Según el calendario antiguo, en mayo se conmemoran las fiestas litúrgicas de dos pontífices romanos: uno bastante célebre, y el otro prácticamente desconocido, pero ambos santos. Me refiero a Pío V y a Celestino V.
Pío V (en el siglo Michele Ghislieri) fue papa durante seis años, entre 1566 y 1572. Nació en 1504 en Bosco Marengo (Piamonte). A los 14 años ingresó en la orden dominica, y fue prior de varios conventos de su orden, teólogo, comisario general del Santo Oficio y a partir de 1588 inquisidor general vitalicio de toda la Cristiandad. El papa Pablo IV lo creó arzobispo de Nepi y de Sutri, y más tarde cardenal. Tales honores no alteraron lo más mínimo su austera vida, ni siquiera después de su elección al solio pontificio en 7 de enero de 1566.
Una vez elegido papa, Pío V emprendió una reforma a fondo de las costumbres de la Iglesia empezando por la Ciudad Eterna, contuvo la propagación de las herejías en Europa, forjó alianzas con los soberanos católicos de la época, en particular con Felipe II de España, y hasta llegó a excomulgar a Isabel I, la reina hereje de Inglaterra. Pero ante todo el nombre de Pío V está ligado a la restauración de la Misa tras la devastación litúrgica protestante y a la gran victoria de Lepanto, cuyo cuadrigentésimo quinquagésimo aniversario se cumple precisamente este año.
San Pío V atribuyó el mérito de la victoria a la Virgen del Rosario y en su honor introdujo en las Letanías lauretanas la invocación a Ella como Auxilio de los cristianos. Falleció el 1 de mayo de 1572, fue canonizado en 1712 y sus restos reposan en Santa María la Mayor.
A San Pío V se lo puede considerar un pontífice modelo no sólo para su época, sino para todos los tiempos, y por esa razón le he dedicado una biografía que se acaba de publicar en Italia y Estados Unidos por las editoriales Lindau y Sophia Institute respectivamente.
Pero hoy, junto a San Pío V, quiero recordar a otro santo pontífice del mes de mayo: Celestino V (1251-1296), Pietro da Morrone, que apenas reinó cuatro meses, en 1294.
Nació en Isernia (Abruzzos) en 1215. Pietro da Morrone tomó este nombre del eremitorio en el que se refugió desde joven. Fue un monje austero que vivió en soledad pero ejerció una influencia extraordinaria en los hombres de su tiempo.
Después de la muerte de Nicolás IV en abril de 1292 la Iglesia no conseguía elegirle sucesor. Pasaron dos años hasta que por fin Carlos II de Nápoles y Andrés III de Hungría se dirigieron en persona a la ermita de Pietro da Morrone para convencerlo de que aceptara ser papa. El santo ermitaño siempre había querido hacer la voluntad de Dios, y también la hacía obedeciendo la voluntad de otros. Aceptó como una prueba el pontificado, pero más tarde se preguntó si realmente era éste la voluntad de Dios para él. «Cuanto más luz tiene un hombre –señala Ernest Hello– menos seguro está de sí mismo». Pidió consejo, y al cabo de cuatro meses de reinado decidió deponer la tiara.
Celestino V se arrodilló ante los cardenales, leyó una conmovedora declaración de renuncia y solicitó permiso para retirarse, el cual le concedieron con lágrimas en los ojos. Pietro da Morrone regresó, y el 19 de mayo de 1296 falleció en el castillo de Fumone. Fue canonizado en 1313, cuando no habían transcurrido ni veinte años desde su muerte. Sus restos se veneran en la basílica de Santa María de Collemaggio, en Aquila.
Algunos encontrarán semejanzas entre la renuncia de Benedicto XVI y la de Celestino V, pero se equivocan. Dante llamó a Celestino «aquel que por vileza hizo grave deserción» (Infierno II, 59-60), pero este verso se le podría aplicar mejor a Benedicto XVI, que reinó durante ocho años en el trono de San Pedro y dimitió sin un motivo razonable, mientras que Celestino abdicó del pontificado a los pocos meses, al comprender que no era idóneo para ejercer el cargo.
Si San Pío V fue santo como papa, Celestino V no lo fue como papa, sino no siéndolo. Quiero decir que fue santo porque se dio cuenta de que lo que Dios no era que ejerciera como pontífice, sino que llevara una vida interior de silencio alejada del mundo. Su decisión de abdicar fue, pues, santa.
Nada hay más grande en la Iglesia que un papa que gobierne con arreglo a la voluntad de Dios, y nada más terrible que un pontífice que gobierne contrariando la divina voluntad. Por eso, siempre se debe rezar por la persona del Papa y por la institución del Papado.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)