El 25 de marzo la Iglesia celebra la solemnidad de la anunciación: la gran fiesta de la encarnación del Hijo de Dios que , por obra del Espíritu Santo, sucede en el vientre de María Santísima y que nos lleva también a la contemplación del don divino de la vida que existe desde el mismo instante de la concepción.
Este es un día propicio, al igual que el 28 de diciembre, para llamar la atención nuevamente del silencioso holocausto abortista en todo el mundo. Un genocidio que causa cada año millones de víctimas y que está amparando en numerosos países por legislaciones no solo permisivas sino abiertamente partidarias de reconocer ese execrable crimen como un “derecho”.
A partir de este terrible hecho se impone una profunda reflexión en la Iglesia. En primer lugar, es urgente llamar por su nombre real a cada cosa: el aborto no puede nombrarse como “interrupción voluntaria” del embarazo; esa definición (de por si muy sutil) evita un primer rechazo de un sector ignorante y narcotizado de la sociedad. Se trata de un crimen porque la vida humana existe desde la concepción, El Padre Loring, que en gloria esté, afirmaba muy audazmente que en el futuro deseado, cuando la actual pesadilla modernista/liberal termine y venga la regeneración moral, las futuras generaciones se avergonzarán del pasado al constatar que “el ser humano es el único ser vivo capaz de matar a sus propios hijos” a diferencia de todas las fieras del mundo animal.
Pero además de esta consideración la Iglesia no debe dejar de apuntar a la principal causa del aborto provocado: el pecado contra el sexto mandamiento. Ese pecado lleva consigo, en muchos casos, el pecado contra el quinto de “no matarás”. Como muy bien señaló (en el sínodo de la familia celebrado en Roma en el año 2015), monseñor Bialasik (obispo de Oruro en Bolivia), el pecado de impureza (las relaciones pre-matrimoniales y/o extramatrimoniales) constituye la mayoría de los abortos en el mundo. Las cifras lo demuestran: la mayoría de los abortos por ser “embarazos no deseados” proceden de relaciones entre novios antes de casarse, de relaciones furtivas movidas solo por el placer egoísta, y/o en relaciones de adulterio. Por esa regla de tres cuando la Iglesia predica, exhorta, y recuerda que hay un mandamiento, el sexto, que afirma la licitud de la relación sexual SOLO dentro del matrimonio, al hacerlo está no solo defendiendo la virtud de la pureza sino la misma vida desde la concepción.
Por tanto, se precisa con urgencia un lenguaje claro, sin tapujos ni complejos, no solo en defensa de la vida sino en señalamiento de las causas que conducen al aborto, y, por ende, en la catequesis firme y clara sobre el sexto mandamiento de la ley de Dios tanto en su aspecto afirmativo (que hace noble e íntegra el alma y cuerpo) como en su índole preceptiva que expresa el pecado mortal en su lesión. Quizás sea un acicate y estímulo saber que la catequesis de ese mandato ayudará no solo a proteger la moral sino a salvar vidas.