El Santo Evangelio de este IV Domingo del Tiempo Ordinario (Ciclo A: Mt 4, 25-5, 1) nos ayuda a comprender en qué consiste esa conversión que predicaba Jesucristo y de la que hablaba la Liturgia del Domingo anterior: Convertíos porque el Reino de los Cielos está cerca (Mt 4, 17). Las bienaventurazas Señalan las cualidades morales que establecen la justicia interior exigida en los ciudadanos del Reino de los Cielos.
Siguiendo a Santo Tomas (S Th 1ª 2æ, 69) entendemos que las bienaventuranzas designan, no las obras comunes de las virtudes cristianas, sino sólo ciertas obras eminentes de los dones, o de las virtudes perfeccionadas por los dones, cuya práctica nos mueve convenientemente hacia la bienaventuranza eterna del cielo, fin último de la vida humana, y hace que la poseamos ya por la esperanza de alcanzarla.
Son, por lo tanto, las obras más encumbradas a que puede elevarse un cristiano en esta vida; lo cual significa que Nuestro Señor, dirigiéndose en el Sermón de la Montaña al común de los fieles, empieza proponiéndoles a todos como meta la perfección más acabada.
- En primer lugar, Jesús enseña que la felicidad del hombre se encuentra únicamente en Dios: Las cosas de este mundo no nos satisfacen… vamos buscando algo más grande. La verdadera felicidad se encuentra únicamente en Dios. Solamente la posesión de Dios colma las aspiraciones más altas de nuestra vida
- Después, nos indica los medios para conseguir esa felicidad.
El mundo llama bienaventurados a los que abundan en riquezas y honores, viven festivamente y no tienen ocasión alguna de padecer. Por el contrario, Cristo nos ha propuesto las Bienaventuranzas para que detestemos estás máximas del mundo y nos estimulemos a amar y practicar las máximas de su Evangelio.
3.Y termina prometiendo, a los que ponen esos medios, la felicidad.
Algunos Padres dijeron que las bienaventuranzas pertenecen a la vida presente y otros que a la vida futura. Santo Tomás, dando la razón a ambos, dice que en cada de ellas se contienen dos cosas:
Una, enunciada en la primera parte de cada bienaventuranza, es la preparación o disposición para la divina bienaventuranza a manera de mérito; y en cuanto a esto, pertenece obviamente a esta vida.
Otra, declarada en la segunda parte, es la misma bienaventuranza prometida a modo de premio; y cuanto a esto, pertenece ya a esta vida según cierto comienzo imperfecto de la futura bienaventuranza en los varones santos, y a la vida futura si se refiere a la misma bienaventuranza en su estado perfecto.
Aunque las Bienaventuranzas también son medio para llevar una vida feliz, cuanto es posible en este mundo, los diversos premios que promete Jesucristo en ellas significan todos, con diversos nombres, la gloria eterna del cielo.
No podemos comprender la bienaventuranza de la gloria, porque sobrepuja nuestro limitado entendimiento y porque los bienes del cielo no pueden compararse con los bienes de este mundo (cfr. Catecismo Mayor V, 3).
La felicidad de la vida eterna se debe definir, como enseñaron los Santos Padres, por la desaparición de todos los males y la consecución de todos los bienes. San Agustín afirma que más fácilmente podremos enumerar los males de que careceremos, que los bienes que poseeremos y de que gozaremos; sin embargo, se pueden considerar los bienes de que se gozará en la gloria, distinguiéndolos con los teólogos en dos categorías (Cfr. Catecismo Romano I, 13):
1º Felicidad esencial. — La verdadera felicidad consiste en ver a Dios y en gozar de la hermosura de Aquél que es origen de toda bondad y perfección. Esta bienaventuranza consistirá en dos cosas:
- la primera, en ver a Dios tal cual es en su naturaleza y sustancia;
- la segunda, ser transformados a la semejanza de Dios por la visión de su esencia.
2º Felicidad accidental. — A esta felicidad esencial se agregan innumerables bienes, que ni siquiera podemos imaginar. Sin embargo, deben los fieles estar convencidos de que se poseerán en el cielo cuantas cosas pueda haber de agradables o deseables en esta vida, ya se refieran al alma, ya al cuerpo.
Esta bienaventuranza, tanto esencial como accidental, no será la misma en grado para todos, sino que «en la casa del Padre hay muchas moradas» (Jn 14, 2), porque cada cual será más o menos premiado, según su mayor o menor merecimiento. Por eso, los fieles han de estimularse no sólo a desear la eterna bienaventuranza, sino también a asegurarla por medio de la práctica de las virtudes, por la perseverancia en la oración y por el uso de los sacramentos.
Para vivir así, Cristo es nuestro modelo y a Él debemos pedirle la gracia de conformarnos con ese divino ideal. No perdamos de vista que las bienaventuranzas son, ante todo, un autorretrato del propio Jesucristo. Él ha sido, en rigor, el único que ha cumplido en plenitud las ocho Bienaventuranzas y, al pronunciarlas, sabía que algunas almas habían cumplido perfectamente este ideal de vida: en su mente estaba la figura de María y de José. Y sabía que otros muchos seguirían sus enseñanzas y serían así felices (Recordemos, que este evangelio se lee en la fiesta de todos los Santos).
A la intercesión de todos ellos y sobre todo, al Corazón de Cristo nos acogemos para que practicando las Bienaventuranzas mientras vivimos en la tierra, merezcamos un día tener parte en la eterna felicidad del Cielo.
Padre Ángel David Martín Rubio