La Oración de Petición y el Amor a Jesucristo (I)

En ese día no me preguntaréis nada. En verdad, en verdad os digo: si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa.

Os he dicho todo esto en comparaciones. Llega la hora en que ya no hablaré con comparaciones, sino que claramente os anunciaré las cosas acerca del Padre. Ese día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, ya que el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre.

Le dicen sus discípulos:

—Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación; ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por eso creemos que has salido de Dios.

(Jn 16: 23–30)

Domingo V de Pascua.[1] En el que la Iglesia propone a nuestra consideración un fragmento del Evangelio de San Juan que contiene parte del discurso de despedida de Jesús, pronunciado en la noche de la Última Cena, y que fue dirigido a sus Apóstoles.

Estamos ante unos emocionantes momentos de despedida en los que el Corazón del Señor se vuelca amoroso sobre sus discípulos. Cosa que hace con palabras rebosantes de cariño, llenas de generosidad, y con promesas que nunca hubieran podido ser imaginadas por los discípulos…, ni por nadie. A la solemnidad del momento, a pocas horas antes de la separación, se une la profundidad de unas palabras que expresan la increíble grandeza de un Corazón que, habiendo amado a los suyos hasta el fin,[2] se les entrega por completo y, actuando en divina lógica, les promete todo:

En verdad os digo que si le pedís al Padre algo en mi nombre, os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa.

Y más todavía:

Y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, ya que el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios.

Y así es como les hace una promesa tan sublime y grandiosa como al parecer increíble: pedid en mi nombre lo que queráis y se os concederá, para que vuestra alegría sea completa. Palabras consoladoras que superan cualquier expectativa, y aun cualesquiera esperanzas que hubieran podido ser producto de una imaginación humana.

Pero al mismo tiempo, por extraña paradoja, tales palabras no dejan de suscitar en el alma de cualquier cristiano que las oye un cierto escepticismo. Cosa que se explica fácilmente cuando se trata de responder a la siguiente pregunta: ¿Realmente un cristiano cree con firmeza que todo lo que pida al Padre en nombre de Jesucristo, o cualquier cosa que recabe del mismo Jesucristo apelando a su amor, le será infaliblemente concedido…? Cualquier cristiano, si acaso piensa y habla con franqueza, podría responder a esa pregunta seguramente en forma negativa. Porque una cosa es creer las palabras del Evangelio, pero haciendo abstracción de la realidad, y otra muy distinta es poseer la seguridad de que se verán aplicadas infaliblemente al caso concreto de la vida de cada uno.

Y sin embargo tales palabras son absolutamente verdaderas y ciertas. No solamente porque son palabras de Jesucristo y por lo tanto no pueden fallar, sino porque así lo exige la misma naturaleza de las cosas; o dicho esto último de otro modo, porque las cosas son así, lo mismo que dos y dos son cuatro y la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos. Lo cual requiere una explicación como va a ser expuesta a continuación, aunque no sin antes adelantar una advertencia previa.

Pues lo que se va a decir a renglón seguido va dirigido exclusivamente a una reducida minoría.

En primer lugar, porque son muy pocos los cristianos que se toman en serio el amor a Jesucristo. Y puesto que las promesas contenidas en el Sermón de la Última Cena adquieren su base y fundamento en el amor entre Jesús y el hombre, necesario es concluir que su efectivo cumplimiento depende exclusivamente de la realidad de esa relación de amor. Bien entendido también que ha de tratarse de una auténtica relación amorosa, y no de un mero afecto o de una mera devoción superficial. Y puesto que son pocos quienes aman de verdad a Jesucristo —sentirse enamorado es mucho más que amar—, pocas veces tales promesas acaban viéndose realizadas.

En segundo lugar, porque un gran número de cristianos, no solamente no han tomado jamás en serio el amor a Jesucristo, sino que jamás han sentido hacia ese amor, o incluso hacia la Persona misma de Jesucristo, otra cosa que la más absoluta indiferencia.

No es posible saber si estamos ya ante los Últimos Tiempos. Pero es cierto que la Apostasía General, anunciada por las Profecías, se ha convertido ya en realidad en toda la Iglesia. La paganización de la sociedad, la difusión de criterios contrarios a las Leyes divinas abarcando todos los ámbitos de la vida social, el rechazo generalizado de todos los valores cristianos, la persecución —cruenta en Asia y África, incruenta en Occidente— a quienes profesan la fe, etc. son hechos normales en la sociedad actual de los hombres. La Persona de Jesucristo, su doctrina y enseñanzas, sus sufrimientos redentores y su muerte con todo lo que eso supone para la existencia cristiana, apenas si significan algo para la moderna Iglesia y menos aún para su Jerarquía.

Nada tiene de extraño por lo tanto que las cosas sean como son, y que las promesas de Jesucristo, lejos de ser palabras al viento o meras promesas hechas al calor de un discurso, sean realidades que no pueden dejar de cumplirse: Mis palabras son espíritu y son vida[3] El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.[4] Pero que requieren para su realización que sean recibidas y aceptadas por los hombres, mediante el cumplimiento de las necesarias condiciones para que tales palabras puedan cumplirse, según las exigencias de su propia naturaleza. Y es bien sabido que una relación amorosa —fundamento último de tales promesas— no puede existir, por imperativa necesidad de su propia esencia, sin la entera voluntad, la absoluta cooperación y el completo consentimiento de cada una de las dos partes que integran la relación.

Para comprender lo cual es necesario partir de la base que establece que el amor es el núcleo y el punto fundamental de la existencia cristiana. Para pasar enseguida a tratar de entender la difícil y compleja realidad del amor, que a su vez no puede ser explicada sin analizar en profundidad el dinamismo de la relación amorosa. Y aún hay que añadir que el amor humano y el divino–humano, si bien en esencia son la misma cosa, se diferencian sin embargo si se tiene en cuenta que el último pertenece a un orden sobrenatural; aun admitiendo que el puramente humano, si bien también puede desenvolverse en un ámbito sobrenatural, pero nunca según el carácter y el grado de elevación que alcanza el divino–humano.

Una auténtica relación amorosa es aquella en la que cada uno de los amantes entrega todo su ser al otro. Y como aquí, y sin que haya necesidad de repetirlo de nuevo, se habla del verdadero amor (tanto en el orden natural como en el sobrenatural), ha de darse por sentado que dicha expresión implica a su vez el concepto de totalidad en todos los aspectos. O dicho de otra forma, exactamente en el mismo sentido en que Jesucristo definía el primer mandamiento: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.[5]

La verdadera relación amorosa, y más aún en el orden sobrenatural del amor divino–humano que es el que principalmente se contempla aquí, supone un intercambio de vidas en el que todo lo que pertenece a cada uno de los que se aman pasa a ser propiedad y posesión del otro. Los clásicos paganos, con Platón a la cabeza, dieron infinidad de vueltas al concepto del amor sin acertar nunca con lo que constituye su secreto principal y su verdadera esencia. Y tampoco lo hubieran conseguido, puesto que no llegaron a conocer la idea cristiana contenida en la Revelación según la cual el amor es Dios (1 Jn 4:16). Pero ya la Revelación del Viejo Testamento, aun sin haber llegado el Cristianismo, sabía de esa mutua y recíproca posesión de todo el ser de cada uno de los amantes en el caso del Esposo y la esposa, que es lo mismo que decir en el caso de Dios y el alma. Como se ve claramente en la voz de la esposa en El Cantar de los Cantares:

 

Yo soy para mi amado y mi amado es para mí,
el que se recrea entre azucenas.[6]
Yo soy para mi amado
y a mí tienden todos sus anhelos.[7]

En el Nuevo Testamento, plenitud de la Revelación y cumplimiento de todas las Promesas, la idea es mucho más clara y su contenido mucho más profundo: El que come mi carne y bebe mi sangre vive en mí y yo en él.[8]

Dado que en el amor divino–humano la relación de amor es siempre mutua y recíproca, se sigue de ella que el alma enamorada de Jesucristo supone necesariamente una situación en la que Jesucristo está igualmente enamorado del alma.

Teniendo en cuenta, sin embargo, que el amor meramente humano no siempre cumple los requisitos de la auténtica veracidad, por lo que tampoco los sentimientos y las palabras con los que se expresa responden siempre a una situación de sinceridad. Y de ahí que no se pueda decir en todos los casos que el concepto de totalidad, esencial en el verdadero amor, logre alcanzar en el amor humano su completa realización.

Lo cual no sucede así en el amor divino–humano. El cual, cuando afirma que Jesucristo está enamorado del alma —enamorado, es mucho mas perfecto que el hecho de meramente amar—, quiere decir justamente que Jesucristo está enamorado de ese ser humano. Donde las palabras significan exactamente lo que dicen y dicen exactamente lo que significan.

(Continuará)

Padre Alfonso Gálvez


[1] Homilía pronunciada el 10 de Mayo de 2015.

[2] Jn 13:1.

[3] Jn 6:63.

[4] Mc 13:31.

[5] Mc 12:30.

[6] Ca 6:3.

[7] Ca 7:11.

[8] Jn 6:56.

Padre Alfonso Gálvez
Padre Alfonso Gálvezhttp://www.alfonsogalvez.com
Nació en Totana-Murcia (España). Se ordenó de sacerdote en Murcia en 1956, simultaneando sus estudios con los de Derecho en la Universidad de Murcia, consiguiendo la Licenciatura ese mismo año. Entre otros destinos estuvo en Cuenca (Ecuador), Barquisimeto (Venezuela) y Murcia. Fundador de la Sociedad de Jesucristo Sacerdote, aprobada en 1980, que cuenta con miembros trabajando en España, Ecuador y Estados Unidos. En 1992 fundó el colegio Shoreless Lake School para la formación de los miembros de la propia Sociedad. Desde 1982 residió en El Pedregal (Mazarrón-Murcia). Falleció en Murcia el 6 de Julio de 2022. A lo largo de su vida alternó las labores pastorales con un importante trabajo redaccional. La Fiesta del Hombre y la Fiesta de Dios (1983), Comentarios al Cantar de los Cantares (dos volúmenes: 1994 y 2000), El Amigo Inoportuno (1995), La Oración (2002), Meditaciones de Atardecer (2005), Esperando a Don Quijote (2007), Homilías (2008), Siete Cartas a Siete Obispos (2009), El Invierno Eclesial (2011), El Misterio de la Oración (2014), Sermones para un Mundo en Ocaso (2016), Cantos del Final del Camino (2016), Mística y Poesía (2018). Todos ellos se pueden adquirir en www.alfonsogalvez.com, en donde también se puede encontrar un buen número de charlas espirituales.

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