Jorgito quiere ser santo, pero el mundo no le deja. Jorgito es un típico niño de seis años. No muy alto pero tampoco bajo. No muy rubio, pero tampoco moreno. Como he dicho, el típico niño de seis años. De hecho, Jorgito pasaría totalmente desapercibido entre una multitud de chavales… y, sin embargo, nuestro protagonista tiene algo que lo diferencia de los demás. Algo muy importante y que lo hace único entre su generación: Jorgito quiere ser santo.
Desde que era bien pequeñito se le metió en la cabeza la idea de ser santo. Y si hay algo que caracteriza a nuestro Jorgito, es que es de ideas fijas. Se le mete algo en la cabeza y no para hasta conseguirlo. Y claro… con un niño así, esa idea solo podía acarrearle serios problemas.
Porque, ¿cómo conseguir ser santo en el mundo de hoy? Cualquiera diría que es sencillo; que basta seguir lo que dice el catecismo; que es suficiente con leer el evangelio, o simplemente que solo hay que hacer caso a Jesús en la oración. Pero, cualquiera que diga eso es que no ha intentado ser santo de verdad en el mundo de hoy. Y si no, que se lo digan a Jorgito.
Jorgito habla con Jesús todas las noches. Eso se lo enseñaron sus papás desde bien pequeñito. Le gusta contarle su día antes de ceder al sueño. Aprovecha entonces para expresarle sus quejas sobre sus cuatro hermanos, que le hacen la vida imposible. Hay veces que le reprocha no haberle hecho hijo único, pero Jesús siempre le hace ver que los hijos únicos tienen mucho más difícil ganarse el cielo, porque no llegan nunca a conocer lo que es el compartir. “Y al cielo, sin generosidad auténtica, no se entra”, le corrige con cariño.
Jorgito escucha siempre con los oídos bien abiertos. Porque nuestro Jorgito también es un niño despierto. Y le gusta hacer siempre caso a Jesús, aunque a veces —la mayoría— eso le acarree auténticos problemas.
Por poner un ejemplo, Jesús le aconsejó la semana pasada que leyera vida de santos. “Son pequeños tesoros que te servirán de guía” — le aseguró mientras le enumeraba unas cuantas biografías interesantes como la de San Martín de Porres, San Tarsicio o las de San Justo y Pastor, patronos de la Diócesis de Alcalá de Henares.
Y Jorgito, que es obediente, no esperó ni un día para acudir a la Iglesia a pedirle al cura esos magníficos libros. Menos mal que el sacerdote que lo confiesa, que ya empieza a conocerlo, está muy preocupado por su actitud y no desaprovecha ocasión para llevarlo por el buen camino. ¡Qué sería de Jorgito si no!
En cuanto el niño se puso a enumerar las lecturas que Jesús le había aconsejado, el sacerdote se convulsionó en la silla de su despacho. Debo aclarar que en la parroquia de Jorgito ya no se usan los confesionarios porque asustan a la gente y solo consiguen espantarla de su Iglesia. Por eso siempre lo recibe en su moderno despacho. Y nuestro protagonista, que nunca ha visto un confesionario, se los imagina terriblemente tétricos y oscuros, porque solo así se explica que la gente no haya vuelto jamás. ¡Menudo susto tuvieron que recibir los pobres!
En fin, un sudor frio le recorrió a nuestro sacerdote la espalda y el infeliz tuvo que sacudirse las ideas con sus manos para espantarlas definitivamente de su mente. ¡Qué cosas decía Jorgito!
–¡Anda, Jorgito! Olvídate de tales historias —le decía condescendiente—. ¿Pero se puedes saber de dónde sacas tales ideas? ¿Vidas de santos? ¡Quita, quita! Esos libros cuentan historias de otros tiempos, imposibles para el hombre de hoy. Tú tienes que leer otra cosa, algo que te sirva; que sea provechoso y que edifique.
El sacerdote ojea su biblioteca y encuentra pronto lo que buscaba: Mi amigo, Jesús. Jorgito, sin estar muy convencido, le echa un vistazo y lo primero que observa es que se trata de otro de esos libros que se empeñan en darle en la clase de Religión. Tomos insulsos donde extrañas ovejitas parlantes enseñan a los niños a tirar los papeles a la basura y a mantener limpia tu ciudad.
Nuestro niño no está muy satisfecho, pero Jesús le ha dicho muchas veces que no debe contestar a los mayores, por lo que sale del despacho tan apurado como apenado por no poder contentar a su gran Amigo. En cuanto llega a su casa, sus padres, que de tontos no tienen un pelo, le quitan el libro de sus manos y lo depositan en una repisa bien alta para que ninguno de sus hijos pueda alcanzarlo.
Por la noche, cuando Jesús le pregunta con dulzura si ha conseguido los libros que le mandó, Jorgito le cuenta con detalles la conversación con el cura… Y el pobre niño detecta un halo de tristeza en su Amigo.
—Jorgito —suspira Jesús—. Hagamos una cosa. En vez de leer la vida de los Santos, lo que vamos a hacer es que los conozcas personalmente. Voy a llamarlos para que te la cuenten ellos mismos. ¿Qué me dices?
Jorgito está encantado. ¡Nuevos amigos!
—Y Jorgito… una cosa más.
—Díme, Señor.
—No te olvides de rezar por tu cura, ¿de acuerdo?
Jorgito vuelve a detectar esa profunda tristeza que tanto le asusta en su Amigo, y responde como solo puede hacer un niño de seis años que quiere ser santo.
—Lo que me mandes, Señor.
Mónica C. Ars