Cuán desconocida es la vida interior

San Gregorio Magno, tan hábil administrador y apóstol celoso, como gran contemplativo, concreta en esta frase: Secum viveba (Vivía consigo mismo) el estado del alma de San Benito, que ponía en Subiaco el fundamento de su Regla, la cual haba de ser una de las más potentes palancas de apostolado que Dios ha utilizado en la tierra.

En cambio, de la mayoría de nuestros contemporáneos habrá  que decir lo contrario. Vivir consigo y en sí, querer gobernarse a sí mismo, y no dejarse gobernar por las circunstancias, reducir a la imaginación, sensibilidad y la misma inteligencia al papel d servidores de la voluntad y conformar siempre la propia voluntad con la voluntad divina, es un programa que cada vez tiene menos partidarios en este siglo de agitación que ha visto nacer un nuevo ideal concretado en esta frase: el amor de la acción por la acción.

Cualquier pretexto es bueno para eludir esa disciplina de nuestras facultades. Los negocio, las atenciones de la familia, la higiene, el buen nombre, el amor a la patria, el prestigio de la corporaciones, has la pretendida gloria de Dios, son tentaciones para no vivir en nosotros mismos. Esta especie de delirio de la vida exterior llega a ejercer en nosotros una sugestión irresistible. ¿Cómo extrañarnos, pues, de la ignorancia que existe de la vida interior?

No es sólo ignorancia, sino desprecio e ironía aun por parte  de quienes debían ser los primeros en apreciar sus ventajas y su necesidad. Fue necesario que León XIII escribiera al Cardenal Gibbons, Arzobispo de Baltimore, aquella memorable carta contra las consecuencias peligrosas de la admiración exclusiva por la obras de celo.

A fin de ahorrarse el trabajo de la vida interior, el hombre de la Iglesia llega a tomar  por cosa de poco más o menos la excelencia de esa vida con Jesús y por Jesús, y a olvidar que en el plan de la Redención, todo está fundado tanto en la vida eucarística, como edificado sobre la roca de San Pedro.

En relegar lo esencial a un segundo plano trabajan inconscientemente los partidarios de esa espiritualidad moderna que se llama “Americanismo”.

Aunque creen en la Eucaristía, no la consideran como elemento indispensable de vida para sí y para las obras. Y como carecen de la intimidad eucarística, la vida interior se les antoja de tantos recuerdos de la Edad Media.

Ciertamente, cuando esos hombres de obras se les oye hablar de sus hazañas, podría creerse que el Todopoderoso, el que con sólo su palabra creó los mundos y para quien el universo no es sino polvo y… nada, no puede prescindir de su concurso.

Muchos fieles y aun sacerdotes y religiosos exagerados en el culto de la acción llegan sutilmente a convertirlo en una especie de dogma inspirador de su conducta que les impulsa de un modo desenfrenado a la vida exterior. Y sentirían una gran satisfacción en decir: La Iglesia, la diócesis, la parroquia tienen necesidad de mí. Yo soy más que útil a Dios.

Claro que no se atreverían a pronunciar estas frases tan fatuas, pero en el fondo de su corazón anidan la presunción que las fomenta y la atenuación de la fe que le dio origen.

Es corriente prescribir a un neurasténico que se abstenga de toda clase de trabajos. Este remedio suele serle insoportable porque precisamente su enfermedad le pone en una excitación febril, que es para él como una segunda naturaleza, la cual le empuja sin descanso a buscar nuevos desgastes de fuerzas y nuevas emociones, que agravan su mal.

Una cosa parecida ocurre con el hombre de obras en relación con la vida interior. Tanto más la desdeña y hasta le repugna cuanto más la necesita, puesto que si la pusiese en práctica, ella sería el mejor remedio para su estado morboso. Pero como procede de un modo opuesto, y de día se afana más en engolfarse en el aluvión de trabajos cada vez mayores y peor dirigidos, acaba por descartar toda posibilidad de curación.

Corre el navío a todo vapor; y cuando quien lo dirige admira su velocidad, Dios está viendo que, por carecer de un timonel experto, va sin rumbo fijo y corre riesgo de naufragar. Nuestro Señor desea y pide, ante todo, adoradores en espíritu y en verdad. El americanismo se figura que da una gran gloría  a Dios, enfocando principalmente el problema de las obras.

Este estado de espíritu explica la preponderancia que tienen en nuestros días las escuelas, dispensarios, hospitales, etc., con menoscabo de la penitencia y la oración, las cuales apenas son comprendidas.

Esta vida exclusivamente exterior incapacita para creer en la virtud de la inmolación oculta y por eso se califica de cobardes e iluminados a los que la practican en la soledad del claustro, acaso con mayor ardor por la salvación de las almas, que los misioneros más infatigables y hasta suele hacerse rechifla de las personas de obras que juzgan que les es necesario robar algunos instantes a todas sus ocupaciones, aun las más útiles, para dirigirse al tabernáculo a purificar y  recalentar su celo y conseguir que el Huésped divino bendiga y acreciente el resultado de su trabajos.

Dom Jean-Baptista Chautard

Abad  de la Trapa de Nuestra Señora de Sept. Fons., Fuente

San Miguel Arcángel
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