La Estrella Matutina, también llamada El Lucero Brillante de la Mañana —aludida, en forma de bella metáfora referida a Jesucristo, y prometida por Dios a quienes le aman—, ha sido contemplada por los hombres en el firmamento del cielo durante millares y millares de años. Con asombro y aún más con admiración. Evocadora de sueños y nostalgias en el corazón humano, de proveniencia y origen desconocidos, ha creado durante siglos en los hombres sentimientos de emoción cuya profundidad y contenido la Humanidad aún no ha logrado explicar.
Aparece con los primeros vislumbres de la luz que anuncia tenuemente la llegada del alba, para desaparecer una vez que la aurora comienza a lanzar sus rosados rayos que colorean el horizonte. Sólo por un breve tiempo, como ocurre siempre con los sentimientos más admirables y profundos que alguna que otra vez embargan el corazón humano, pero que suelen ser tan fugaces. Pues bien es verdad que sólo en forma pasajera pueden colmarlo. Pues la perennidad —y ni siquiera la excesiva duración— de lo sublime, de lo bello y lo hermoso, no existe en esta vida: únicamente se nos permite contemplarlo de manera fugaz, como relámpago que refulge por un instante en el horizonte. Los bellos sones de una melodía pasan, la visión de una hermosa pintura se desvanece al poco de dejar de contemplarla, y el sabor de una armoniosa poesía pronto es relegado al desván de los recuerdos. Todo lo cual ocurre seguramente para que nos sirva como mero anuncio de lo eterno; o tal vez para recordarnos que no tenemos aquí ciudad permanente… (Heb 13:14), y hasta para que nunca dejemos de mirar hacia arriba: Buscad las cosas de arriba, saboread las cosas de arriba, y no las de la tierra(Col 3: 1–2).
Claro está que todas estas cosas están dichas para los que están en camino o para los que andan en busca de la Ciudad futura (Heb 13:14), y no para los que se establecen definitivamente en esta Tierra pensando en que no existe ninguna otra a la que peregrinar. Estos últimos son los que se quedaron tranquilamente en la plaza, mano sobre mano, sin nada por hacer, nada por andar y nada por buscar. A los que el Padre de la Viña, llegado inopinadamente preguntará al fin: ¿Qué hacéis aquí todo el día ociosos?(Mt 20:6), aunque ahora, por esta vez, nada tendrán que responder. Nada de lo que se va a decir aquí tiene que ver con ellos.
Pero para todos los demás, para todos los inquietos que caminan y buscan saciar su corazón, la Estrella Matutina, durante el breve tiempo que alegra con su brillo el amanecer de cada día, es el anuncio de Alguien que está por venir. La belleza de su resplandor blanco azulado, junto a su constancia en elevarse por entre las brumas del alborear de cada día, quizá tengan por objeto inducirnos a mantenernos impacientes en la ilusión de la espera. En una ansiedad que nos anima a mantenernos firmes ante su llegada, o justamente hasta que Él venga (1 Cor 11:26).
Y es también al mismo tiempo su nombre —El Lucero de la Mañana— una metáfora. Una bella metáfora, como son siempre las verdaderas metáforas. Las mismas que encubren, bajo la belleza de las palabras, el misterio sublime que los vocablos tratan de descubrirnos…, pero que al mismo tiempo lo ocultan, como avergonzados de su impotencia. Instrumento que es la metáfora de la Poesía al fin y al cabo, una vez descubierta su incapacidad para decirnos lo que oculta, trata con todas sus fuerzas de decirnos algo de todos modos, como el moribundo que intenta desesperadamente pronunciar unas últimas palabras. Y utiliza la belleza tan limitada de las palabras humanas —¡qué remedio!— para intentar decir la Belleza infinita que encierra en su seno.
Pero esa Belleza infinita no está todavía en nuestras manos. Pues ya hemos dicho que nuestra misión, por ahora, es la de caminar para salir a su encuentro, permaneciendo al mismo tiempo vigilantes y a la espera: Felices los siervos a quienes el Señor, cuando llegue, encuentre vigilantes (Lc 12:37). En la seguridad de que no seremos defraudados, pues sabemos que Él ha de venir: Yo soy el Alfa y la Omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era, el que ha de venir, el Todopoderoso (Ap 1:8). Y así, tal como se ha dicho, esperar y correr, porque siempre cabe aguardar expectantes…, y salir al mismo tiempo al encuentro del que llega movidos por nuestra impaciencia.
Pero el camino que conduce al encuentro de quien El Cantar de los Cantaresllama el Esposo, no es un sendero fácil, por lo que pocos necesitarán ser convencidos de que la tierra que recorremos es un Valle de Lágrimas. Y tal como le sucedió a los Magos en su viaje en busca del Mesías, sucede alguna vez para cada cristiano que la Estrella se oscurece y desaparece del firmamento del cielo, dejando al peregrino en el desconcierto. De ahí que el Cristianismo jamás haya tratado de ocultar que la senda que conduce a la Vida es estrecha y abrupta, y pocos son los que caminan por ella (Mt 7:14).
Los ateos y agnósticos, en una serie de argumentos tan fútiles y viejos como fáciles de refutar —el problema de la existencia del Mal ha sido explicado demasiadas veces—, se empeñan en asegurar que Dios, caso de existir, o bien se habría desentendido del hombre, puesto que afirmar otra cosa sería admitir una forma de antropomorfismo en Dios, al suponerlo afectado y cuidando de nuestros problemas —¿qué le iba a importar la criatura humana a un Dios que se presume Omnipotente?—, o bien, una vez admitida como cosa cierta que la vida humana es un conjunto de sufrimientos y dolores, ¿para qué se habría empeñado ese Dios en crear para el hombre tal existencia miserable?
Pero los hechos en contra de tan falaces argumentos son claros y evidentes, como para convencer sobradamente a cualquiera que quiera verlos. Desgraciadamente, sin embargo, las cosas no suceden así, dada la condición de la naturaleza humana. Pues una vez que el hombre ha hecho su opción por la mentira, lo que menos le importa es la evidencia de la verdad y la contundencia de los hechos. ¿Realmente alguien sería capaz de suponer que Dios se ha desentendido del ser humano y que no le ha demostrado su amor…? ¿Quién no podría darse cuenta de que todo lo que pueda tener de miserable y dolorosa la vida humana es cosa que el mismo hombre ha procurado con el pecado, y de ningún modo Dios?
La osadía de cometer el pecado e imputar a Dios la culpabilidad de los males que de él se derivan, es una blasfemia cuyo origen no es otro que el de las profundidades misteriosas de la soberbia de Satán, cuyos fieles servidores se encargan de propagar.
Satanás, Padre de la Mentira y de todos los mentirosos, jamás reconocerá verdad alguna, puesto que, tal como dice el mismo Jesucristo, en él no hay verdad (Jn 8:44); y menos aún estaría dispuesto a reconocer su propia culpa, lo que supondría admitir una verdad siquiera por una vez. Caso de que en alguna ocasión llegara a decir algo verdadero, buscando por supuesto sus propias conveniencias, o bien se trataría de una verdad entredicha solamente a medias (mitad verdad y mitad mentira), o bien sería una afirmación que iría envuelta en el engaño; cuando no ambas cosas a la vez. Como puede verse en el Evangelio, en el episodio en el que le dice a Jesucristo que le dará todo lo que hay en el mundo puesto que le pertenece (algo en cierto modo cierto), con tal que se arrodille y le adore (Mt 4: 9); o cuando, según se dice en el Génesis, promete a Adán y Eva que serán como Dios y conocerán el bien y el mal si comen de la fruta prohibida (Ge 3:4).
Con la atrevida y soberbia blasfemia de imputar a Dios el mal existente en el mundo, los ateos y agnósticos se cierran voluntariamente las escasas esperanzas que les pudieran quedar de salvación. Pues es bastante probable que sea éste uno de los pecados cometidos contra el Espíritu Santo, de los que afirmaba Jesucristo que no serían perdonados ni en este mundo ni en el otro (Mc 3:29; Lc 12:10).
Si alguna vez la Estrella de la Mañana dejara de aparecer en el firmamento, desaparecerían con ella uno de los motivos que alientan la esperanza de los hombres. Que ya no tendrían ocasión de mirar hacia lo alto en el alborear del día, para sólo contemplar en cambio la miseria de un mundo en ruinas, en el que únicamente reinan la Mentira y la Iniquidad. Pero, ¿entonces…? Entonces tal cosa no sucederá. Pues el Lucero jamás se oscurecerá, y sabe bien el creyente que Jesús cumple sus promesas, pues he aquí que vengo pronto, y conmigo mi recompensa (Ap 22:12).
Padre Alfonso Gálvez