“Tomando, por consiguiente, como norma estricta las palabras ele Cristo y las del apóstol, ¿no se debería tal vez decir que la Iglesia de hoy más bien está inclinada a la condescendencia que a la severidad? De suerte que la acusación de opresora dureza que la nueva moral lanza contra la Iglesia, en realidad va a alcanzar, en primer lugar, a la misma adorable persona de Cristo”.
Estas palabras, pronunciadas hace 65 años en 1952 por el venerable papa Pío XII contra la llamada «moral de situación” suenan verdaderas hoy en día a ya más de un año de la publicación de “Amoris laetitia” del papa Francisco. Pese a ser Pío XII el papa reinante, cuando el joven Jorge Mario Bergoglio entró en el seminario jesuita como un novato, la condena de ‘nueva moral’ de Pío parece haber tenido poco efecto sobre él. Además de sus homilías diarias donde con frecuencia critica de «rígidos» a fieles católicos, el papa Francisco incluso le dijo a sus compañeros jesuitas que pensaba que los cargos de «moral de situación» son acusaciones como del “coco”, mientras apoya a Bernard Haring, teólogo discorde pro-anticoncepción.
Moral de situación se puede definir como un recurso individualista y subjetivo a las circunstancias concretas de acciones para justificar decisiones en oposición a la ley natural o voluntad revelada de Dios. Las intervenciones magisteriales de Pío XII sobre la moral de situación son notables precisamente por su presagio al anticipar con precisión y refutar directamente argumentos claves del papa Francisco para su propia ‘nueva moral’ en “Amoris Laetitia” y en otros lugares.
A continuación pueden encontrar extractos seguidos por el texto completo de cinco documentos magisteriales del papado del venerable Pío XII, que condena enfática, clara y solemnemente la herejía de la moral de situación, algunas de las cuales se publican aquí en inglés por primera vez.
1) Vegliare con sollecitudine, Discurso a la Asociación Italiana de comadronas católicas, 29 de octubre de 1951.
[…] Se objetará, sin embargo, que tal abstinencia es imposible, que un heroísmo como este no es factible. En la actualidad se puede escuchar y leer de esta objeción en todas partes, incluso de aquellos que, debido a su responsabilidad y autoridad, deberían ser de una mente bastante diferente. […] tenemos la doctrina del Concilio de Trento, que en el capítulo sobre la observancia necesaria y posible de los mandamientos, en referencia a un pasaje de la obra de Agustín, enseña: «Dios no manda cosas imposibles pero cuando El ordena, El ordena, El advierte a hacer lo que puedas y pedir Su ayuda para lo que está más allá de tus poderes, y El da Su ayuda para que esto sea posible. […]
2) La famiglia, Radiomensaje con motivo del Día de la Familia, 23 de Marzo, 1952
[…] La «nueva moral» afirma que la iglesia, en vez de promover la ley de la libertad humana y de amor, y de exigirte que esa dinámica que es digna de la vida moral, basa en lugar casi exclusivamente y con una rigidez excesiva, sobre la firmeza y la intransigencia de las leyes morales cristianas, recurriendo con frecuencia a los términos «estás obligado», “no es lícito”, que tiene demasiado de un aire de pedantería degradante. […], tomando por lo tanto la palabra de Cristo y de los Apóstoles como la regla estricta, ¿no debería uno decir que la Iglesia de hoy se inclina más bien a consentir que a la severidad? Resulta que la acusación de rigidez opresiva hecha contra la Iglesia por la «nueva moral”, en realidad ataca en primer lugar, la persona adorable de Cristo mismo”. […]
3) Soyez les bienvenues, Discurso a los participantes en el Congreso de la Federación Mundial de Mujeres Jóvenes Católicas, 18 de Abril, 1952
La marca distintiva de esta moral es que no se basa en el efecto de las leyes morales universales, como por ejemplo los Diez Mandamientos, sino en las condiciones o circunstancias reales y concretas en que los hombres deben actuar, y según la cual la conciencia del individuo debe juzgar y elegir. Tal estado de cosas es único, y es aplicable sólo una vez para cada acción humana. Es por ello que la decisión de conciencia, como los defensores de esta ética según afirman, no puede ser mandada por las ideas, principios y leyes universales. […] el adulterio y la fornicación, el abuso de matrimonio, el pecado solitario, el robo y la estafa, quitar las necesidades de la vida, privando a los trabajadores de sus salarios justos […] – todo esto está gravemente prohibido por el legislador Divino. Ningún examen es necesario. No importa cuál sea la situación del individuo, no hay otro camino abierto para él, sino obedecer. […] esta nueva moral, tal vez sin ser consciente de ello, actúa de acuerdo con el principio de que el fin justifica los medios. […] acaso [los mártires] de cara a la «situación» en la que se encontraban, inútilmente, o incluso por error incurrieron en una muerte sangrienta? No, por supuesto que no, y en su sangre son los testigos más explícitos de la verdad en contra de la «nueva moral».
4) Nous vous souhaitons, Discurso a los participantes en el Congreso Internacional de Psicoterapia y Psicología Clínica, 13 de Abril, 1953
[…] Sería erróneo establecer normas para la vida real, que se desviaran de la moral natural y cristiana, y que, a falta de una palabra mejor, podría ser llamada ética «personalista». Esto último, sin duda, recibiría una cierta «orientación» de lo anterior, pero esto no suscita ninguna obligación estricta. La ley de la estructura del hombre en lo concreto no es para inventarse sino para ser aplicada.
5) Contra doctrinam, Instrucción sobre la «Moral de situación”, Suprema Sagrada Congregación del Santa Oficio 2 de febrero de 1956
[…] Habiendo considerado estas cosas con el fin de evitar el peligro de la «nueva moral», de la cual el Sumo Pontífice Pío XII habló en las alocuciones realizadas en los días 23 de marzo y 18 de abril de 1952, y con el fin de salvaguardar la pureza y la integridad de la doctrina católica, esta Sagrada Congregación Suprema del Santo Oficio veta y prohíbe esta doctrina de la «moral de situación» de ser enseñada o aprobada, bajo cualquier nombre que se le puede designar, ya sea en las universidades, ateneos, seminarios o casas de formación religiosa, o en los libros, tesis, clases, ya sea, como se dice, en conferencias, o por cualquier otro medio que se pueda propagar o defender.
DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
AL CONGRESO DE LA UNIÓN CATÓLICA ITALIANA DE OBSTÉTRICAS
CON LA COLABORACIÓN DE LA FEDERACIÓN NACIONAL
DE COLEGIOS DE COMADRONAS CATÓLICAS
Lunes 29 de octubre de 1951
Velar con solicitud sobre aquella cuna silenciosa y obscura donde Dios infunde al germen dado por los padres un alma inmortal, para prodigar vuestros cuidados a la madre y preparar un nacimiento feliz al niño que ella lleva en sí: he ahí, amadas hijas, el objeto de vuestra profesión, el secreto de su grandeza y de su belleza.
Cuando se piensa en esta admirable colaboración de los padres, de la Naturaleza y de Dios, de la cual viene a la luz un nuevo ser humano a imagen y semejanza del Creador (cf. Gn 1, 26-27), ¿cómo podría no apreciarse en su justo valor el concurso precioso que vosotras aportáis a tal obra? La heroica madre de los Macabeos advertía a sus hijos: «Yo no sé de qué modo habéis tomado el ser en mi seno; yo no os he dado el espíritu y la vida, ni he compuesto el organismo de ninguno de vosotros. Así, pues, es el Creador del Universo el que ha formado al hombre en su nacimiento» (2 Mac 7, 22).
Por eso, quien se acerca a esta cuna del devenir de la vida y ejercita ahí su actividad de uno u otro modo, debe conocer el orden que el Creador quiere que sea mantenido y las leyes que lo rigen. Porque no se trata aquí de puras leyes físicas, biológicas, a las que necesariamente obedecen agentes privados de razón y fuerzas ciegas, sino de leyes cuya ejecución y cuyos efectos están confiados a la voluntaria y libre cooperación del hombre.
Este orden, fijado por la inteligencia suprema, va dirigido al fin querido por el Creador; comprende la obra exterior del hombre y la adhesión interna de su libre voluntad; implica la acción y la omisión. La naturaleza pone a disposición del hombre toda la concatenación de las causas de las que surgirá una nueva vida humana; toca al hombre dar suelta a su fuerza viva y a la Naturaleza desarrollar su curso y conducirla a término. Después que el hombre ha cumplido su parte y ha puesto en movimiento la maravillosa evolución de la vida, su deber es respetar religiosamente su progreso, deber que le prohíbe detener la obra de la Naturaleza o impedir su natural desarrollo.
De esta forma, la parte de la Naturaleza y la parte del hombre están netamente delimitadas. Vuestra formación profesional y vuestra experiencia os ponen en situación de conocer la acción de la Naturaleza y la del hombre, lo mismo que las normas y las leyes a que ambos están sujetos; vuestra conciencia, iluminada por la razón y la fe bajo la guía de la Autoridad establecida por Dios, os enseña hasta dónde se extiende la acción lícita y dónde, en cambio, se impone estrictamente la obligación de la omisión.
A la luz de estos principios, Nos proponemos ahora exponeros algunas consideraciones sobre el apostolado al que vuestra profesión os compromete. En efecto, toda profesión querida por Dios importa una misión, a saber: la de realizar en el campo de la profesión misma los pensamientos y las intenciones del Creador y ayudar a los hombres a comprender la justicia y la santidad de los designios divinos y el bien que deriva para ellos mismos de su cumplimiento.
Vuestro apostolado profesional se ejercita en primer lugar por medio de vuestra persona
¿Por qué se os llama? Porque se está convencido de que conocéis vuestro arte, de que sabéis qué necesitan la madre y el niño, a qué peligros están ambos expuestos, cómo pueden ser evitados o suprimidos estos peligros. Se espera de vosotras consejo y ayuda, naturalmente, no de modo absoluto, sino en los límites del saber y del poder humano, según el progreso y el estado presente de la ciencia y de la práctica en vuestra especialidad.
Si todo esto se espera de vosotras, es porque se tiene confianza en vosotras, y esta confianza es, ante todo, cosa personal. Vuestra persona debe inspirarla. Que esta confianza no sea burlada, es no sólo vivo deseo vuestro, sino también una exigencia de vuestro oficio y de vuestra profesión y, por lo tanto, un deber de vuestra conciencia. Por eso debéis tender a elevaros hasta el ápice de vuestros conocimientos específicos.
Pero vuestra habilidad profesional es también una exigencia y una forma de vuestro apostolado. ¿Qué crédito encontraría, en efecto, vuestra palabra en las cuestiones morales y religiosas relacionadas con vuestro oficio si aparecieseis deficientes en vuestros conocimientos profesionales? Por el contrario, vuestra intervención en el campo moral y religioso será de un peso muy diferente si sabéis imponer respeto con vuestra superior capacidad profesional. Al juicio favorable que os habréis ganado con vuestro mérito se añadirá, en el espíritu de aquellos que recurren a vosotras, la bien fundada persuasión de que el cristianismo de convicción y fielmente practicado, lejos de ser un obstáculo para el valor profesional, es un estímulo y una garantía de él. Verán claramente que, en el ejercicio de vuestra profesión, vosotras tenéis conciencia de vuestra responsabilidad ante Dios; que en vuestra fe en Dios encontráis el más fuerte motivo para asistir con tanta mayor entrega cuanto más grande es la necesidad; que en el sólido fundamento religioso encontráis vosotras la firmeza para oponer a irracionales e inmorales pretensiones (de cualquier parte que ellas vengan) un tranquilo, pero impávido e irreformable «no».
Estimadas y apreciadas como sois por vuestra conducta personal no menos que por vuestra ciencia y experiencia, veréis cómo se os confían de buen grado los cuidados de la madre y del niño, y acaso sin que vosotras mismas os deis cuenta ejercitaréis un profundo, frecuentemente silencioso, pero eficaz apostolado de cristianismo vivido. Porque por grande que pueda ser la autoridad moral que se debe a las cualidades propiamente profesionales, la acción del hombre sobre el hombre se lleva a cabo sobre todo con el doble sello de la verdadera humanidad y del verdadero cristianismo.
El segundo aspecto de vuestro apostolado es el celo para sostener
el valor y la inviolabilidad de la vida humana
El mundo presente tiene urgente necesidad de ser convencido de ello con el triple testimonio de la inteligencia, del corazón y de los hechos. Vuestra profesión os ofrece la posibilidad de dar tal testimonio y hacer de ello un deber. Acaso es una simple palabra dicha oportunamente y con tacto a la madre o al padre; con más frecuencia es toda vuestra conducta y vuestra manera consciente de obrar la que influye discretamente, silenciosamente, sobre ellos. Estáis más que otros en situación de conocer y de apreciar lo que la vida humana es en sí misma y lo que vale ante la sana razón, ante vuestra conciencia moral, ante la sociedad civil, ante la Iglesia y, sobre todo, a los ojos de Dios. El Señor ha hecho todas las restantes cosas sobre la faz de la tierra para el hombre, y el hombre mismo, por lo que toca a su ser y a su esencia, ha sido creado para Dios y no para criatura alguna, aunque en cuanto a sus obras tiene también obligaciones hacia la sociedad. Ahora bien, «hombre» es el niño, aunque no haya todavía nacido; en el mismo grado y por el mismo título que la madre.
Además, todo ser humano, aunque sea el niño en el seno materno, recibe derecho a la vida inmediatamente de Dios, no de los padres, ni de clase alguna de la sociedad o autoridad humana. Por eso no hay ningún hombre, ninguna autoridad humana, ninguna ciencia, ninguna «indicación» médica, eugenésica, social, económica, moral, que pueda exhibir o dar un título jurídico válido para una disposición deliberada directa sobre una vida humana inocente; es decir, una disposición que mire a su destrucción, bien sea como fin, bien como medio para otro fin que acaso de por sí no sea en modo alguno ilícito. Así, por ejemplo, salvar la vida de la madre es un nobilísimo fin; pero la muerte directa del niño como medio para este fin no es lícita. La destrucción directa de la llamada «vida sin valor», nacida o todavía sin nacer, que se practicó pocos años hace, en gran escala, no se puede en modo alguno justificar. Por eso, cuando esta práctica comenzó, la Iglesia declaró formalmente que era contrario al derecho natural y divino positivo, y por lo tanto ilícito matar, aunque fuera por orden de la autoridad pública, a aquellos que, aunque inocentes, a consecuencia de taras físicas o psíquicas, no son útiles a la nación, sino más bien resultan cargas para ella (Decr. S. Off. 2 dic. 1940; AAS, val. 32, 1940, páginas 553-554). La vida de un inocente es intangible y cualquier atentado o agresión directa contra ella es la violación de una de las leyes fundamentales, sin las que no es posible una segura convivencia humana. No tenemos necesidad de enseñaros en detalle la significación y la importancia en vuestra profesión de esta ley fundamental, pero no olvidéis que por encima de cualquier ley humana, de cualquier «indicación», se eleva, indefectiblemente, la ley de Dios.
El apostolado de vuestra profesión os impone el deber de comunicar también a otros el conocimiento, la estima y el respeto de la vida humana que vosotras nutrís en vuestro corazón por convicción cristiana: tomar, cuando es necesario, valientemente, la defensa de ella y proteger, cuando es necesario y está en vuestro poder, a la indefensa y todavía oculta vida del niño apoyándoos sobre la fuerza del precepto divino: Non occides: no matarás (Ex 20, 13). Tal función defensiva se presenta a veces como lo más necesario y urgente; sin embargo, no es la más noble ni la más importante parte de vuestra misión, porque ésta no es puramente negativa, sino, sobre todo, constructiva y tiende a promover, edificar y reforzar.
Infundid en el espíritu y en el corazón de la madre y del padre la estima, el deseo, el gozo, la acogida amorosa del recién nacido desde su primer vagido. El niño formado en el seno materno es un regalo de Dios (Sal 127, 3), que ponía su cuidado a los padres. ¡Con qué delicadeza, con qué encanto muestra la Sagrada Escritura la graciosa corona de los hijos reunidos en torno a la mesa del padre! Son la recompensa del justo, como la esterilidad es con frecuencia el castigo del pecador. Escuchad la palabra divina expresada con la insuperable poesía del Salmo: «Tu esposa será como vid abundante en lo íntimo de tu casa y tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa. He aquí de qué modo es bendecido el hombre temeroso de Dios» (Sal 128, 3-4). Mientras que del malvado se ha escrito: «Tu posteridad sea condenada a exterminio, y en la próxima generación extíngase hasta el nombre» (Sal 109, 13).
Desde su nacimiento, apresuraos —como hacían ya los antiguos romanos— a poner al niño en los brazos del padre, pero con un espíritu incomparablemente más elevado. Entre aquéllos era la afirmación de la paternidad y de la autoridad que de ella deriva; aquí es el homenaje de reconocimiento hacia el Creador, la invocación de la bendición divina, el compromiso de cumplir con devoto afecto el oficio que Dios les ha encomendado. Si el Señor alaba y premia al servidor fiel por haber hecho fructificar cinco talentos (cf. Mt 25. 21), ¿qué elogio, qué recompensa reservará al padre que ha custodiado y educado para él la vida humana que se le confió, superior a todo el oro y toda la plata del mundo?
Pero vuestro apostolado se dirige sobre todo a la madre. Sin duda, la voz de la Naturaleza habla en ella y le pone en el corazón el deseo, el gozo, la valentía, el amor, la voluntad de tener cuidado del niño; pero para vencer las sugestiones de la pusilanimidad en todas sus formas, aquella voz tiene necesidad de ser reforzada y de tomar, por decirlo así, un acento sobrenatural. A vosotras os toca hacer gustar a la joven madre, menos con las palabras que con toda vuestra manera de ser y obrar, la grandeza, la belleza, la nobleza de aquella vida que se desarrolla, se forma y vive en su seno, que nace de ella, que ella lleva en sus brazos y nutre de su pecho; hacer resplandecer a sus ojos y en su corazón el gran don del amor de Dios hacia ella y hacia su niño. La Sagrada Escritura os hace escuchar en múltiples ejemplos el eco de la oración suplicante y después el de los cantos de reconocida alegría de tantas madres finalmente oídas, tras de haber implorado largamente con lágrimas la gracia de la maternidad. También los dolores que, después de la culpa original, debe sufrir la madre para dar a luz a su niño, no hacen sino apretar más el vínculo que les une; ella le amará tanto más cuanto más dolor le ha costado. Esto lo ha expresado con profunda y conmovedora simplicidad aquel que plasmó el corazón de las madres: «La mujer, cuando pare, sufre dolor porque ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, no se acuerda ya de la angustia por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16,21). Y en otro pasaje, el Espíritu Santo, por la pluma del apóstol San Pablo, muestra una vez más la grandeza y la alegría de la maternidad: Dios da a la madre el niño, pero al darlo le hace cooperar efectivamente al abrirse de la flor cuya semilla había puesto en sus vísceras, y esta cooperación viene a ser el camino que le conduce a su salvación eterna: «se salvará la mujer por la generación de los hijos» (Ti2,15).
Este acuerdo perfecto de la razón y de la fe os da la garantía de que estáis en la verdad plena y de que podéis proseguir con seguridad y sin duda vuestro apostolado de estima y de amor hacia la vida naciente. Si conseguís ejercitar este apostolado junto a la cena donde llora el recién nacido, no será demasiado difícil obtener lo que vuestra conciencia profesional, en armonía con la ley de Dios y de la Naturaleza, os impone prescribir para el bien de la madre y del niño.
No necesitamos demostraros a vosotras, que tenéis experiencia de ello, cuán necesario es hoy este apostolado de la estima y del amor hacia la nueva vida. Sin embargo, no son raros los casos en que el hablar, aunque sólo sea con un acento de cautela, de los hijos como de una «bendición», basta para provocar contradicciones y acaso hasta burlas. Con mucha más frecuencia domina la idea y la palabra del grave «peso» de los hijos. ¡Cuán opuesta al pensamiento de la Naturaleza es esta mentalidad! Si hay condiciones y circunstancias en que los padres, sin violar la ley de Dios, pueden evitar la «bendición de los hijos», sin embargo, estos casos de fuerza mayor no autorizan a pervertir las ideas, a depreciar los valores y a vilipendiar a la madre que ha tenido el valor y el honor de dar la vida.
Si lo que hasta ahora hemos dicho toca a la protección y al cuidado de la vida natural, con mucha mayor razón debe valer para la vida sobrenatural que el recién nacido recibe con el bautismo. En la presente economía no hay otro medio para comunicar esta vida al niño, que no tiene todavía uso de razón. Y, sin embargo, el estado de gracia en el momento de la muerte es absolutamente necesario para la salvación: sin él no es posible llegar a la felicidad sobrenatural y a la visión beatifica de Dios. Un acto de amor puede bastar al adulto para conseguir la gracia santificante y suplir el defecto del bautismo; al que todavía no ha nacido o al niño recién nacido este camino no le está abierto. Si se considera, pues, que la caridad hacia el prójimo impone asistirle en caso de necesidad, que esta obligación es tanto más grave y urgente cuanto más grande es el bien que hay que procurar o el mal que hay que evitar, y cuanto menos el necesitado es capaz de ayudarse y de salvarse por sí mismo, entonces es fácil comprender la grande importancia de atender al bautismo de un niño, privado de todo uso de razón y que se encuentra en grave peligro o ante una muerte segura. Sin duda este deber obliga, en primer lugar, a los padres; pero en los casos de urgencia, cuando no hay tiempo que perder y no es posible llamar a un sacerdote, os toca a vosotras el sublime oficio de conferir el bautismo. No dejéis, pues, de prestar este servicio caritativo y de ejercitar este activo apostolado de vuestra profesión. Que os sirva de aliento y de estímulo la palabra de Jesús: «Bienaventurados los misericordiosos, porque encontrarán misericordia» (Mt 5, 7) ¡Y qué misericordia más grande y más bella que asegurar al alma del niño —entre el umbral de la vida que apenas ha nacido y el umbral de la muerte que se apresta a pasar— la entrada en la eternidad gloriosa y beatificante!
Un tercer aspecto de vuestro apostolado profesional se podría denominar
el de la asistencia a la madre en el cumplimiento pronto y generoso de su función materna
Apenas hubo escuchado el mensaje del ángel, María Santísima respondió: «¡He aquí la esclava del Señor! Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Un «fiat», un «sí» ardiente a la vocación de madre, Maternidad virginal, incomparablemente superior a toda otra; pero maternidad real en el verdadero y propio sentido de la palabra (cf. Gal 4,4). Por eso, al recitar el Ángelus Domini, después de haber recordado la aceptación de María, el fiel concluye inmediatamente: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1,14).
Es una de las exigencias fundamentales del recto orden moral que al uso de los derechos conyugales corresponda la sincera aceptación interna del oficio y del deber de la maternidad. Con esta condición camina la mujer por la vía establecida por el Creador hacia el fin que Él ha asignado a su criatura, haciéndola, con el ejercicio de aquella función, participante de su bondad, de su sabiduría y de su omnipotencia, según el anuncio del Ángel: «Concipies in utero et paries: concebirás en tu seno y parirás» (cf. Lc1, 31).
Si éste es, pues, el fundamento biológico de vuestra actividad profesional, el objeto urgente de vuestro apostolado será: trabajar por mantener, despertar, estimular el sentido y el amor del deber de la maternidad.
Cuando los cónyuges estiman y aprecian el honor de suscitar una nueva vida, cuyo brote esperan con santa impaciencia, vuestra tarea es bien fácil: basta cultivar en ellos este sentimiento interno: la disposición para acoger y para cuidar aquella vida naciente sigue entonces como por sí misma. Pero con frecuencia no es así; con frecuencia el niño no es deseado; peor aún, es temido. ¿Cómo podría en tales condiciones existir la prontitud para el deber? Aquí vuestro apostolado debe ejercitarse de una manera efectiva y eficaz: ante todo, negativamente, rehusando toda cooperación inmoral; y positivamente, dirigiendo vuestros delicados cuidados a disipar los prejuicios, las varias aprensiones o los pretextos pusilánimes, a alejar, cuanto os sea posible, los obstáculos, incluso exteriores, que puedan hacer penosa la aceptación de la maternidad. Si no se recurre a vuestro consejo y a vuestra ayuda, sino para facilitar la procreación de la nueva vida, para protegerla y encaminarla hacia su pleno desarrollo, vosotras podéis sin más prestar vuestra cooperación. ¿Pero en cuántos otros casos se recurre a vosotras para impedir la procreación y la conservación de esta vida, sin respeto alguno de los preceptos de orden moral? Obedecer a tales exigencias sería rebajar vuestro saber y vuestra habilidad, haciéndoos cómplices de una acción inmoral; sería pervertir vuestro apostolado. Este exige un tranquilo, pero categórico «no», que no permite transgredir la ley de Dios y el dictamen de la conciencia. Por eso vuestra profesión os obliga a tener un claro conocimiento de aquella ley divina de modo que la hagáis respetar, sin quedaros más aquí ni más allá de sus preceptos.
Nuestro Predecesor Pío XI, de feliz memoria, en su Encíclica Casti connubii, del 31 de diciembre de 1930, proclamó de nuevo solemnemente la ley fundamental del acto y de las relaciones conyugales: que todo atentado de los cónyuges en el cumplimiento del acto conyugal o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, atentado que tenga por fin privarlo de la fuerza a él inherente e impedir la procreación de una nueva vida, es inmoral; y que ninguna «indicación» o necesidad puede cambiar una acción intrínsecamente inmoral en un acto moral y lícito (cf. AAS, vol. 22, págs. 559 y sigs.).
Esta prescripción sigue en pleno vigor lo mismo hoy que ayer, y será igual mañana y siempre, porque no es un simple precepto de derecho humano, sino la expresión de una ley natural y divina.
Sean Nuestras palabras una norma segura para todos los casos en que vuestra profesión y vuestro apostolado exigen de vosotras una determinación clara y firme.
Sería mucho más que una simple falta de prontitud para el servicio de la vida si el atentado del hombre no fuera sólo contra un acto singular, sino que atacase al organismo mismo, con el fin de privarlo, por medio de la esterilización, de la facultad de procrear una nueva vida. También aquí tenéis para vuestra conducta interna y externa una clara norma en las enseñanzas de la Iglesia. La esterilización directa —esto es, la que tiende, como medio o como fin, a hacer imposible la procreación— es una grave violación de la ley moral y, por lo tanto, ilícita.
Tampoco la autoridad pública tiene aquí derecho alguno, bajo pretexto de ninguna clase de «indicación», para permitirla, y mucho menos para prescribirla o hacerla ejecutar con daño de los inocentes. Este principio se encuentra ya enunciado en la Encíclica arriba mencionada de Pío XI sobre el matrimonio (l. c., págs. 564, 565). Por eso, cuando, ahora hace un decenio, la esterilización comenzó a ser cada vez más ampliamente aplicada, la Santa Sede se vio en la necesidad de declarar expresa y públicamente que la esterilización directa, tanto perpetua como temporal, e igual del hombre que de la mujer, es ilícita en virtud de la ley natural, de la que la Iglesia misma, como bien sabéis, no tiene potestad de dispensar (Decr. S. Off., 22 febrero 1940. AAS, 1940, página 73).
Oponeos, pues, por lo que a vosotras toca, en vuestro apostolado, a estas tendencias perversas y negadles vuestra cooperación.
Se presenta, además, estos días el grave problema de si la obligación de la pronta disposición al servicio de la maternidad es conciliable y en que medida con el recurso cada vez más difundido a las épocas de la esterilidad natural (los llamados períodos agenésicos de la mujer), lo cual parece una clara expresión de la voluntad contraria a aquella disposición.
Se espera justamente de vosotras que estéis bien informadas desde el punto de vista médico de esta conocida teoría y de los progresos que en esta materia se pueden todavía prever, y, además, que vuestros consejos y vuestra asistencia no se apoyen sobre simples publicaciones populares, sino que estén fundados sobre la objetividad científica y sobre el juicio autorizado de especialistas concienzudos en medicina y en biología. Es oficio no del sacerdote, sino vuestro, instruir a los cónyuges, tanto en consultas privadas como mediante publicaciones, sobre el aspecto biológico y técnico de la teoría, pero sin dejaros arrastrar a una propaganda que no sea ni justa ni conveniente. Pero hasta en este campo vuestro apostolado requiere de vosotras, como mujeres y como cristianas, que conozcáis y difundáis las normas morales a las que está sujeta la aplicación de aquella teoría. Y en esto es competente la Iglesia.
Es preciso, ante todo, considerar dos hipótesis. Si la práctica de aquella teoría no quiere significar otra cosa sino que los cónyuges pueden hacer uso de su derecho matrimonial también en los días de esterilidad natural, no hay nada que oponer; con esto, en efecto, aquellos no impiden ni perjudican en modo alguno la consumación del acto natural y sus ulteriores consecuencias. Precisamente en esto la aplicación de la teoría de que hablamos se distingue esencialmente del abuso antes señalado, que consiste en la perversión del acto mismo. Si, en cambio, se va más allá, es decir, se permite el acto conyugal exclusivamente en aquellos días, entonces la conducta de los esposos debe ser examinada más atentamente.
Y aquí de nuevo se presenta a Nuestra reflexión dos hipótesis si, ya en la celebración del matrimonio, al menos uno de los cónyuges hubiese tenido la intención de restringir a los tiempos de esterilidad el mismo derecho matrimonial y no sólo su uso, de modo que en los otros días el otro cónyuge no tendría ni siquiera el derecho a exigir el acto, esto implicaría un defecto esencial del consentimiento matrimonial que llevaría consigo la invalidez del matrimonio mismo, porque el derecho que deriva del contrato matrimonial es un derecho permanente, ininterrumpido, y no intermitente, de cada uno de los cónyuges con respecto al otro.
Si en cambio, aquella limitación del acto a los días de esterilidad natural se refiere, no al derecho mismo, sino sólo al uso del derecho, la validez del matrimonio queda fuera de discusión; sin embargo, la licitud moral de tal conducta de los cónyuges habría que afirmarla o negarla según la intención de observar constantemente aquellos tiempos, estuviera basada o no sobre motivos morales suficientes y seguros.
La razón es porque el matrimonio obliga a un estado de vida que, del mismo modo que confiere ciertos derechos, impone también el cumplimiento de una obra positiva que mira al estado mismo. En este caso se puede aplicar el principio general de que una prestación positiva puede ser omitida si graves motivos, independientes de la buena voluntad de aquellos que están obligados a ella, muestran que tal prestación es inoportuna o prueban que no se puede pretender equitativamente por el acreedor a tal prestación (en este caso el género humano).
El contrato matrimonial, que confiere a los esposos el derecho de satisfacer la inclinación de la naturaleza, les constituye en un estado de vida, el estado matrimonial; ahora bien, a los cónyuges que hacen uso de él con el acto específico de su estado, la Naturaleza y el Creador les imponen la función de proveer a la conservación del género humano. Esta es la prestación característica que constituye el valor propio de su estado, el bonum prolis. El individuo y la sociedad, el pueblo y el Estado, la Iglesia misma, dependen para su existencia, en el orden establecido por Dios, del matrimonio fecundo. Por lo tanto, abrazar el estado matrimonial, usar continuamente de la facultad que le es propia y sólo en él es lícita, y, por otra parte, substraerse siempre y deliberadamente sin un grave motivo a su deber primario, sería pecar contra el sentido mismo de la vida conyugal.
De esta prestación positiva obligatoria pueden eximir, incluso por largo tiempo y hasta por la duración entera del matrimonio, serios motivos, como los que no raras veces existen en la llamada «indicación» médica, eugenésica, económica y social. De aquí se sigue que la observancia de los tiempos infecundos puede ser «lícita» bajo el aspecto moral; y en las condiciones mencionadas es realmente tal. Pero si no hay, según un juicio razonable y equitativo, tales graves razones personales o derivantes de las circunstancias exteriores, la voluntad de evitar habitualmente la fecundidad de la unión, aunque se continúe satisfaciendo plenamente la sensualidad, no puede menos de derivar de una falsa apreciación de la vida y de motivos extraños a las rectas normas éticas.
Ahora bien, acaso insistáis, observando que en el ejercicio de vuestra profesión os encontráis a veces ante casos muy delicados en que no es posible exigir que se corra el riesgo de la maternidad, lo cual tiene que ser absolutamente evitado, y en los que, por otra parte, la observancia de los períodos agenésicos o no da suficiente seguridad o debe ser descartada por otros motivos. Y entonces preguntáis cómo se puede todavía hablar de un apostolado al servicio de la maternidad. Si, según vuestro seguro y experimentado juicio, las condiciones requieren absolutamente un «no»; es decir, la exclusión de la maternidad, sería un error y una injusticia imponer o aconsejar un «sí». Se trata aquí verdaderamente de hechos concretos y, por lo tanto, de una cuestión no teológica, sino médica; ésa es, por lo tanto, competencia vuestra. Pero en tales casos los cónyuges no piden de vosotras una respuesta médica necesariamente negativa, sin la aprobación de una «técnica» de la actividad conyugal, asegurada contra el riesgo de la maternidad. Y he aquí que con esto sois llamadas de nuevo a ejercitar vuestro apostolado en cuanto que no tenéis que dejar ninguna duda sobre que, hasta en estos casos extremos, toda maniobra preventiva y todo atentado directo a la vida y al desarrollo del germen está prohibido y excluido en conciencia y que sólo un camino permanece abierto: es decir, el de la abstinencia de toda actuación completa de la facultad natural. Aquí vuestro apostolado os obliga a tener un juicio claro y seguro y una tranquila firmeza.
Pero se objetará que tal abstinencia es imposible, que tal heroísmo es impracticable. Esta objeción la oiréis vosotras, la leeréis con frecuencia hasta por parte de quienes, por deber y por competencia, deberían estar en situación de juzgar de modo muy distinto. Y como prueba se aduce el siguiente argumento: «Nadie está obligado a lo imposible, y ningún legislador razonable se presume que quiera obligar con su ley también a lo imposible. Pero para los cónyuges la abstinencia durante un largo periodo es imposible. Luego no están obligados a la abstinencia. La ley divina no puede tener este sentido.»
De este modo, de premisas parciales verdaderas se deduce una consecuencia falsa. Para convencerse de ello basta invertir los términos del argumento: «Dios no obliga a lo imposible. Pero Dios obliga a los cónyuges a la abstinencia si su unión no puede ser llevada a cabo según las normas de la Naturaleza. Luego en estos casos la abstinencia es posible.» Como confirmación de tal argumento, tenemos la doctrina del Concilio de Trento, que en el capítulo sobre la observancia necesaria y posible de los mandamientos, enseña, refiriéndose a un pasaje de San Agustín: «Dios no manda cosas imposibles, pero cuando manda advierte que hagas lo que puedes y que pidas lo que no puedes y Él ayuda para que puedas» (Conc. Trid., sess. 6, cap. II: Denzinger, núm. 804; S. Agustín. De natura et gratia, cap. 43, n. 50: Migne, PL, 44, 271).
Por eso no os dejéis confundir en la práctica de vuestra profesión y en vuestro apostolado por tanto hablar de imposibilidad, ni en lo que toca a vuestro juicio interno, ni en lo que se refiere a vuestra conducta externa. No os prestéis jamás a nada que sea contrario a la ley de Dios y a vuestra conciencia cristiana! Es hacer una injuria a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo estimarles incapaces de un continuado heroísmo. Hoy, por muchísimos motivos —acaso bajo la presión de la dura necesidad y a veces hasta al servicio de la injusticia—, se ejercita el heroísmo en un grado y con una extensión que en los tiempos pasados se habría creído imposible. ¿Por qué, pues, este heroísmo, si verdaderamente lo exigen las circunstancias, tendría que detenerse en los confines señalados por las pasiones y por las inclinaciones de la Naturaleza? Es claro, el que no quiere dominarse a sí mismo, tampoco lo podrá; y quien crea dominarse contando solamente con sus propias fuerzas, sin buscar sinceramente y con perseverancia la ayuda divina, se engañará miserablemente.
He aquí lo que concierne a vuestro apostolado para ganar a los cónyuges al servicio de la maternidad, no en el sentido de una ciega esclavitud bajo los impulsos de la Naturaleza, sino de un ejercicio de los derechos y de los deberes conyugales regulados por los principios de la razón y de la fe.
El último aspecto de vuestro apostolado toca a la defensa del recto orden de los valores
y de la dignidad de la persona humana
Los «valores de la persona» y la necesidad de respetarlos es un tema que desde hace dos decenios ocupa cada vez más a los escritores. En muchas de sus lucubraciones, hasta el acto específicamente sexual tiene su puesto asignado para hacerlo servir a la persona de los cónyuges. El sentido propio y más profundo del ejercicio del derecho conyugal debería consistir en que la unión de los cuerpos es la expresión y la actuación de la unión personal y afectiva.
Artículos, capítulos, libros enteros, conferencias, especialmente sobre la «técnica del amor», están dedicados a difundir estas ideas, a ilustrarlas con advertencias a los recién casados como guía del matrimonio para que no dejen pasar por tontería o por mal entendido pudor o por infundado escrúpulo lo que Dios, que ha creado también las inclinaciones naturales, les ofrece. Si de este completo don recíproco de los cónyuges surge una vida nueva, ésta es un resultado que queda fuera, o cuando más como en la periferia de los «valores de la persona»; resultado que no se niega, pero que no se quiere que esté en el centro de las relaciones conyugales.
Según estas teorías, vuestra consagración para el bien de la vida todavía oculta en el seno materno, o para favorecer su nacimiento feliz, no tendría sino una influencia menor y pasaría a segunda línea.
Ahora bien, si esta apreciación relativa no hiciese sino poner el acento sobre el valor de la persona de los esposos más que sobre el de la prole, se podría en rigor dejar de examinar tal problema; pero se trata, en cambio, de una grave inversión del orden de los valores y de los fines puestos por el mismo Creador. Nos encontramos frente a la propagación de un complejo de ideas y de afectos, directamente opuesto a la claridad, a la profundidad y a la seriedad del pensamiento cristiano. Y he aquí que de nuevo tiene que intervenir vuestro apostolado. Podrá, en efecto, ocurriros que seáis las confidentes de la madre y esposa y os interroguen sobre los más secretos deseos y sobre las intimidades de la vida conyugal. ¿Pero cómo podréis entonces, conscientes de vuestra misión, hacer valer la verdad y el recto orden en las apreciaciones y en la acción de los cónyuges si no tuvieseis vosotras mismas un exacto conocimiento y estuvieseis dotadas de la firmeza de carácter necesario para sostener lo que sabéis que es verdadero y justo?
La verdad es que el matrimonio, como institución natural, en virtud de la voluntad del Creador, no tiene como fin primario e íntimo el perfeccionamiento personal de los esposos, sino la procreación y la educación de la nueva vida. Los otros fines, aunque también los haga la Naturaleza, no se encuentran en el mismo grado del primero y mucho menos le son superiores, sino que le están esencialmente subordinados. Esto vale para todo matrimonio, aunque sea infecundo; como de todo ojo se puede decir que está destinado y formado para ver, aunque en casos anormales, por especiales condiciones internas y externas, no llegue nunca a estar en situación de conducir a la percepción visual.
Precisamente para cortar todas las incertidumbres y desviaciones que amenazan con difundir errores en torno a la escala de los fines del matrimonio y a sus recíprocas realizaciones, redactamos Nos mismo hace algunos años (10 de marzo de 1944) una declaración sobre el orden de aquellos fines, indicando lo que la misma estructura interna de la disposición natural revela, lo que es patrimonio de la tradición cristiana, lo que los Sumos Pontífices han enseñado repetidamente, lo que después en la debida forma ha sido fijado por el Código de Derecho Canónico (can. 1013 §1). Es más, poco después para corregir la opinión opuesta, la Santa Sede, por medio de un decreto público declaró que no puede admitirse la sentencia de ciertos autores recientes que niegan que el fin primario del matrimonio es la procreación y la educación de la prole, o enseñan que los fines secundarios no están esencialmente subordinados al fin primario, sino que son equivalentes e independientes de él (S.C.S. Officii, 1 abril 1944: AAS, vol. 36, a. 1944. pág. 103).
¿Se quiere acaso con esto negar o disminuir cuanto hay de bueno y de justo en los valores personales resultantes del matrimonio y de su práctica? No, ciertamente, porque a la procreación de la nueva vida ha destinado el Creador en el matrimonio seres humanos, hechos de carne y de sangre, dotados de espíritu y de corazón, y éstos están llamados en cuanto hombres, y no como animales irracionales, a ser los autores de su descendencia. A este fin, el Señor quiere la unión de los esposos. Efectivamente, de Dios dice la Sagrada Escritura que creó al hombre a su imagen y le creó varón y hembra (Gn 1,27), y ha querido —como repetidamente afirma en los libros sagrados— que «el hombre abandone a su padre y a su madre y se una a su mujer y formen una carne sola» (Gn 2, 24; Mt 19,5; Ef 5, 31).
Todo esto es, pues verdadero y querido por Dios, pero no debe separarse de la función primaria del matrimonio; esto es del servicio a una vida nueva. No sólo actividad común de la vida externa, sino también todo el enriquecimiento personal, el mismo enriquecimiento intelectual y espiritual, y hasta todo lo que hay de más espiritual y profundo en el amor conyugal como tal, ha sido puesto por la voluntad de la naturaleza y del Creador al servicio de la descendencia. Por su naturaleza, la vida conyugal perfecta significa también la entrega total de los padres en beneficio de los hijos, y el amor conyugal, con su fuerza y con su ternura, es el mismo un postulado del más sincero cuidado de la prole y la garantía de su actuación (cf. S. Th, 3 p., q. 29, a. 2. in c.; Suppl., q. 49, a. 2 ad 1).
Reducir la cohabitación de los cónyuges y el acto conyugal a una pura función orgánica para la transmisión de los gametos, sería sólo convertir el hogar doméstico, santuario de la familia, en un simple laboratorio biológico. Por eso, en nuestra Alocución del 29 de septiembre de 1949 al Congreso Internacional de los Médicos Católicos, excluimos formalmente del matrimonio la fecundación artificial. El acto conyugal, en su estructura natural, es una acción personal, una cooperación simultánea e inmediata de los cónyuges que, por la naturaleza misma de los agentes y la propiedad del acto, es la expresión del don recíproco que, según la palabra de la Escritura, efectúa la unión «en una carne sola».
Esto es mucho más que la unión de dos gametos, que puede efectuarse también artificialmente, es decir, sin la acción natural de los cónyuges. El acto conyugal, ordenado y querido por la Naturaleza, es una cooperación personal a la que los esposos, al contraer matrimonio, se otorgan mutuamente el derecho.
Por eso, cuando esta prestación en su forma natural y desde el comienzo es permanentemente imposible, el objeto de contrato matrimonial se encuentra afectado por un vicio esencial. Es lo que entonces dijimos: «No se olvide: sólo la procreación de una nueva vida según la voluntad y el designio del Creador lleva consigo, en un grado estupendo de perfección, la realización de los fines intentados. Esta es, al mismo tiempo, conforme a la naturaleza corporal y espiritual y a la dignidad de los esposos, y al desarrollo normal y feliz del niño» (AAS, vol. 41, 1949, página 560).
Decid, pues, a la novia o la recién casada que viniere a hablaros de los valores personales, que tanto en la esfera del cuerpo o de los sentidos, como en la espiritual, son realmente genuinos, pero que el Creador los ha puesto en la escala de los valores, no en el primero, sino en el segundo grado.
Añadid otra consideración, que corre el riesgo de caer en olvido: todos estos valores secundarios de la esfera y de la actividad generativa entran en el ámbito del oficio específico de los cónyuges, que es ser autores y educadores de la vida nueva. Alto y noble oficio, pero que no pertenece a la esencia de un ser humano completo, como si, en el caso de no obtener la natural tendencia generativa su realización, se tuviese en cierto modo o grado una disminución de la persona humana. La renuncia a aquella realización no es —especialmente si se hace por los más nobles motivos— una mutilación de los valores personales y espirituales. De esta libre renuncia por amor del reino de Dios, el Señor ha dicho: Non omnes capiunt verbum istud, sed quibus datum est: «No todos comprenden esta doctrina, sino sólo aquellos a quienes se les ha concedido» (Mt 19, 11).
Exaltar más de la medida, como hoy se hace no raras veces la función generativa, aun en la forma justa y moral de la vida conyugal, es, por eso, no sólo un error y una aberración; lleva consigo el peligro de una desviación intelectual y afectiva, apta para impedir y sofocar buenos y elevados sentimientos, especialmente en la juventud todavía desprovista de experiencia y desconocedora de los desengaños de la vida. Porque, en fin, ¿qué hombre normal, sano de cuerpo y de alma, querría pertenecer al número de los deficientes de carácter y de espíritu?
¡Que pueda vuestro apostolado, allí donde vosotras ejercitéis vuestra profesión, iluminar las mentes e inculcar este justo orden de los valores para que los hombres conformen a él sus juicios y su conducta!
Esta exposición Nuestra sobre la función de vuestro apostolado profesional sería incompleta si no añadiésemos todavía una breve palabra sobre la defensa de la dignidad humana en el uso de la inclinación generativa.
El mismo Creador, que en su bondad y sabiduría ha querido para la conservación y la propagación del género humano servirse de la cooperación del hombre y de la mujer uniéndoles en el matrimonio, ha dispuesto también que en aquella función los cónyuges experimenten un placer y una felicidad en el cuerpo y en el espíritu. Los cónyuges, pues, al buscar y gozar este placer no hacen nada de malo. Aceptan lo que el Creador les ha destinado.
Sin embargo, también aquí los cónyuges deben saber mantenerse en los límites de una justa moderación. Como en el gusto de los alimentos y de la bebidas, también en el sexual no deben abandonarse sin freno al impulso de los sentidos. La recta norma es, por lo tanto, ésta: el uso de la natural disposición generativa es moralmente lícita sólo en el matrimonio, en el servicio y según el orden de los fines del matrimonio mismo. De aquí se sigue también que sólo en el matrimonio y observando la regla, el deseo y la fruición de aquel placer y de aquella satisfacción son lícitos. Porque el goce que está sometido a la ley tan razonable toca no sólo a la sustancia, sino también a las circunstancias de la acción, de tal manera que, aun quedando salva la sustancia del acto, se puede pecar en el modo de llevarla a cabo.
La transgresión de esta norma es tan antigua como el pecado original. Pero en nuestro tiempo se corre el peligro de perder de vista el mismo principio fundamental. Al presente, en efecto, se suele sostener con palabras y con escritos (aun por parte de algunos católicos) la necesaria autonomía, el propio fin y el propio valor de la sexualidad y de su ejercicio, independientemente del fin de la procreación de una nueva vida. Se querría someter a un nuevo examen y a una nueva norma el orden mismo establecido por Dios. No se querría admitir otro freno en el modo de satisfacer el instinto que el observar la esencia del acto instintivo. Con esto, a la obligación moral del dominio de las pasiones le substituiría la licencia de servir ciegamente y sin freno los caprichos y los impulsos de la naturaleza; lo cual no podrá menos, tarde o temprano, de redundar en daño de la moral, de la conciencia y de la dignidad humana.
Si la naturaleza hubiese mirado exclusivamente, o al menos en primer lugar, a un recíproco don y posesión de los cónyuges en el gozo, en la delectación, y si hubiese dispuesto aquel acto sólo para hacer feliz en el más alto grado posible su experiencia personal, y no para estimularles al servicio de la vida, entonces el Creador habría adoptado otro designio en la formación y constitución del acto natural. Ahora bien, éste es, por el contrario y en suma, totalmente subordinado y ordenado a aquella única grande ley de lageneratio et educatio prolis; es decir, al cumplimiento del fin primario de matrimonio como origen y fuente de la vida.
Sin embargo, olas incesantes de hedonismo invaden el mundo y amenazan sumergir en la marea de los pensamientos, de los deseos y de los actos toda la vida matrimonial, no sin serios peligros y grave perjuicio del oficio primario de los cónyuges.
Este hedonismo anticristiano con frecuencia no se sonrojan de erigirlo en doctrina, inculcando el ansia de hacer cada vez más intenso el gozo en la preparación y la ejecución de la unión conyugal; como si en las relaciones matrimoniales toda la ley moral se redujese al regular cumplimiento del acto mismo, y como si todo el resto, hecho de cualquier manera que sea, quedara justificado con la efusión del recíproco afecto, santificado por el sacramento del matrimonio, merecedor de alabanza y de premio ante Dios y la conciencia. De la dignidad del hombre y de la dignidad del cristiano, que ponen un freno a los excesos de la sensualidad, no se tiene cuidado.
Pero no. La gravedad y la santidad de la ley moral cristiana no admiten una desenfrenada satisfacción del instinto sexual y de tender así solamente al placer y al goce; ella no permite al hombre razonable dejarse dominar hasta tal punto, ni en cuanto a la sustancia, ni en cuanto a las circunstancias del acto.
Algunos querrían alegar que la felicidad en el matrimonio está en razón directa del recíproco goce en las relaciones conyugales. No: la felicidad del matrimonio está en cambio en razón directa del mutuo respeto entre los cónyuges aun en sus íntimas relaciones; no como si ellos juzgaran inmoral y rechazaran lo que la naturaleza ofrece y el Creador ha dado, sino porque este respeto y la mutua estima que él engendra es uno de los más eficaces elementos de un amor puro, y por eso mismo tanto más tierno.
En vuestra actividad profesional oponeos cuanto os sea posible al ímpetu de este refinado hedonismo, vacío de valores espirituales, y por eso, indigno de esposos cristianos. Mostrad cómo la Naturaleza ha dado, es verdad, el deseo instintivo del goce y lo aprueba en el matrimonio legítimo, pero no como fin en sí mismo, sino en último término para servicio de la vida. Desterrad de vuestro espíritu aquel culto del placer y haced lo más que podáis para impedir la difusión de una literatura que se cree en la obligación de describir con todo detalle las intimidades de la vida conyugal con el pretexto de instruir, de dirigir, de asegurar. Para tranquilizar la conciencia timorata de los esposos basta, en general, el buen sentido, el instinto natural y una breve instrucción sobre las claras y simples máximas de la ley moral cristiana. Si en algunas circunstancias especiales, una novia o una recién casada tuviesen una necesidad de más amplias aclaraciones sobre algún punto particular, os tocará a vosotras darles delicadamente una explicación conforme a la ley natural y a la sana conciencia cristiana.
Estas enseñanzas Nuestras no tienen nada que ver con el maniqueísmo y con el jansenismo, como algunos quieren hacer creer para justificarse a sí mismos. Son sólo una defensa del honor del matrimonio cristiano y de la dignidad personal de los cónyuges.
Servir a tal fin es, sobre todo en nuestros días, un urgente deber de vuestra misión profesional.
Con esto hemos llegado a la conclusión de cuanto Nos habíamos propuesto exponeros.
Vuestra profesión os abre un vasto campo de apostolado en múltiples aspectos; apostolado, no tanto de palabra cuanto de acción y de guía; apostolado que podréis ejercitar útilmente sólo si sois perfectamente conscientes del fin de vuestra misión y de los medios para conseguirlo, y si estáis dotadas de una voluntad firme y resuelta, fundada en una profunda convicción religiosa, inspirada y enriquecida por la fe y el amor cristiano.
Invocando sobre vosotras la poderosa ayuda de la luz divina y del divino auxilio, os impartimos de todo corazón, como prenda y auspicio de las más abundantes gracias celestiales, Nuestra Bendición Apostólica.
PÍO XII
LA FAMIGLIA
RADIOMENSAJE SOBRE LA CONCIENCIA Y LA MORAL
23 de marzo de 1952
La familia es la cuna del nacimiento y del desarrollo de una nueva vida, la cual, para no perecer, tiene necesidad de cuidados y educación: tal es el derecho y tal el deber fundamental que Dios impone inmediatamente a los padres.
La educación tiene en el orden natural como contenido y finalidad el desarrollo del niño para que llegue a ser un hombre completo; la educación cristiana tiene como contenido y finalidad la formación del nuevo ser humano, renacido por el bautismo, para hacer de él un perfecto cristiano. Obligación esta, siempre norma y gloria de las familias cristianas, que está solemnemente prescrita en el canon 1113 del Código de Derecho Canónico [de 1917],que dice así: Los padres tienen gravísima obligación de procurar con todo empeño la educación de sus hijos, tanto la religiosa y la moral como la física y la cívica, y de proveer también a su bienestar temporal.
Las cuestiones más urgentes que tocan a problema tan vasto han sido tratadas en diversas ocasiones por nuestros predecesores y por Nos mismo. Por ello, ahora no intentamos repetir lo que ya ha sido ampliamente expuesto, sino más bien llamar la atención sobre un elemento que, aun siendo la base y el apoyo de la educación, especialmente de la cristiana, a algunos, a primera vista, les parece corno extraño a ella.
Queremos, pues, hablar de lo que hay de más profundo e intrínseco en el hombre: su conciencia. A ello nos ha inducido el hecho de que algunas corrientes del pensamiento moderno comienzan a alterar su concepto y a impugnar su valor. Por consiguiente, trataremos de la conciencia como objeto de la educación.
La conciencia es como el núcleo más íntimo y secreto del hombre. Es en ella donde se refugia con sus facultades espirituales, en soledad absoluta: solo consigo mismo, o mejor, solo con Dios —de cuya voz es un eco la conciencia— y consigo mismo. Allí se determina él por el bien o por el mal; allí escoge él entre el camino de la victoria o el de la derrota. Aunque lo quisiera alguna vez, el hombre no lograría quitársela de encima; con ella, ora apruebe o desapruebe, recorrerá todo el camino de la vida, y con ella también, como verdadero e incorruptible testigo, se presentará ante el juicio de Dios. La conciencia es, por lo tanto, para expresarlo con una imagen tan antigua como exacta, un άδυτον, un santuario, en cuyo umbral todos deben detenerse; todos, hasta el padre y la madre cuando se trata de un niño. Sólo el sacerdote entra allí como médico de almas y como ministro del sacramento de la penitencia; no por ello deja la conciencia de ser un celoso santuario, cuyo secreto Dios mismo quiere que sea conservado con el sello del más sacro silencio.
¿En qué sentido, pues, se puede hablar de la educación de la conciencia?
Preciso es restablecer algunos conceptos fundamentales de la doctrina católica para comprender bien quela conciencia puede .y debe ser educada.
El divino Salvador ha traído al hombre ignorante y débil su verdad y su gracia: la verdad, para indicarle el camino que conduce a su meta; la gracia, para conferirle la fuerza de poder alcanzarla.
Recorrer este camino significa, en la práctica, aceptar la voluntad y los mandamientos de Cristo y conformar a ellos su vida, esto es, cada uno de los actos internos y externos, que la libre voluntad humana escoge y determina. Y ¿cuál es la facultad espiritual que en los casos particulares señala a la voluntad misma, para que ésta escoja y determine, los actos que son conformes a la voluntad divina, sino la conciencia? Esta es, por lo tanto, eco fiel, nítido reflejo de la norma divina para las acciones humanas. De modo que expresiones como «el juicio de la conciencia cristiana», o esta otra, «juzgar según la conciencia cristiana», tienen este sentido: la norma de la decisión última y personal para una acción moral está tomada de la palabra y de la voluntad de Cristo. El es, en efecto, el camino, la verdad y la vida, no sólo para todos los hombres tomados en conjunto, sino para cada uno (cf. Jn 14, 6): lo es para el hombre adulto, lo es para el niño y para el joven.
De donde se sigue que formar la conciencia cristiana de un niño o de un joven consiste, ante todo, en instruir su inteligencia acerca de la voluntad de Cristo, su ley, su camino, y, además, en cuanto desde fuera puede hacerse, para introducirla al libre y constante cumplimiento de la voluntad divina. Este es el deber más alto de la educación.
Mas ¿dónde encontrarán el educador y el educando, concreta, fácil y ciertamente, la moral cristiana? En la ley del Creador impresa en el corazón de cada uno (cf. Rom2,14-16), y en la revelación, es decir, en el conjunto de las verdades y de los preceptos enseñados por el divino Maestro. Todo esto —así la ley escrita en el corazón, o ley natural, como las verdades y los preceptos de la revelación sobrenatural— lo ha dejado Jesús Redentor, cual tesoro moral de la humanidad, en manos de su Iglesia, de suerte que ésta lo predique a todas las criaturas, lo explique y lo transmita, de generación en generación, intacto y libre de toda contaminación y error.
Contra esta doctrina, nunca impugnada en largos siglos, surgen ahora dificultades y objeciones que es preciso aclarar. Como en la doctrina dogmática, también en el ordenamiento moral católico se querría hacer casi una revisión radical para establecer un nuevo orden de valores.
El primer paso o, por mejor decir, el primer golpe contra el edificio de las normas morales cristianas debería ser el separarlas —como se pretende— de la vigilancia angosta y opresora de la autoridad de la Iglesia, de suerte que, liberada de las sutilezas sofisticas del método casuístico, la moral sea de nuevo devuelta a su forma original y confiada simplemente a la inteligencia y a la determinación de la conciencia individual.
Todos ven a cuán funestas consecuencias conduciría semejante trastorno de los fundamentos mismos de la educación.
Sin poner de relieve la manifiesta impericia y la falta de madurez en el juicio de quienes sostienen tales opiniones, conveniente será poner de manifiesto el vicio capital de esta nueva moral. Al dejar todo criterio ético a la conciencia individual, celosamente cerrada en sí misma y convertida en árbitro absoluto de sus determinaciones, esta teoría, lejos de facilitarle el camino, la apartaría del camino real que es Cristo.
El divino Redentor ha entregado su Revelación —de la cual forman parte esencial las obligaciones morales— no ya a cada uno de los hombres, sino a su Iglesia, a la que ha dado la misión de conducirlos a que abracen con fidelidad aquel sacro depósito.
E, igualmente, a la Iglesia misma y no a cada uno de los individuos, fue prometida la asistencia ordenada a preservar la Revelación de errores y deformaciones. Sabia providencia también ésta, porque la Iglesia, organismo viviente, puede así, segura y fácilmente, tanto iluminar y profundizar aun las verdades morales como aplicarlas, manteniendo intacta su sustancia, a las variables condiciones de lugares y de tiempos. Basta pensar, por ejemplo, en la doctrina social de la Iglesia, que, nacida para responder a nuevas necesidades, en el fondo no es sino la aplicación de la perenne moral cristiana a las presentes circunstancias económicas y sociales.
¿Cómo, pues, será posible conciliar la providente disposición del Salvador, que confió a la Iglesia la tutela del patrimonio moral cristiano, con esa especie de autonomía individualista de la conciencia?
Esta, sustraída a su clima natural, no puede producir sino frutos venenosos, que se reconocerán tan sólo comparándolos con algunas características de la tradicional conducta y perfección cristiana, cuya excelencia está probada por las incomparables obras de los santos.
La nueva moral afirma que la Iglesia, en vez de fomentar la ley de la libertad humana y del amor, y de insistir en ella como digna actuación de la vida moral, se apoya, al contrario, casi exclusivamente y con excesiva rigidez, en la firmeza y en la intransigencia de las leyes morales cristianas, recurriendo con frecuencia a aquellos «estáis obligados», «no es lícito», que saben demasiado a una pedantería envilecedora.
Ahora bien: la Iglesia quiere, en cambio —y lo pone bien de manifiesto cuando se trata de formar las conciencias—, que el cristiano sea introducido a las infinitas riquezas de la fe y de la gracia en forma persuasiva, de suerte que se sienta inclinado a penetrar en ellas profundamente.
Pero la Iglesia no puede abstenerse de amonestar a los fieles que estas riquezas no se pueden adquirir ni conservar sino a costa de concretas obligaciones morales. Una conducta diversa terminaría por hacer olvidar un principio predominante, en el cual siempre insistió Jesús, su Señor y Maestro. El, en efecto, enseñó que para entrar en el reino del cielo no basta decir Señor, Señor, sino que precisa cumplir la voluntad del Padre celestial (cf. Mt 7,21).
El habló de la puerta estrecha y de la vía angosta que conduce a la vida (cf. Mt 7,13-14), y añadió: Esforzaos en entrar por la puerta estrecha, porque yo os digo que muchos intentarán entrar y no lo lograrán (Lc 13.24). El puso como piedra de toque y señal distintiva del amor hacia sí mismo, Cristo, la observancia de los mandamientos (Jn 14,21-24). Por ello, al joven rico, que le pregunta, le responde: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos; y a la nueva pregunta: ¿Cuáles?, le responde: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no dirás falsos testimonios, honra a tu padre y a tu madre y ama a tu prójimo como a ti mismo. A quien quiere imitarle le pone como condición que renuncie a sí mismo y tome su cruz cada día (cf. Lc 9,23). Exige que el hombre esté dispuesto a dejar por El y por su causa todo cuanto de más querido tenga, corno el padre., la madre, los propios hijos, y hasta el último bien —la propia vida (cf. Mt 10,37-39)—. Pues añade El: A vosotros, mis amigos, yo os digo: No temáis a los que matan el cuerpo y luego ya nada más puedan hacer. Yo os diré a quién habéis de temer: Temed al que, una vez quitada la vida, tiene poder para echar al infierno (Lc 12, 4-5).
Así hablaba Jesucristo, el divino Pedagogo, que sabe ciertamente mejor que los hombres penetrar en las almas y atraerlas a su amor con las perfecciones infinitas de su Corazón, lleno de amor v de bondad (Lit. de sacr. Corde Iesu).
Pero ¿es que predicó de otro modo San Pablo, el Apóstol de las Gentes? Con su vehemente acento de persuasión, descubriendo el místico atractivo del mundo sobrenatural, él ha expuesto la grandeza y esplendor de la fe cristiana, las riquezas, el poder, la bendición, la felicidad que en ella se encierran, ofreciéndolas a las almas como digno objeto de la libertad de cristiano y como meta irresistible de los puros impulsos del amor. Pero no es menos verdad que son igualmente suyas amonestaciones como ésta: Obrad vuestra salvación con temor y temblor(Flp2.12) y que de su misma pluma han salido altos preceptos de moral, destinados a todos los fieles, sean éstos de una común inteligencia, sean almas de elevada sensibilidad. Tomando, por consiguiente, como norma estricta las palabras ele Cristo y las del apóstol, ¿no se debería tal vez decir que la Iglesia de hoy más bien está inclinada a la condescendencia que a la severidad? De suerte que la acusación de opresora dureza que la nueva morallanza contra la Iglesia, en realidad va a alcanzar, en primer lugar, a la misma adorable persona de Cristo.
Por todo ello, conscientes del derecho y del deber de la Sede Apostólica para intervenir, si es necesario, con autoridad en las cuestiones morales, Nos —en el discurso del 29 de octubre del año pasado— nos propusimos iluminar las conciencias en lo tocante a los problemas de la vida conyugal. Y con la misma autoridad declaramos hoy a los educadores y a la misma juventud: el mandamiento divino de la pureza de alma y de nuevo vale sin disminución también para la juventud de hoy. También ella tiene la obligación moral y, con la ayuda de la gracia, la posibilidad de conservarse pura. Por lo tanto, rechazamos como errónea la afirmación de quienes consideran inevitables las caídas en los años de la pubertad, que por ello no merecerían el que se haga gran caso de ellas, como si no fueran culpas graves, porque ordinariamente —añaden ellos— la pasión quita la libertad necesaria para que un acto sea moralmente imputable.
Y, por lo contrario, norma es obligatoria y prudente que el educador, aun sin dejar de representar a los jóvenes los nobles méritos de la pureza, de suerte que les lleve a amarla y a desearla por sí misma, les inculque, sin embargo, claramente el mandamiento como tal, en toda su gravedad y seriedad de ordenación divina. Así es como estimulará a los jóvenes a evitar las ocasiones próximas, les animará en la lucha, cuya dureza no les ocultará, les incitará a abrazarse valerosamente con los sacrificios que la virtud exige, y les exhortará a que perseveren y no caigan en el peligro de dejar las armas ya desde el principio y sucumbir sin resistencia a los hábitos perversos.
Y más aún que en el terreno de la vida privada, son muchos hoy los que querrían que la autoridad de la ley moral se excluyera de la vida pública, económica y social, de la acción de los poderes públicos en los interior y en lo exterior, en la paz y en la guerra, como si aquí Dios nada tuviera que decir, al menos de definitivo.
La emancipación de las actividades humanas externas, como las ciencias, la política, el arte, con relación a la moral, a veces es razonada, filosóficamente, por la autonomía que les corresponde, en su propio campo, para regirse exclusivamente según sus propias leyes, aunque se admita que éstas coinciden, de ordinario, con las morales. Y como ejemplo se aduce el arte, al cual no sólo se le niega toda dependencia, sino también toda relación con la moral diciendo: el arte sólo es arte y no moral ni otra cosa, y, por lo tanto, debe regirse tan sólo por las leyes de la estética, las cuales, por lo demás si son verdaderamente tales, no se doblegarían a servir a la concupiscencia Y de modo semejante se razona para la política y la economía, que no tienen necesidad de tomar consejo de otras ciencias, ni, por lo tanto, de la ética, sino que, guiadas por sus verdaderas leyes, por ello mismo son buena: y justas.
Sutil es, como se ve, tal modo de sustraer las conciencias al imperio de las leyes morales. Cierto es que no se puede negar que tales autonomías son justas, en cuanto significan el método propio de cada actividad y los límites que separan sus diversas formas, en teoría; pero la separación del método no puede significar que el científico, el artista, el político se hallen libres de preocupaciones morales, en el ejercicio de sus actividades, singularmente cuando éstas tienen inmediatos reflejos en el dominio de la ética, como el arte, la política, la economía. La separación neta y teórica no tiene sentido en la vida, que es siempre una síntesis, porque el sujeto único de toda clase de actividad es el mismo hombre, cuyos actos libres y conscientes no pueden rehuir la valoración moral. Si se continúa observando el problema con mirada amplia y práctica, que falta a veces aun a los más insignes filósofos, tales distinciones y autonomías son encaminadas por la naturaleza humana decaída a representar como leyes del arte, de la política o de la economía aquello que, en cambio, resulta cómodo a la concupiscencia, al egoísmo y a la codicia. Así es como la autonomía teórica con relación a la moral se convierte en una rebelión práctica contra la moral, y se rompe también aquella armonía inherente a las ciencias y a las artes, que los filósofos de aquella escuela comprueban claramente, pero que llaman casual, cuando, por lo contrario, es esencial si se considera por relación al sujeto, que es el hombre, y a su Creador, que es Dios.
Por esto, nuestros predecesores y Nos mismo, en el trastorno de la guerra y en las perturbadas alternativas de la posguerra, jamás hemos cesado de insistir en el principio de que el orden querido por Dios abraza la vida entera, sin excluir la vida pública en cada una de sus manifestaciones, persuadidos de que en esto no hay restricción alguna para la verdadera libertad humana ni intromisión alguna en la competencia del Estado, sino una seguridad contra errores y abusos, contra los cuales puede proteger la moral cristiana, rectamente aplicada. Estas verdades han de ser enseñadas a los jóvenes e inculcadas en sus conciencias por quienes, en la familia o en la escuela, tienen la obligación de cuidar de su educación, sembrando así la semilla de un porvenir mejor.
He aquí todo cuanto queríamos deciros, amados hijos e hijas que nos escucháis, y al decíroslo no hemos ocultado la angustia que nos oprime el corazón por este formidable problema, que se refiere así al presente y al porvenir del mundo corno al eterno destino de muchas almas. ¡Cuánto consuelo nos daría la certeza de que vosotros compartís nuestra angustia por la educación cristiana de la juventud! Educad las conciencias de vuestros hijos con cuidado tenaz y perseverante. Educadlas en el temor y en el amor de Dios. Educadlas en la veracidad. Pero sed veraces primero vosotros mismos, y desterrad de la obra educativa todo cuanto no es claro ni verdadero. Imprimid en las conciencias de los jóvenes el genuino concepto de la libertad, de la verdadera libertad, digna y propia de una criatura hecha a imagen de Dios. Es cosa muy distinta de la disolución y el desenfreno; es, en cambio, una probada capacidad para el bien; es aquel resolverse por sí misma a quererlo y a cumplirlo (cf. Gál5,13); es el dominio sobre las propias facultades, sobre los instintos, sobre los acontecimientos. Enseñadles a orar y a beber en las fuentes de la penitencia y de la santísima eucaristía lo que la naturaleza no les puede dar: la fuerza de no caer, la fuerza para levantarse. Que ya desde jóvenes, sientan que sin la ayuda de estas energías sobrenaturales no conseguirán ser ni buenos cristianos, ni simplemente hombres honestos, a quienes esté reservado un sereno vivir. Y así preparados, podrán aspirar igualmente a lo mejor, esto es, podrán darse a aquel gran empleo de sí mismos, cuyo cumplimiento será su honor: realizar a Cristo en su vida.
Para conseguir este objeto, Nos exhortamos a todos nuestros amados hijos e hijas de la gran familia humana a que estén entre sí estrechamente unidos: unidos para la defensa de la verdad, para la difusión del reino de Cristo sobre la tierra. Destiérrese toda división, quítese toda disensión, sacrifíquese generosamente —cueste lo que cueste— a este bien superior, a este ideal supremo, toda mira particular, toda preferencia subjetiva; si mal deseo os sugiere otra cosa, vuestra conciencia cristiana venza toda prueba, de suerte que el enemigo de Dios entre vosotros, de vosotros no se ría(Dante, Par.5,78.81). Que el vigor de la sana educación se revele por su fecundidad en todos los pueblos, que se angustian por el porvenir de su juventud.
PÍO XII
SOYEZ LES BIENVENUES
DISCURSO SOBRE LOS ERRORES DE LA MORAL DE SITUACIÓN
Viernes 18 de abril de 1952
Bien venidas seáis, amadas hijas de la Federación Mundial de las Juventudes Femeninas Católicas. Os saludamos con el mismo placer, con la misma alegría y con el mismo afecto con que hace cinco años os recibimos en Castelgandolfo con ocasión de la gran Asamblea Internacional de las Mujeres Católicas.
Los estímulos y sabias directivas que os proporcionó aquel Congreso, lo mismo que las palabras que Nos os dirigimos entonces (Discorsi e Radiomessaggi 9, 221-223), no han quedado, en verdad, sin fruto. Conocemos los esfuerzos que en este intervalo habéis desarrollado para realizar los objetivos precisos de los cuales teníais clara visión. Esto también nos lo prueba la Memoriaimpresa que, con motivo de preparar este Congreso, nos habéis hecho llegar: La foi des jeunes. Problème de notre temps. Sus 32 páginas tienen el peso de un grueso volumen, y Nos las hemos examinado con gran atención, porque resume y sintetiza las enseñanzas de numerosas y variadas encuestas sobre el estado de la fe en la juventud católica de Europa, siendo altamente instructivas sus conclusiones.
De muchas de las cuestiones tocadas en ella, Nos mismo hemos tratarlo en nuestra alocución del 11 de septiembre de 1947, a la que asistíais vosotras, y en muchas otras alocuciones de antes y después. Hoy querríamos aprovechar la oportunidad que nos ofrece esta reunión con vosotras para decir lo que pensarnos acerca de cierto fenómeno que se manifiesta algo por todas partes en la vida de la fe de los católicos y que afecta un poco a todos, pero particularmente a la juventud y a sus educadores, del que se encuentran huellas en diversos lugares de vuestra Memoria,como cuando decís: «Confundiendo el cristianismo con un código de preceptos y prohibiciones, los jóvenes tienen la impresión de ahogarse en ese clima de moral imperativa, y no es urca ínfima minoría la que echa por la borda el embarazoso fardo» (p. 10).
Una nueva concepción de la ley moral
Fenómeno este al que podríamos llamar una nueva concepción de la vida moral, pues se trata de una tendencia que se manifiesta en el campo de la moralidad. Ahora bien: en las verdades de la fe se fundan los principios de la moralidad, y vosotras sabéis bien cuán capital importancia tiene para la conservación y el desarrollo de la fe el que la conciencia de la joven se forme cuanto antes y se desarrolle según las justas y sanas normas morales. Por ello, la nueva concepción de la moralidad cristiana toca muy directamente al problema de la fe de los jóvenes.
Nos hemos hablado ya de la nueva moral en nuestro radiomensaje del 23 de marzo último a los educadores cristianos. Y lo que hoy vamos a tratar no es sólo una continuación de lo que entonces dijimos: Nos queremos descubrir los profundos orígenes de esta concepción. Se la podría calificar de existencialismo ético, de actualismo ético, de individualismo ético, entendidos en el sentido restrictivo que vamos a explicar y tal como se les encuentra en lo que con otro nombre se ha llamado Situationsethik (moral de situación).
La «moral de situación». Su signo distintivo
El signo distintivo de esta moral es que no se basa en manera alguna sobre las leyes morales universales, como —por ejemplo— los diez mandamientos, sino sobre las condiciones o circunstancias reales y concretas en las que ha de obrar y según las cuales la conciencia individual tiene que juzgar y elegir. Tal estado de cosas es único y vale una vez para cada acción humana. Luego la decisión de la conciencia —afirman los defensores de esta ética— no puede ser imperada por las ideas, principios y leyes universales.
La fe cristiana basa sus exigencias morales en el conocimiento de las verdades esencialesy de sus relaciones; así lo hace San Pablo en la carta a los Romanos (Rom1, 19-21) para la religión en cuanto tal, ya sea ésta la cristiana, ya la anterior al cristianismo: a partir de la creación, dice el Apóstol, el hombre entrevé y palpa de algún modo al Creador, su poder eterno y su divinidad, y esto con una evidencia tal que él se sabe y se siente obligado a reconocer a Dios y a darle algún culto, de manera que desdeñar este cultivo o pervertirlo en la idolatría es gravemente culpable, para todos y en todos los tiempos.
Esto no es, de ningún modo, lo que afirma la ética de que Nos hablamos. Ella no niega, sin más, los conceptos y los principios morales generales (aunque a veces se acerque mucho a semejante negación), sino que los desplaza del centro al último confín. Puede suceder que la decisión de la conciencia muchas veces esté de acuerdo con ellos. Pero no son, por decirlo así, una colección de premisas, de las que la conciencia saca las consecuencias lógicas en el caso particular, el caso de una vez. ¡De ningún modo! En el centro se encuentra el bien, que es preciso cumplir o conservar en su valor real y concreto; por ejemplo, en el campo de la fe, la relación personal que nos liga a Dios. Si la conciencia seriamente formada estableciera que el abandono de la fe católica y la adhesión a otra «confesión» lleva más cerca de Dios, este paso se encontraría justificado, aun cuando generalmente se le califica de defección en la fe. O también, en el campo de la moralidad, la donación de sí —corporal o espiritual— entre jóvenes. Aquí la conciencia seriamente formada establecería que por razón de la sincera inclinación mutua están permitidas las intimidades de cuerpo y de sentidos, y éstas, aunque admisibles solamente entre esposos, resultarían permitidas. La conciencia abierta de hoy decidiría así, porque ella deduce de la jerarquía de los valores el principio de que los valores de la personalidad, por ser los más altos, podrían servirse de los valores inferiores del cuerpo y de los sentidos o bien descartarlos, según lo sugiera cada situación. Se ha pretendido con insistencia que, precisamente según ese principio, en materia de derechos de los esposos sería necesario, en caso de conflicto, dejar a la conciencia seria y recta de los cónyuges, según las exigencias de las situaciones concretas, la facultad de impedir directamente la realización de los valores biológicos, en favor de los valores de la personalidad.
Los juicios de una conciencia de esta naturaleza, por muy contrarios que a primera vista parezcan a los preceptos divinos, valdrían, sin embargo, delante de Dios; porque, se dice, la conciencia sincera, seriamente formada, es más importante delante de Dios mismo que el precepto y que la ley.
Por ello, tal decisión es activay productiva, no pasivay receptiva de la decisión de la ley, escrita por Dios en el corazón de cada uno, y menos todavía de la del Decálogo, que el dedo de Dios ha escrito en tablas de piedra, dejando a la autoridad humana el promulgarlo y el conservarlo.
La «moral nueva» eminentemente «individual»
La ética nueva (adaptada a las circunstancias), dicen sus autores, es eminentemente individual. En la determinación de la conciencia, cada hombre en particular se encuentra directamente con Dios y ante El se decide, sin intervención de ninguna ley, de ninguna autoridad, de ninguna comunidad, de ningún culto o confesión, en nada y de ninguna manera. Aquí sólo existe el yodel hombre y el Yo de Dios personal; no del Dios de la ley, sino del Dios Padre, con quien el hombre debe unirse con amor filial. Vista así, la decisión de la conciencia es, por lo tanto, un riesgo personal, según el conocimiento y la valoración propios, con plena sinceridad ante Dios. Estas dos cosas, la intención recta y la respuesta sincera, son lo que Dios considera; la acción no le importa. Por ello, la respuesta puede ser la de cambiar la fe católica por otros principios, la de divorciarse, la de interrumpir la gestación, la de rehusar la obediencia a la autoridad competente en la familia, en la Iglesia, en el Estado; y así, en otras cosas.
Todo esto correspondería perfectamente a la condición de mayoría de edad del hombre y, en el orden cristiano, a la relación defiliación, que, según la enseñanza de Cristo, nos hace rezar Padre nuestro…
Esta visión personal ahorra al hombre tener que medir en cada momento si la decisión que se ha de tomar corresponde a los artículos de la ley o a los cánones de normas y reglas abstractas; ella le preserva de la hipocresía de una fidelidad farisaica a las leyes; ella le preserva tanto del escrúpulo patológico como de la ligereza o de la falta de conciencia, porque hace recaer personalmente sobre el cristiano la responsabilidad total ante Dios. Así hablan los que predican la moral nueva.
Esta fuera de la ley y de los principios católicos
Expuesta así la ética nueva, se halla tan fuera de la ley y de los principios católicos, que hasta un niño que sepa su catecismo lo verá y se dará cuenta y lo percibirá. Por lo tanto, no es difícil advertir cómo el nuevo sistema moral se deriva del existencialismo,que, o hace abstracción de Dios, o simplemente lo niega, y en todo caso abandona al hombre a sí mismo. Tal vez sean las condiciones presentes las que hayan inducido a intentar el trasplantar esta moral nueva al terreno católico, para hacer más llevaderas a los fieles las dificultades de la vida cristiana. De hecho, a millones de ellos se les exigen hoy —en un grado extraordinario— firmeza, paciencia, constancia y espíritu de sacrificio si quieren permanecer íntegros en su fe, bien sea bajo los reveses de la fortuna o bien bajo las seducciones de un ambiente que pone a su alcance todo aquello que forma la aspiración y el deseo de su corazón apasionado. Pero semejante tentativa nunca jamás podrá tener éxito.
Las obligaciones fundamentales de la ley moral
Se preguntará de qué modo puede la ley moral, que es universal, bastar e incluso ser obligatoria en un caso particular, el cual, en su situación concreta, es siempre único y de una vez. Ella lo puede y ella lo hace, porque, precisamente a (ilusa de su universalidad, la ley moral comprende necesaria e intencionalmente todos los casos particulares, en los que se verifican sus conceptos. Y en estos casos, muy numerosos, ella lo hace con una lógica tan concluyente, que aun la conciencia del simple fiel percibe inmediatamente y con plena certeza la decisión que se debe tornar.
Esto vale especialmente para las obligaciones negativas de la ley moral, para las que exigen un no hacer un dejar de lado. Pero no para éstas solas. Las obligaciones fundamentales de la ley moral están basadas en la esencia, en la naturaleza del hombre y en sus relaciones esenciales, y valen, por consiguiente, en todas partes donde se encuentre el hombre; las obligaciones fundamentales de la ley cristiana, por lo mismo que sobrepasan a las de la ley natural, están basadas sobre la esencia del orden sobrenatural constituido por el divino Redentor. De las relaciones esenciales entre el hombre y Dios, entre hombre y hombre, entre los cónyuges, entre padres e hijos; de las relaciones esenciales en la comunidad, en la familia, en la Iglesia, en el Estado, resulta, entre otras cosas, que el odio a Dios, la blasfemia, la idolatría, la defección de la verdadera fe, la negación de la fe, el perjurio, el homicidio, el falso testimonio, la calumnia, el adulterio y la fornicación, el abuso del matrimonio, el pecado solitario, el robo y la rapiña, la sustracción de lo que es necesario a la vida, la defraudación del salario justo (cf. Sant5,4), el acaparamiento de los víveres de primera necesidad y el aumento injustificado de los precios, la bancarrota fraudulenta, las injustas maniobras de especulación, todo ello está gravemente prohibido por el Legislador divino. No hay motivo para dudar. Cualquiera que sea la situación del individuo, no hay más remedio que obedecer.
Por lo demás, a la ética de situación oponemos Nos tres consideraciones o máximas. La primera: Concedemos que Dios quiere ante todo y siempre la intención recta; pero ésta no basta. El quiere, además, la obra buena. La segunda: No está permitido hacer el mal para que resulte un bien (cf. Rom3,8). Pero esta ética obra —tal vez sin darse cuenta de ello— según el principio de que «el bien santifica los medios». La tercera: Puede haber situaciones en las cuales el hombre —y en especial el cristiano— no pueda ignorar que debe sacrificarlo todo, aun la misma vida, por salvar su alma. Todos los mártires nos lo recuerdan. Y son muy numerosos, también en nuestro tiempo. Pero la madre de los Macabeos y sus hijos, las santas Perpetua y Felicitas —no obstante sus recién nacidos—, María Goretti y otros miles, hombres y mujeres, que venera la Iglesia, ¿habrían, por consiguiente, contra lasituación, incurrido inútilmente —y hasta equivocándose— en la muerte sangrienta? Ciertamente que no; y ellos, con su sangre, son los testigos más elocuentes de la verdad contra la nueva moral.
El problema de la formación de las conciencias
Donde no hay normas absolutamente obligatorias, independientes de toda circunstancia o eventualidad, la situación de una vezen su unicidad requiere, es verdad, un atento examen para decidir cuáles son las normas que se han de aplicar y en qué manera. La moral católica ha tratado siempre y ampliamente este problema de la formación de la propia conciencia con el examen previo de las circunstancias del caso que se ha de resolver. Todo lo que ella enseña ofrece una ayuda preciosa para las determinaciones de la conciencia tanto teóricas como prácticas. Baste citar la exposición, no superada, de Santo Tomás sobre la virtud cardinal de la prudencia y las virtudes con ella relacionadas (Sum. Theol.II-II q. 47-57). Su tratado revela un sentido en la actividad personal y de la realización, que contiene todo cuanto hay de justo y de positivo en la ética según la situación, pero evitando todas sus confusiones y desviaciones. Bastará, por lo tanto, al moralista moderno continuar en la misma, línea si quiere profundizar nuevos problemas.
La educación cristiana de la conciencia está muy lejos de despreciar la personalidad, ni aun la de la joven y del niño, y de matar su iniciativa. Porque toda sana educación tiende a hacer al educador más innecesario poco a poco y al educando más independiente dentro de los justos límites. Y esto vale también en la educación de la conciencia por Dios y la Iglesia: su objetivo es, como dice el Apóstol (cf. 2Cor 13,13), el hombre perfecto, según la medida de la plenitud de Cristo; por consiguiente, el hombre «mayor», que tiene también el valor de su responsabilidad.
¡Solamente es necesario que esta madurez se coloque en el plano justo! Jesucristo permanece como Señor, Jefe y Maestro de cada hombre, de toda edad y de todo estado, por medio de su Iglesia, en la cual continúa El obrando. El cristiano, por su parte, debe asumir el grave y grande cometido de hacer valer en su vida personal, en su vida profesional y en la vida social y pública, en cuanto de él dependa, la verdad, el espíritu y la ley de Cristo. Esto es la moral católica; y ella deja un vasto campo libre a la iniciativa y a la responsabilidad personal del cristiano
Los peligros para la fe de la juventud
He aquí lo que Nos queríamos deciros. Los peligros para la fe de nuestra juventud son hoy extraordinariamente numerosos. Cada uno lo sabía y lo sabe, pero vuestra Memoria es particularmente instructiva a este respecto. Sin embargo, pensamos Nos que pocos de esos peligros son tan grandes y tan graves en consecuencias como los que la moral nueva hace correr a la fe. Los extravíos a que conducen así tales deformaciones como la debilitación de los deberes morales, que se derivan directamente de la fe, terminarían, con el tiempo, por corromper aun la fuente misma. Así muere la fe.
Dos conclusiones
De todo lo que hemos dicho sobre la fe vamos a sacar dos conclusiones, dos normas que Nos queremos dejaros al terminar, para que orienten y animen toda vuestra acción y toda vuestra vida de cristianas valientes:
Primera: La fe de la juventud debe ser una fe orante. La juventud debe aprender a orar. Que ello sea siempre en la medida y en la forma que corresponden a su edad. Pero siempre teniendo conciencia de que sin la oración no es posible permanecer fiel a la fe.
Segunda: La juventud debe estar orgullosa de su fe y aceptar que le cueste algo. Ha de acostumbrarse desde la primera edad a hacer sacrificios por su fe, a caminar delante de Dios en rectitud de conciencia, a reverenciar lo que El ordena. Entonces crecerá, como de por sí misma, en el amor de Dios.
DISCURSO DEL SANTO PADRE PÍO XII
A LOS PARTICIPANTES EN EL V CONGRESO INTERNACIONAL
DE PSICOTERAPIA Y DE PSICOLOGÍA CLÍNICA
Lunes 13 de abril de 1953
«Nous vous souhaitons»
El pecado original no le quita al hombre la posibilidad o la obligación de dirigir él mismo sus propias acciones a través de su alma. No se puede alegar que los problemas psíquicos y trastornos que perturban el funcionamiento normal del ser psíquico representan lo que suele ocurrir. La lucha moral para permanecer en el camino correcto no prueba que sea imposible seguir ese camino, ni tampoco autoriza ningún retroceso.
El hombre es una unidad ordenada y completa, un microcosmos, una especie de nación cuya carta constitutiva, determinada por el fin del todo, subordina a este fin la actividad de las partes de acuerdo con el verdadero orden de su valor y función. Esta carta constitutiva es, en última instancia, de un origen ontológico y metafísico, no uno psicológico y personal. Hay quienes han creído necesario acentuar la oposición entre lo metafísico y lo psicológico. ¡Un enfoque totalmente erróneo! El psíquico en sí pertenece al dominio de lo ontológico y metafísico.
Hemos recordado esta verdad a ustedes a fin de basar en ella una observación sobre el hombre en lo concreto, cuyo orden interno está siendo examinado aquí. De hecho, se ha hecho el esfuerzo para establecer la contradicción entre la psicología tradicional y la ética en relación con la psicoterapia moderna y la psicología clínica.
La psicología y la ética tradicionales, se afirma, tienen por objeto el ser abstracto del hombre, <homo ut sic> (el hombre como tal), que seguramente no existe en ninguna parte. La claridad y la conexión lógica de estas disciplinas ameritan admiración, pero sufren de una falta básica. Son inaplicables al hombre real como existe. La psicología clínica, por el contrario, trata con el hombre real, con el <homo ut sic>. Y la conclusión es: Entre las dos concepciones se abre un abismo imposible de superar mientras que la psicología tradicional y la ética no cambien su posición.
El estudio de la constitución del hombre real de hecho debería tomar como objeto al hombre «existencial», tal como es, tal como han hecho de él su disposición natural, y las influencias de su entorno, su educación, su desarrollo personal, sus experiencias íntimas y acontecimientos externos. Sólo existe el hombre en lo concreto. Y, sin embargo, la estructura de este ego personal obedece en el más mínimo detalle las leyes ontológicas y metafísicas de la naturaleza humana de la que nosotros hemos hablado anteriormente. Lo han formado y por lo tanto lo deben gobernar y juzgar. La razón detrás de esto es que el hombre «existencial» se identifica a sí mismo en su estructura íntima con el hombre «esencial».
La estructura esencial del hombre no desaparece cuando se añaden notas individuales a la misma. No se transforma en otra naturaleza humana. Pero la carta constitutiva, de la que hablamos hace un momento, descansa precisamente en sus términos principales sobre la estructura esencial del verdadero hombre, el hombre en lo concreto.
Por consiguiente, sería erróneo establecer normas para la vida real, que se desviaran de la moral natural y cristiana, y que, a falta de una palabra mejor, podría ser llamada ética «personalista». Esto último, sin duda, recibiría una cierta «orientación» de la anterior, pero esto no suscita ninguna obligación estricta. La ley de la estructura del hombre en lo concreto no debe inventarse sino aplicarse.
Ni la psicología ni la ética posee un criterio infalible para casos de este tipo, ya que el funcionamiento de la conciencia, que engendran este sentimiento de culpa tienen una estructura demasiado personal y sutil. Pero en cualquier caso, lo cierto es que no hay un tratamiento puramente psicológico que cure un auténtico sentimiento de culpa. Incluso si psicoterapeutas, tal vez incluso de buena fe, cuestionen su existencia, éste aún permanece. Incluso si el sentimiento de culpa fuera eliminado por la intervención médica, la autosugestión o la persuasión exterior, la culpa persistiría, y la psicoterapia engañaría tanto a sí misma como a otros, si con el fin de acabar con el sentimiento de culpa, se pretendiera que la culpa ya no existiera.
Los medios de eliminar la culpa no pertenecen al orden puramente psicológico. Como todo cristiano sabe, consiste en la contrición y la absolución sacramental del sacerdote. Aquí está la raíz del mal, es la culpa en sí, que se extirpa, a pesar de que el remordimiento puede continuar sintiéndose. Hoy en día, en ciertos casos patológicos, no es raro que el cura envíe al penitente a un médico. En el presente caso, el médico debe más bien dirigir a su paciente a Dios y a los que tienen el poder de remitir la culpa en sí en el nombre de Dios.
Contra doctrinam
Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio
Instrucción sobre la «moral de situación
Todos los Ordinarios y de los profesores en los seminarios y ateneos, o aquellos que enseñan en las Universidades de estudios, y para profesores de las casas de estudios religiosos
2 de febrero de, 1956
Contrario a la doctrina moral y su aplicación que es tradicional en la Iglesia Católica, se ha empezado a difundir en el extranjero en muchas regiones, incluso entre los católicos, un sistema ético que va generalmente con el nombre de una cierta «moral de situación», y la cual, según ellos, no se basa en los principios de la ética objetiva (que en última instancia tiene sus raíces en el «Ser» en sí), sino que no está meramente sujeta al mismo límite en cuanto ética objetiva, sino que la trasciende.
Los autores que siguen este sistema sostienen que la norma decisiva y última de la conducta no es el orden objetivo correcto, determinado por la ley de la naturaleza conocida con certeza de dicha ley, sino un cierto juicio íntimo y la luz de la mente de cada individuo; por medio de los cuales, en la situación concreta en la que se encuentra, aprende lo que debería hacer.
Y así, según ellos, esta última decisión que hace un hombre no es, como enseña la ética objetiva dictada por maestros autores de gran de peso, la aplicación de la ley objetiva a un caso particular, que al mismo tiempo toma en cuenta y sopesa de acuerdo a las reglas de prudencia las circunstancias particulares de la «situación», sino esa luz interna inmediata y juicio. En última instancia, al menos en muchos asuntos, este juicio no se mide, no se debe ni se puede medir, en lo que respecta a su rectitud y verdad objetiva, por cualesquiera normas objetivas situadas fuera del hombre e independientes de su persuasión subjetiva, sino que es completamente autosuficiente.
Según estos autores, el concepto tradicional de la «naturaleza humana» no es suficiente; sino que debe recurrirse al concepto de naturaleza humana «existente», que en muchos aspectos no tiene valor absolutamente objetivo, sino sólo un valor relativo y, por tanto, inconstante, excepto, tal vez, por esos pocos factores y principios que se refieren a la naturaleza humana metafísica (absoluta e inmutable).
Del mismo valor meramente relativo es el concepto tradicional de la «ley de la naturaleza». Por lo tanto, muchas cosas que se consideran comúnmente hoy en día como postulados absolutos de la ley natural, de acuerdo con su opinión y doctrina, descansan en el concepto antes mencionado de la naturaleza existente y son, por lo tanto, relativos y cambiantes; que siempre se pueden adaptar a cada situación.
Después de haber aceptado estos principios y ponerlos en práctica, afirman y enseñan que los hombres se conservan o son fácilmente liberados de muchos conflictos éticos de otro modo insolubles cuando cada uno juzga en su propia conciencia, no principalmente de acuerdo a leyes objetivas, sino por medio de esa luz interna individual basada en la intuición personal, de lo que debe hacer en una situación concreta
Muchas de las cosas establecidas en este sistema de «moral de situación» contradicen la verdad de la materia y los dictados de la razón sólida, traiciona rastros de relativismo y modernismo, y divaga lejos de la doctrina católica transmitida a lo largo de los siglos. En muchas de sus afirmaciones son semejantes a varios sistemas éticos no católicos.
Habiendo considerado estas cosas con el fin de evitar el peligro de la «nueva moral», de la cual el Sumo Pontífice Pío XII habló en las alocuciones realizadas en los días 23 de marzo y 18 de abril de 1952, y con el fin de salvaguardar la pureza y la integridad de la doctrina católica, esta Sagrada Congregación Suprema del Santo Oficio veta y prohíbe esta doctrina de la » moral de situación» de ser enseñada o aprobada, bajo ningún nombre con el que se le pueda designar, ya sea en las universidades, ateneos, seminarios o casas de formación religiosa, o en los libros, tesis, clases, ya sea, como se suele decir, en conferencias, o por cualquier otro medio que se pueda propagar o defender.
Dado en Roma, desde el edificio de la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio, el día de 2 de febrero del año 1956.
Giuseppe Cardinal Pizzardo, Obispo de Albano, Secretario
[Traducido por Rocío Salas. Artículo original.]