En la segunda semana después de Pascua contemplamos a Jesús, que después de haberse aparecido a los Apóstoles sigue visiblemente con ellos. No sólo para consolarlos y animarlos a afrontar las pruebas que los aguardan, sino también para explicarles aquellas enseñanzas suyas cuyo significado profundo no habían entendido todavía.
Durante los cuarenta días que transcurren entre la Resurrección y la Ascensión Jesús no escribe, sino que transmite verbalmente su palabra a los Apóstoles. La revelación de Cristo se comunica de palabra, y los primeros que disfrutaron de ella como testigos suyos fueron los Doce, que después de su Muerte y Resurrección se habían quedado en once.
Cristo les comunicó su Revelación para que la transmitiesen a otros. Esos otros son incontables, como señala monseñor Gherardini, porque no se trata apenas de sus más allegados, de sus interlocutores inmediatos, sino de todas las gentes, todas las generaciones, en todos los rincones de la Tierra: «Id y haced discípulos a todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».
Dicho de otro modo: Jesús instituye la Tradición como predicación e instrucción para todos los pueblos, en todo tiempo y lugar, mediante la transmisión oral de su Revelación.
Pero Jesús no se limita a comunicar una doctrina. De hecho, la Iglesia no es una escuela de pensamiento sino una sociedad visible, y el Señor da a sus Apóstoles todas las instrucciones necesarias para organizar una institución que a lo largo de los siglos garantizará la transmisión de sus enseñanzas.
Por otra parte, después de explicar a los Apóstoles el sentido profundo del Divino Sacrificio que habrían de perpetuar, les indica también cómo debían llevarlo a cabo. La primera Misa, celebrada por San Pedro, se atuvo minuciosamente a las indicaciones de Cristo.
Dom Guéranger recuerda que la Iglesia necesita tres cosas para cumplir su misión:
1) Una constitución preparada por la mano del propio Hijo de Dios, mediante la cual se convertirá en una sociedad visible y permanente.
2) El depósito que le encomendó, constituido por todas las verdades que su Esposo celestial le vino a revelar o confirmar, que incluye el derecho de enseñar y de hacerlo de modo infalible.
3) Por último, los medios eficaces para a que los fieles de Cristo se les permita participar de las gracias de la salvación y santificación que son fruto del Sacrificio que Él ofreció en la Cruz.
«Jerarquía, doctrina y sacramentos; tales son los elementos esenciales y solemnes sobre los que Jesús da sus últimos y solemnes instrucciones a lo largo de cuarenta días».
La doctrina que enseñó Jesucristo a los Apóstoles para que la transmitieran es inseparable de la jerarquía que la transmite. Es más, la sucesión apostólica garantiza la recta transmisión de la doctrina. Y a su vez, la sucesión apostólica está garantizada por la validez de los sacramentos, que son los conductos que transmiten la gracia santificante en la Iglesia, y la Iglesia es santa por sus principios, por su constitución jerárquica y por sus sacramentos.
Fidelidad a la Iglesia, a su fe, a su jerarquía y a sus sacramentos. Esto es lo que todavía nos pide el Señor a cada uno. Todos estos elementos son inseparables entre sí. No puede existir la fe de la Iglesia sin su autoridad, ni la autoridad sin la fe. Y para ser fieles a la autoridad y a la fe de la Iglesia es necesaria la ayuda sobrenatural que se obtiene mediante los sacramentos.
El Señor no abandona a quien se esfuerza por serle fiel íntegramente. Precisamente en los días que pasaron entre la Resurrección y la Ascensión, apareciéndose a los Apóstoles en el lago Tiberíades, Jesús prometió asistir a sus discípulos todos los días, hasta el fin del mundo. Así dijo en las palabras que ponen fin al Evangelio de San Mateo: «Mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del mundo» (Mt.28,20).
Estas palabras de consuelo deben resonando cada día en nuestro corazón.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)