I. El Evangelio del Domingo XIX después de Pentecostés (Mt 22, 1-14) trae una parábola que pronunció Jesús el martes posterior al Domingo de Ramos, en el contexto que ya explicamos el Domingo XVII, hablando de las controversias con fariseos, saduceos y herodianos.
En esta parábola vemos cómo Dios, a través de la historia ha enviado a Israel numerosos emisarios para invitarle al banquete de los bienes mesiánicos pero unas veces por un motivo y otras por otro, los israelitas han desoído estas llamadas; por eso otros invitados ocuparán su lugar. Encontramos aquí el anuncio de la reprobación de Israel como Pueblo elegido y de la vocación de los gentiles dando así lugar al Pueblo de Dios del Nuevo Testamento que es la Iglesia.
«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo» (v.2), dice Jesús. Los profetas presentan el reino de Dios bajo la imagen de un banquete y también era usual en el Antiguo Testamento describir la relación amorosa entre Dios y su pueblo como desposorios, la unión esponsal que se celebraba con un banquete. También la culminación de la historia de la salvación se presenta en el libro del Apocalipsis como un banquete de bodas: «Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Ap 19, 9)[1]. Si la metáfora del matrimonio traducía en el AT la idea de alianza entre Dios e Israel, aquí vemos los desposorios eternos de Cristo con la humanidad restaurada por Él. El banquete es la bienaventuranza suprema y eterna.[2].
Pero hay un detalle en la conclusión de la parábola que contiene también una advertencia a todos los ahora convocados: aparte de la llamada a la fe, la pertenencia al reino exige determinados comportamientos. No basta la fe sino que a ella se tienen que unir la caridad y las obras. El vestido de bodas simboliza según san Agustín y san Gregorio, la caridad: «Entra, pues, en las bodas, más no lleva el vestido nupcial, el que perteneciendo a la Iglesia católica tiene fe, pero le falta la caridad […] Así, pues, todo aquel que ha recibido el bautismo y cree en Dios, entró en las bodas pero no va con el vestido nupcial si no conserva el don de la caridad»[3]. Y según santo Tomás, se refiere a Jesucristo.
Uniendo ambas interpretaciones podemos decir que simboliza la gracia santificante[4], el don de Dios que lleva a cabo esa renovación a la que nos exhorta el apóstol san Pablo en la Epístola (Ef 4, 23-28): «Renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (vv. 23-24). Esa renovación interior es la obra de la gracia que nos configura con Jesucristo, nos transforma en el hombre nuevo, creado según Dios «en justicia y santidad verdaderas», términos que designan al hombre recto y santo, tal como lo quiere Dios[5].
Además, la parábola no solamente alude a la gracia santificante con el “vestido de bodas” que es necesario llevar para participar en el banquete sino que describe la situación del que carece de ella: «atado de pies y manos lo hace echar a la helada de la noche “y allí serán los alaridos y el rechinar de dientes” […] Jesucristo indica muchas veces el infierno con las palabras “la oscuridad de allá afuera” y eso es el infierno efectivamente: estar fuera de Dios y por tanto en la helada oscuridad»[6].
II. Nada es, por tanto tan importante para el hombre como vivir en estado de gracia y esto por la excelencia de la gracia en sí misma y porque comunica su grandeza a quien la posee[7]. La vida de la gracia es semilla de vida eterna y lo único que puede dar valor divino a nuestras obras de cara a la eternidad: «Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada. Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría» (1Cor 13, 2-3).
Explica santo Tomás que la gracia es el mayor de los dones:
«La grandeza de una obra puede ser determinada desde dos puntos de vista. En primer lugar, por el modo de obrar. Y en este sentido la obra más grande es la de la creación, en la que se hace algo de la nada. En segundo lugar, por la magnitud del resultado obtenido. Y bajo este aspecto, la justificación del impío, que tiene por término el bien eterno de la participación divina, es una obra más excelente que la creación del cielo y la tierra, cuyo término es el bien de la naturaleza mudable. De aquí que San Agustín, tras afirmar que es más hacer un justo de un pecador que crear el cielo y la tierra, añade: Porque el cielo y la tierra pasarán; mas la salud y la justificación de los predestinados permanecerán para siempre.
Además hay que tener en cuenta que una cosa puede llamarse grande de dos maneras. La una, según una cantidad absoluta. Y en este sentido el don de la gloria es mayor que el don de la gracia por la que se justifica el pecador. La otra, según una cantidad relativa, como cuando se dice que una montaña es pequeña y que un grano de mijo es grande. Y en este sentido el don de la gracia que justifica al impío es mayor que el don de la gloria que hace bienaventurado al justo, porque el don de la gracia supera los méritos del pecador, que sólo es digno de castigo, mucho más de lo que la gloria supera los méritos del justo, a quien su misma justicia hace ya acreedor a la gloria. Por eso San Agustín dice en el mismo lugar: Juzgue quien pueda si es más crear ángeles justos o justificar a los impíos. Ciertamente, si ambas cosas suponen igual poder, la segunda requiere mayor misericordia»[8].
Si estamos persuadidos de esta verdad, se impone establecer una jerarquía de valores para saber renunciar a los inferiores a fin de conservar los superiores. Nada ni nadie debe arrebatar la gracia de nuestras almas. Debemos sacrificarlo todo con tal de conservarla y procurar aumentarla por los medios ordinarios que son la oración y la frecuencia de sacramentos recibidos con las debidas disposiciones. Si alguna vez la perdemos, debemos recuperarla sin demora mediante un acto de contrición perfecta que incluye el deseo de confesarse cuanto antes y acudir al sacramento de la Penitencia.
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«Escucha, pueblo mío, mi enseñanza; | inclina el oído a las palabras de mi boca» (Sal 77, 1: introito). Tomemos en serio la invitación de Dios a este banquete de la eternidad. Escuchemos en este día su voz. No endurezcamos el corazón y cuando todavía es tiempo, procuremos conservar y hacer cada día más hermosa la vestidura de la gracia en nuestra alma.
[1] Cfr. Salvador MUÑOZ IGLESIAS, Comentario al Evangelio según san Mateo, Madrid: Editorial de Espiritualidad, 1998, 254-255.
[2] Cfr. Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in: Ap 19, 7-9.
[3] SAN GREGORIO MAGNO, Homil. in Evang. XXXVIII; cit. por «Verbum vitae». La Palabra de Cristo, vol. 8, Madrid: BAC, 1953, 38-39.
[4] Cfr. «Verbum vitae», ob. cit., 151-153.
[5] Cfr. Lorenzo TURRADO, Biblia comentada, vol. 6, Hechos de los Apóstoles y Epístolas paulinas, Madrid: BAC, 1965, 585.
[6] Leonardo CASTELLANI, El Evangelio de Jesucristo, Madrid: Ediciones Cristiandad, 2011, 298-299.
[7] Ampliamente desarrolla la cuestión el padre Juan Eusebio Nieremberg en su obra “Aprecio y estima de la divina gracia” (1638).
[8] I-II q.113 a.9, in: SANTO TOMAS DE AQUINO, Suma de Teología. Edición dirigida por los Regentes de Estudios de las Provincias Dominicanas en España, vol. 2, Madrid: BAC, 1993, 958.