En los días previos a la Santa Navidad, no hay nada como una meditación sobre el viaje de la Sagrada Familia a Belén.
Un edicto del emperador Augusto había ordenado que todos los súbditos de su imperio se empadronaran en su lugar de origen. San José, que había nacido en Nazaret, decidió a causa del empadronamiento dirigirse a Belén, de donde procedía su familia; no su padre, sino sus antepasados, e incluso su madre.
La Santísima Virgen María quiso acompañarlo, y de común acuerdo los dos esposos emprendieron camino sin saber cuánto tardarían ni el lugar donde la Divina Providencia había dispuesto que naciera el Redentor.
El corazón de José rebosaba de alegría por el Hijo de Dios que se había encarnado en el seno de la Santísima Virgen María, pero también estaba traspasado de dolor por los padecimientos a que se vería sometida su Esposa en un viaje tan dificultoso y con un tiempo tan gélido, en el mes de diciembre y la estación de las lluvias. El camino era parecido al que Ella había tomado para ir a visitar a Santa Isabel, de casi 130 kilómetros. Pero en esta ocasión resultó más incómodo para María, que ya estaba en el noveno mes de embarazo. Eran cuatro días de camino que los dos esposos hicieron a pie cargando sobre un pollino las pocas cosas que necesitaban para el viaje.
Finalmente llegaron a Belén. Sin embargo, no había alojamiento disponible y todo estaba ocupado. Dice el Evangelista que María «dio a luz a su hijo primogénito y le acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón» (Lc.2,7).
No había sitio en la posada. El Señor había concedido una gracia inmensa a los habitantes de Belén: la de alojar al Redentor. Es lógico suponer que cuando San José se dio cuenta de la inminencia del parto llamase a todas las puertas antes de decidirse a buscar refugio en una cueva. Las posadas estaban llenas, pero había algunas casas de gente rica allí, y tal vez se dirigiera a ellas en vano buscando hospitalidad. José tenía además parientes en Belén, pero tampoco encontró quien lo recibiera entre los de su tribu y familia. No halló en todo el pueblo una familia que hiciera un esfuerzo renunciando al egoísmo y la comodidad para acogerlos. Los posaderos dieron prioridad a los clientes más ricos sin imaginarse la ocasión tan extraordinaria que se perdían. Qué feliz habría sido quien hubiese hospedado a José y María, quien hubiese tenido la suerte de ofrecer su propia casa para el nacimiento del Redentor de la humanidad. ¡Qué oportunidad se perdieron! Nadie reconoció la intervención de Dios en la historia. La Divina Providencia había dispuesto que el Verbo Encarnado, el Rey de reyes, naciera en la gruta de Belén privado de todo honor, comodidad y bienestar, dándonos con ello ejemplo del desprecio del mundo al que todos estamos llamados. Los habitantes de Belén estaban apegados a los bienes terrenales y tenían el corazón cerrado y la mente enceguecida. No eran capaces de alzar la mirada para descubrir las señales del Cielo en las cosas de la Tierra.
Pidamos a San José en estos días de Adviento que nos abra el corazón, nos ilumine la mente y nos ayude a escuchar la voz misteriosa de la Gracia para descubrir las señales divinas en nuestras experiencias humanas, porque Dios siempre está a nuestro lado para guiarnos a la cueva de Belén.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)