Vendrá un tiempo en que los hombres enloquecerán; y al ver a uno que no sea loco, se lanzarán contra él diciendo: “Tu eres loco”, con motivo de su disimilitud con ellos.(S. Antonio Abad)
No es casual que en la sociedad contemporánea caracterizada por un letargo desalentador de las almas y de la propagación de las más malsanas opiniones, el “dialogo” reciba favores de quien, eludiendo con argumentos de baja aleación sofista la obligación de conformarse a la Verdad Divina del Verbo y de su Iglesia, se inclina a alterar el catolicismo en una versión modernizada apetecible a los gustos superficiales y a la mediocre curiosidad de conversatorios de salón.
Las credenciales requeridas para la admisión a las posiciones más remunerativas de la elogiada sociedad laica y pluralista presuponen la disposición total de la razonable discriminación entre verdad absoluta y opinión subjetiva, favoreciendo el relativismo hábilmente difundido por los poderes que están al servicio del “príncipe de este mundo”.
Resultan así predeterminadas las falsas reglas que deben cumplir los beneficiarios de las convenciones sociales codificadas por la hipocresía democrática que, en nombre de un irracional escepticismo camuflado por pretextos de una tolerancia conciliadora, proscribe los sagrados derechos relacionados con la realeza espiritual y civil del Divino Redentor.
El laicismo saludado por la dialogante jerarquía postconciliar como el único matiz propicio a la “nueva evangelización” adaptada a los asuntos neo-modernistas de la libertad religiosa o, mejor, de religión y ecumenismo, lejos de proponer un eficaz correctivo a las múltiples aberraciones de un mundo contaminado, incuba y alimenta los gérmenes patógenos del virulento ateísmo.
El progresismo clerical representado por un Papa que no se avergüenza de aspirar al consenso de los más feroces enemigos de Cristo y de la Iglesia, circunscribe prudentemente su función a la denuncia inofensiva de los cambios climáticos y las desigualdades sociales; esta elección reveladora de una opinión ideologizada y por lo tanto terriblemente reductiva del Evangelio, da cuenta de los silencios condescendientes de Francisco, sus recurrentes ataques al orden natural vilipendiado y distorsionado en deferencia a aquel laicismo, que continúa siendo objeto de desconsiderados elogios por parte de quien tiene como anticuada la exigencia de una restauración católica de la sociedad.
A pesar de las gratuitas afirmaciones sobre el supuesto valor quimérico de un “laicismo positivo”, cualquiera puede ver cómo el poder masónico, aprovechándose de la mala educación diligentemente impartida por la escuela y por los medios a las mayorías “soberanas”, persigue el fin de borrar hasta el recuerdo de la civilización que en la sabiduría divina de Cristo tomó la fuente de inspiración fundamental de sus maravillosos logros.
Las antes mencionadas “agencias” fieles a la más escrupulosa observancia de los dictámenes del tan, apropósito, cacareado laicismo, coronan su acción corrosiva de una recta aproximación al saber y al ser empeñándose en propagar las mistificaciones pseudo-científicas de la turbia ideología de “genero”, dirigida a demoler los fundamentos de una vida personal, familiar y comunitaria.
A la subversión liberal democrática, que está arruinando el viejo continente en una morbosa atmósfera llena de corrupción moral y de impulsos autodestructivos, es urgente oponer la lúcida clarividencia que animó a San Pío X a escoger como lema y programa de su pontificado la solemne advertencia Paulina: “omnia instaurare in Christo” (instaurar en Cristo todas las cosas); ésta advertencia condena la soberbia antropocéntrica de los neo-modernistas que, renegando de la dependencia basilar que la civilización tiene del proceso redentor del Dios Uno y Trino, facilitan el predominio del despotismo democrático-masónico decidido a desintegrar los agregados naturales del ser humano en la uniformidad grisácea y asfixiante de la apostasía.
R. Pa.
(Traducido por O.D.Q.A.)