Hablaremos extensamente sobre el infierno, por tres razones:
Hoy se predica poco sobre este asunto y se deja caer en el olvido una verdad tan saludable; no se reflexiona bastante que el temor del infierno es el principio de la prudencia y conduce a la conversión. En este sentido, se puede decir que el infierno ha salvado muchas almas.
Además, circulan muchas objeciones demasiado superficiales contra la existencia del infierno, que a algunos creyentes les parecen que responden a la verdad con mejores títulos que las respuestas tradicionales. ¿Por qué? Porque no han profundizado ni han querido desentrañar esas respuestas. Es muy fácil aferrarse a una objeción superficial, hecha desde un punto de vista inferior y exterior, mientras que es difícil aferrar bien una respuesta que escrute las profundidades de la vida del alma, o la desmesurada excelsitud de la justicia de Dios. Hace falta mayor madurez de pensamiento y mayor penetración. Un sacerdote rogó un día a uno de sus amigos, abogado, que preparase, para una conferencia seguida de discusión, objeciones a la doctrina del infierno. El abogado preparó la exposición de las objeciones comunes de una forma brillantísima y desde un punto de vista accesible a todos, y de modo que afectaba fuertemente a la imaginación. Y a causa de que el sacerdote no se había preparado sino muy sumariamente para rebatirle, las objeciones parecieron más fuertes que las respuestas; éstas parecieron verbales; de hecho no afectaban a la imaginación, ni conducían con suficiente fuerza la inteligencia de los oyentes a penetrar las nociones del pecado mortal sin arrepentimiento, de la obstinación, y del estado de término, tan diverso del estado de vía, y la noción, en fin, de la infinita justicia de Dios. Es, pues, preciso insistir en todos estos puntos, tanto más cuanto que el dogma del infierno hace, por contraste, apreciar en mayor grado el valor de la salvación eterna.
Aún más : nunca se conoce tan bien el valor de la justicia como cuando se sufre una grave injusticia o se ve uno amenazado por ella. Nuestro Señor iluminó a Santa Teresa sobre la belleza del Cielo después de haberle mostrado el puesto que habría ocupado en el infierno si hubiese seguido el camino en que había dado sus primeros pasos.
El infierno indica también el lugar en que se encuentran los condenados.
La existencia del infierno fué negada en el siglo III por Arnobio, que sostuvo, como los Gnósticos, que los réprobos son aniquilados; este error fué renovado en el siglo XVI por los Socinianos. Los Origenistas, en el siglo IV sobre todo, negaron la eternidad de las penas del infierno; según ellos, todos los réprobos, ángeles y demonios, se convertirán un día.
Este error fué repetido por los protestantes liberales y por los espiritistas. Los racionalistas todos dicen que la eternidad de las penas repugna a la sabiduría de Dios, a su misericordia, a su justicia, como si la pena tuviese que ser proporcionada al tiempo empleado para cometer la culpa y no a la gravedad y al estado perpetuo en que el alma se encuentra después de ella, si no se ha arrepentido.
La Iglesia, en el Símbolo atanasiano dice y en varios concilios, afirma que es dogma de fe, tanto la eternidad de las penas (de daño y de sentido), como la desigualdad de las penas en proporción con la gravedad de las culpas cometidas y no retractadas por el arrepentimiento. Cfr: IV Concilio de Letrán (Denz., 429) “Aquéllos (los condenados) recibirán, con el demonio, perpetuo castigo.”; Concilio de Florencia (Denz., 693); Benedicto XII (Denz., 531); vide también, ibídem: 40, 321, 410, 464. El Concilio de Trento (Denz., 835) habla “de las penas eternas”.
Veamos primero lo que nos enseña a este respecto la Sagrada Escritura…
El infierno en las Sagradas Escrituras
La palabra “infierno” viene del latín infernus, que indica lugares inferiores, subterráneos, tenebrosos.
En el Antiguo Testamento el término correspondiente sheol, indica la mansión de los muertos en general, sean justos o impíos (Génesis, XXXVII, 35; Números XIV, 30); lo cual no es sorprendente, ya que, antes de la Ascensión de Nuestro Señor a los cielos, ningún alma había sido admitida allí. En este sentido también es en el que se habla de la bajada de Cristo a los infiernos. Pero, en el Nuevo Testamento, el infierno de los condenados es llamado, de otro modo, la “Gehenna” (Mat., V, 22, 29; XXII, 15, 33, etc.; y lo mismo en San Marcos y San Lucas), que significa, en hebreo, el valle de Hinnóm, un precipicio al sur de Jerusalén, en el que se arrojaban las inmundicias de toda especie de la ciudad y los cadáveres devorados por los gusanos: ardían allí fuegos perennes para consumir aquellos repugnantes despojos. De ahí viene, según Isaías, la figura del verdadero infierno; y el infierno era entendido así por todos: un gusano que no muere, un fuego que no se extingue jamás.
1919
En el Diccionario de la Teología Católica, el autor del erudito artículo sobre el infierno, M. Richard, ha hecho un profundo estudio de los textos del Antiguo Testamento que pueden alegarse para demostrar la existencia del infierno en sentido estricto. Observa que, antes de los profetas, la suerte reservada a los malvados después de la muerte era asaz confusa, si bien las sanciones ultraterrestres son afirmadas muchas veces; por ejemplo, en el Ecclesiastés, XII, 13, 14: “Teme a Dios y observa sus mandamientos, ya que en eso se resume todo lo que interesa al hombre; Dios lo citará a Juicio sobre lo que está oculto, sea obra buena o mala.”Lo mismo en los Proverbios, XI, 4.
Pero es a los grandes Profetas a quienes Dios empezó a descubrir claramente las perspectivas de la vida futura. Por ejemplo. Isaías (LXVI, 15-24) expone la gran visión profética del más allá. Es la restauración de Israel para la eternidad “con cielos nuevos y tierra nueva”. “Todos vendrán a postrarse ante Mí—dice el Señor—, y saliendo de las paredes, vendrán los cadáveres de los hombres que se han rebelado contra Mí, ya que su gusano no morirá y su fuego no se extinguirá, y causarán horror a todo hombre.” Todos los comentaristas ven en estas palabras la afirmación del Juicio Universal y, bajo una forma simbólica, la del fuego eterno. Este último texto se cita en San Marcos (IX, 43) por Jesucristo mismo; y en San Lucas (III, 17), por San Juan Bautista.
Daniel (XII, 1, 2) dice más claramente: “Muchos que duermen en el polvo se despertarán; los unos para la vida eterna, los otros para un oprobio y una infamia eterna.” Es aquí donde anuncia por primera vez; el Antiguo Testamento la resurrección de los pecadores para un juicio de condenación.
El libro de la Sabiduría (siglo III a. C.), después de haber descrito las penas reservadas a los perversos después de la muerte, dice: “Pero los justos viven eternamente; su recompensa está junto al Señor y el Omnipotente se cuida de ellos.” Y añade (VI, 6): “A los pequeños se los perdona por piedad, pero los poderosos serán poderosamente castigados.” En el capítulo XV, 8, se dice de los impíos: “Se les exigirá su alma, que les había sido prestada.” El Libro Sagrado El Eclesiástico (VII, 17) dice asimismo: “Humilla profundamente tu alma, porque el fuego y el gusano del remordimiento son el castigo del impío.”
Todos estos textos del Antiguo Testamento hablan del infierno propiamente dicho, y muchos afirman la desigualdad de las penas en proporción a la gravedad de las culpas cometidas y no canceladas por el arrepentimiento.
El infierno en el Nuevo Testamento
Jesús anuncia simultáneamente la salvación para los buenos y la Gehenna para los malos. Lo hace, sobre todo, exhortando a la penitencia. A los escribas que decían de El: «Es por el príncipe de los demonios por quien arroja los demonios», les responde: (Marc., III, 29; Cf. Math., XII, 32; Jo., VIII, 20-24; 35) (Este pecado contra el Espíritu Santo contraviene en realidad la luz y gracia que remite el pecador, y, por su naturaleza, es imperdonable, aunque, alguna vez, Dios, por una excepcional misericordia, lo perdone en la vida presente.)
Recomienda la caridad fraterna y evitar la lujuria a cualquier precio, a fin de que el cuerpo no sea arrojado a la Gehenna (Math., V, 22, 29-30).
También pone sobre aviso a los apóstoles contra el temor del martirio, diciendo: (Math., 28).
Toda esta doctrina está luego resumida en San Marcos (IX, 42-43): (Lo mismo en San Mateo, XVIII, 8, 9).
Estas enseñanzas están expuestas también en parábolas: en la del trigo mezclado con cizaña, de la red, de las nupcias reales, de las vírgenes prudentes y las necias, de los talentos, etc. Así también en las maldiciones pronunciadas contra los fariseos hipócritas, que pierden las almas:“Desgraciados de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, guías ciegos…semejantes a sepulcros blanqueados llenos de podredumbre, serpientes, raza de víboras, ¿cómo evitaréis ser condenados a la Gehenna?” (Math., XXIII, 15).
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Es lo que anunciaban ya los profetas mayores, y en particular Isaías (LXVI, 15-24); desde ellos hasta el Apocalipsis no ha cesado de precisarse la revelación del infierno, paralelamente a la de la vida eterna; en ella se encuentran: la pena del daño, del fuego, la desigualdad de los castigos y su eternidad, a causa del pecado mortal sin arrepentimiento, que ha dejado al alma en la rebelión habitual, obstinada, perpetua contra Dios, infinita Bondad.
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No podemos traer aquí por extenso el testimonio de la Tradición. Recordemos sólo que, antes del siglo III y de la controversia de los Origenistas, los Padres enseñaban la existencia y la eternidad de las penas del Infierno.
Los mártires dicen con frecuencia que no temen el fuego temporal, sino el del infierno. Desde el siglo III al V, la mayor parte de los Padres combaten el error de Orígenes y de los Origenistas sobre la no eternidad de las penas infernales; entre ellos mencionamos, sobre todo, a San Metodio, San Cirilo de Jerusalén, San Epifanio, San Basilio, San Juan Crisóstomo, San Efrén, San Cipriano, San Jerónimo y, sobre todo, San Agustín. Para todos estos Padres, la afirmación de la conversión final de los demonios y de los hombres réprobos es contraria a la Revelación; para ellos, un demonio convertido es un imposible, como un condenado convertido.
En el siglo V acaba la controversia con la condenación de este error de Orígenes en el Sínodo de Constantinopla (año 553), confirmada por el Papa Virgilio (Denz., 211).
Los Padres citan a menudo las palabras de Isaías, recordadas por Jesús:“El gusano que no muere y el fuego que no se extingue”; y la controversia origenista ha servido para precisar mejor el significado de las palabras del Evangelio (Math., XXV, 41- 46): “fuego eterno”, “tormento eterno”. San Agustín, en particular, demuestra que la palabra eterno no puede ser tomada aquí en sentido amplio, porque se opone, como lo exige el paralelismo, a la vida eterna, la cual es llamada así, según confiesan todos, en el sentido propio de la palabra.
“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”
Garrigou-Lagrange O.P.
[Tomado del blog San Miguel Arcángel]