Dios no quiere la muerte del pecador, según lo dijo por los profetas, luego, de cualquier manera que yo viva, Dios me salvará, afirman muchos necios. Así, escuche la respuesta de Dios por el profeta Zacarías: No volveré a apacentaros; la que tenga que morir que muera, la que tenga que desaparecer, que desaparezca; y las que queden, que se coman unas a otras (11, 9) [1]
Acuda al bondadoso Moisés, que le dirá lo que le recomendó el Señor: Apartaré mis ojos de mi pueblo, y estarme mirando sus miserias y calamidades en que finalmente han de parar sin proveerles de remedio.
¿No le parece bastante? Pues escuche a Isaías, que ha hablado del alma como de un viñedo en el que el Señor ha puesto todo su interés y sus complacencias, pero a la vista del mal resultado de la viña por su malicia y su debilidad, afirma Dios: Ahora pues os hago saber, lo que pienso hacer con mi viña: quitar su seto, y será quemada; desportillar su cerca, y será pisoteada (Is 5, 5-6).
Todas estas sentencias y mil más que podrían espigarse en la Sagrada Escritura, denotan que Dios tiene paciencia, pero que se le agota cuando observa que el alma se hace ciega a su luz y sorda a sus avisos y amenazas. Pues, qué mayor peligro y qué mayor miseria hay que vivir fuera de la tutela y de la providencia de Dios y quedar expuesto a todos los encuentros del mundo y a todas las calamidades e injurias de esta vida?
Porque como este mundo sea por una parte un mar tempestuoso, un desierto lleno de tantos salteadores y bestias fieras, y sean tantos los desastres y los acontecimientos de la vida humana, tantos y tan fuertes los enemigos que nos combaten, tantos y tan ciegos los lazos que nos arman y tantos los abrojos que nos tienen por todas partes sembrados, y por otra parte el hombre sea una criatura tan flaca y tan desnuda, tan ciega y tan desarmada, y tan pobre de esfuerzo y de consejo, ¿qué hará el flaco entre tantos fuertes, el enano entre tantos gigantes, el ciego entre tantos lazos, y él sólo y desarmado entre tantos y tan poderosos enemigos?
No hay que jugar con Dios atribuyéndole una compasión que ejerce en esta vida, pero que no pasa por el túnel de la muerte.
Habla Dios por Amós: Y no piensen escapar de mis manos los que huyeren, porque si descendieren al infierno, de allá los sacará mi mano; y si subieren a lo alto de allí los derribaré; y si subieren a lo más alto del monte Carmelo ahí los buscaré y los tomaré, y si se escondieren de mis ojos en el profundo de la mar, ahí mandaré a la serpiente y ha de morderlos, y si fueran cautivos a tierra de sus enemigos, ahí mandaré el cuchillo y he de matarlos y pondré mis ojos sobre ellos para su mal y no para su bien (Am 9, 1-4).
Si después de haber escuchado estas claras amenazas de Dios, no ha temblado y pensado en su conversión, es que su alma está definitivamente muerta y condenada.
Germán Mazuelo-Leytón
[mks_separator style=»solid» height=»5″ ]
[1] Cf.: Guía de pecadores, Fray Luis de Granada.