las corrientes de pensamiento que intentan oponerle resistencia no suponen problema alguno. Basta con colocarles el sambenito de tomistas, que viene a ser un término universalmente aceptado como sinónimo de conservadurismo, oscurantismo y, en general, de todo lo que pueda etiquetarse como oposición a lo que hoy se llama progresismo. Y como todo el mundo sabe, los sambenitos no necesitan demostración ni explicación alguna, sino que basta con colocarlos sobre las víctimas para que todo el mundo las considere reaccionarias y se aparte de ellas como de la peste. Como puede darse por supuesto, el progresismo no se molesta en absoluto en pararse a explicar en lo que consiste el pretendido progreso. Es progreso y basta. Ni menos aún con respecto al apelativo reaccionario, lo que supondría gravosas e inútiles explicaciones acerca del significado de la pretendida reacción, de sus posibles motivaciones y, lo que sería peor todavía, de la demostración de la falsedad de esta postura.
Es evidente que en todo este asunto existe un inmenso tinglado de pre–juicios cuyo común denominador consiste en la autoatribución de la cualidad de dogmáticos, que es lo mismo que decir indiscutibles, y poseedores, por lo tanto, de la posibilidad de prescindir de toda necesidad de demostración.
Dicho lo cual, podemos pasar ya a exponer el ejemplo que habíamos prometido, cuyos antecedentes intentaremos explicar. Todo el mundo conoce el desastroso fenómeno que se está produciendo en la actual Cristiandad, con consecuencias tanto en el ámbito religioso como en el social. Y nos referimos ahora a la falta de sacerdotes y de vocaciones a la vida consagrada. Por supuesto que sabemos que la Cristiandad se ve afectada de otros muchos fenómenos no menos calamitosos; pero ahora hablamos de éste en particular, como ocasión de lo que vamos a decir a continuación y sin dejar de añadir que sus causas y completas consecuencias no son de este lugar.
A todo el mundo cristiano afecta el problema de la falta de sacerdotes, lo que hace con frecuencia imposible, o al menos difícil, la celebración de la Misa (ahora llamada Eucaristía), centro y fuente de vida sobrenatural para los fieles que conforman el Cuerpo de Cristo, también conocido como Iglesia.
Ante la imposibilidad para muchos cristianos (omitimos adrede el término católicos, a fin de conectar mejor con la línea del momento) de participar del Sacrificio de la Misa, ha habido necesidad de acudir a uno de los hallazgos pastorales nacidos del Concilio Vaticano II. Se trata de una especie de sucedáneo de la Santa Misa conocido con el nombre de Liturgia de la Palabra. El cual goza de la particularidad de que para celebrarla no es necesario el sacerdote, lo que hace posible que pueda dirigirla cualquier ministro inferior y hasta un laico (hombre o mujer).
Por supuesto que un sucedáneo es siempre un sucedáneo, y aunque sea bien poco, quizá algo pueda remediar. Pero no existe nada, sea lo que fuere, que se pueda calificar como bueno o malo de manera fácil y despreocupada; ni siquiera cuando se trata de cosas que ofrecen a primera vista aspectos optimistas y festivos, aparentemente útiles, y hasta caracteres de conveniencia que parecen solucionar un problema que indudablemente se presenta como difícil.
Pero cuando nos enfrentamos con cosas o cuestiones de elevada transcendencia, la prudencia más elemental exige que sean examinadas despacio, serena y objetivamente y, por supuesto, sin prejuicios. En las cosas que afectan a la conducta práctica es necesario analizar con cuidado las diferentes posibilidades que se ofrecen, buenas o malas, y que pueden dar lugar a consecuencias de diversa índole. Para decirlo brevemente, es conveniente que nos hagamos cargo de los pros y de los contras de la cosa en cuestión, a fin de hallar el correcto balance que garantice que vale la pena acometerla.
Ahora bien, y puesto que la Misa es el centro cultual, la fuente, el origen y el lugar de encuentro de todos lo que condiciona la vida cristiana, no puede admitir parangón ni sustitutivo alguno. De ahí que sea imposible reemplazarla con algún sucedáneo. Si bien es cierto que siempre cabe sustituir una ceremonia litúrgica por otra, realizarla de una o de otra manera (con mayor o menor solemnidad, o con un rito más o menos abreviado, por ejemplo), o celebrar sesiones de culto y oración según diferentes devociones (una novena, el rezo público o privado del rosario, la recitación del Vía Crucis, etc.), la Misa no puede ser considerada como si fuera uno más dentro del conjunto de actos de culto disponibles. La fuente y el origen no pueden ser sustituidos por ninguno de los canales de distribución.
Por supuesto que a cualquiera se le ocurre fácilmente la objeción de que más vale algo que nada. Siempre será preferible que los fieles oigan de alguna manera la Palabra de Dios, o se reúnan para darle culto e incrementar el sentido de comunidad. Nada más justo y lógico…, a primera vista.
Desgraciadamente sin embargo, como hemos dicho más arriba, las cosas no se pueden calificar meramente a primera vista, sino que deben tenerse en cuenta todos sus aspectos y posibles implicaciones. Y no es infrecuente que, llegado el caso y realizada la operación de contabilizar todos los considerandos, no quede otro recurso que el de prescindir de algo que, si bien en principio aparecía como bueno, al final acaba por descubrirse que ofrece más inconvenientes que ventajas. Que es justamente lo que puede suceder cuando se sustituye la Misa por la Liturgia de la Palabra. Pues nadie que quiera afirmarse sencillamente como honrado realista puede negar que los fieles (la naturaleza humana al fin y al cabo, cuya estructura y funcionamiento suelen olvidarse tan fácilmente) acaban por acostumbrarse a la Liturgia de la Palabra. Con variopintas y hasta lamentables consecuencias.
Puesto que es inevitable que llegue un momento en el que los fieles confundan la Misa con la Liturgia de la Palabra,[1] y al fin acaban por ignorar u olvidar la necesidad y la importancia de la Misa. Es por demás imposible evitar que, a fin de cuentas, una y otra cosa resulten para ellos exactamente lo mismo.
Aunque por desgracia no acaban ahí los problemas. Debido a que los ministros, ordinariamente laicos, suelen tomarse muy en serio su papel (a menudo excesivamente en serio: y de nuevo las flaquezas de la naturaleza humana),[2] organizan la susodicha Liturgia como una verdadera mise en scène. Piensan que para ellos ha llegado, por fin, el momento de demostrar su propia importancia, y de ahí que pongan su empeño en enfatizar, con fuertes dosis de solemnidad y ornato, aquello que ellos consideran como lo más sustancial. ¿La consagración como el momento fundamental de la Misa? ¿El sacrificio de la Muerte del Señor hecho presente aquí y ahora…? Érase una vez, hace mucho tiempo… Los tiempos cambian inexorablemente. Ahora se pasean en solemne procesión los libros sagrados llevando en alto los brazos; o se exhorta, se lee y se recita con voz engolada; o se hacen intervenir en la gala instrumentos musicales y sonoros de última generación. O todo ello a la vez, al mismo tiempo que intervienen también multitud de ministros; entre los que se encuentran, por supuesto, muchachas de aspecto agradable que se mueven graciosamente de acá para allá y que, como es natural, predisponen más favorablemente el ánimo de los fieles.
Resumiendo: se ha sustituido el «ser» por el «parecer», convirtiendo así una realidad sagrada en un «show» para agradar.
Como puede verse, el disparatado y cómico suceso de la sustitución de la bacía de barbero por el yelmo de Mambrino queda ya demasiado lejos. Además pasó por la pluma de Cervantes sin transcendencia alguna, como no sea la de hacer reír a bastantes generaciones en tantos lugares del mundo. Pero aquí se trata de algo bien diferente, aunque con numerosas consecuencias no siempre favorables. Y así como los alquimistas medievales no pudieron hacer otra cosa que fracasar en su búsqueda de la piedra filosofal, la cual se suponía que habría de convertir el plomo en oro, los modernos expertos en Liturgia de laboratorio han logrado al fin cambiar el oro en plomo. No es el mismo caso exactamente; aunque sí se trata de un milagro al fin y al cabo.
Pero continuando con el ejemplo propuesto, no acaba aquí la lista de sucesos desafortunados. Debido a que el conjunto de los fieles se acostumbra fácilmente a las Liturgias de la Palabra, llevadas a cabo celosamente con pompa y aparato por fervorosos ministros y ministras de buena voluntad, es lógico que acabe por concluir, consciente o inconscientemente, en que ya no hace falta el sacerdote. Así es como ya resulta innecesaria la preocupación por la falta de vocaciones al ministerio sagrado, quedando definitivamente solucionado un problema que, a primera vista, aparecía como preocupante.
He aquí cómo, sin embargo, el remedio propuesto para solucionar la falta de sacerdotes se ha convertido, tal vez sin que nadie lo pretenda, en un eficaz instrumento para obstaculizar la afluencia de vocaciones y hacer desaparecer el interés por encontrarlas.
Existen más inconvenientes, como el de involucrar a los laicos en tareas ministeriales que no les corresponden, y para las que carecen del correspondiente carisma, o el de minimizar aún más, si cabe, la figura del sacerdote. Pero, puesto que en este momento estamos hablando de un ejemplo, de entre los muchos que se podrían traer a colación, no vamos a insistir más en él. Aunque vale la pena reiterar que la campaña contra el sacerdocio se intensifica a medida que pasa el tiempo. Ahora faltaba el anuncio de la institución de las diaconisas y del tema a tratar en el próximo Sínodo de Obispos que no es otro que el de los sacerdotes casados; predecesor, a su vez, de la creación en el futuro de Obispas y de Cardenalas: liquidación por derribo, mientras que todo parece indicar que la barca de Pedro no se había visto jamás tan zarandeada por las olas.
Una de las novedades introducidas por el actual progresismo, por ejemplo, se refiere a la eliminación de la figura del director espiritual. Se dice que es una institución utilizada durante siglos por el clero para controlar y someter a los seglares, por lo que debe ser sustituida por la del acompañante espiritual, preferentemente laico o incluso monja (y donde es evidente la intención de desplazar al sacerdote). Se alega que la libertad y la autonomía personales no necesitan depender de autoridad alguna, por lo cual se pretende prescindir, como innecesaria y obsoleta, de la figura del sacerdote. Adiós, por lo tanto, a instituciones de la Espiritualidad cristiana que han perdurado durante siglos, y adiós también a otra de las mayores oportunidades de practicar las virtudes de la obediencia y de la humildad… En general, bye–bye a la doctrina que durante dos milenios han profesado multitud de teólogos, santos y escritores de espiritualidad, tanto hombres como mujeres. Vienen a la mente las palabras del Qohélet: ¡Ay del que está solo y se cae! No tiene a nadie que lo levante.[3]
(Continuará)
Padre Alfonso Gálvez
[1] La actual ignorancia religiosa del Pueblo cristiano es tan alarmante que nos hallamos ante un fenómeno inexplicable a la vez que pavoroso. Pues nunca como ahora se ha puesto tanto énfasis en la necesidad de actividades tales como cursillos previos de formación para la recepción de sacramentos (como, por ejemplo, el matrimonio, convirtiendo a veces su celebración en algo bastante difícil de realizar por los futuros contrayentes); ni se han exigido períodos tan largos de catequesis preparatoria para recibir la confirmación, o la primera comunión, por ejemplo. Y sin embargo jamás se ha podido comprobar tamaña ignorancia en lo referente a la religión. Personalmente he conocido casos de personas que, después de tres años de preparación catequética en su parroquia para la recepción de la confirmación, desconocían por completo cuántas Personas hay en Dios.
[2] La figura del ministro laico es una entidad sumamente extraña (aberrante) en Derecho Canónico y en la Teología en general. Con frecuencia incluso se les denomina con el sorprendente nombre de agentes pastorales: una extravagante denominación para comprender la cual habría que entender previamente cómo las ovejas pueden convertirse en pastores.
[3] Ece 4:10.