Durante el Ángelus del pasado domingo 28 de agosto, el papa Francisco anunció que en cuanto le sea posible irá a visitar los habitantes del Lacio, Umbría y las Marcas duramente golpeados por el terremoto, para llevarles personalmente el consuelo de la fe, mi abrazo de padre y hermano y el apoyo de la esperanza cristiana».
Lo de en cuanto sea posible no depende de la agenda del Papa, que habría deseado partir de inmediato; es para evitar que su presencia obstaculice la labor de los bomberos, protección civil y las fuerzas de orden público. Como recuerda Andrea Tornielli, la visita relámpago de Juan Pablo II, apenas 48 horas después del sismo que azotó Campania y Basilicata el 23 de noviembre de 1980, desató rabiosas polémicas. Hubo quien afirmó que Juan Pablo II había dificultado el trabajo de los socorristas y distraído a las fuerzas del orden impidiendo que realizasen labores más urgentes. Benedicto XVI, por el contrario, esperó 22 días antes de visitar la devastada Aquila tras el sismo del 6 de abril de 2009, y 36 días antes de dirigirse a Emilia,después del terremoto del 20 de mayo de 2012.
La decisión de aplazar la visita parece, pues, oportuna, por varias razones. Durante las primeras semanas después de una catástrofe, las víctimas tienen necesidad de ayuda más que nada material. En los meses sucesivos, cuando su situación ha dejado de ser noticia, es cuando se sienten abandonados y tienen necesidad de apoyo espiritual y moral. Y nadie mejor que el Papa puede llevar ese socorro, que consiste ante todo en recordara que en la vida cristiana todo tiene sentido, aun las peores catástrofes.
Esta es la respuesta que se debe dar a quienes, como Eugenio Scalfari en La Repubblica del pasado 28 de agosto pontifican sobre el terremoto de Amatrice y todos los demás males del mundo, preguntándose cuál sera la razón, no sólo del movimiento sísmico que ha convulsionado el centro de Italia, sino del caos que trastorna actualmente al mundo, y buscan la explicación en el pesimismo cósmico de Leopardi. Es necesario también prevenir las inevitables acusaciones de protagonismo, listas para ser arrojadas a quienes gustan excesivamente de los escenarios, como el papa Francisco, que en los últimos días ha participado en tomas cinematográficas en los jardines vaticanos, relacionadas al parecer con su propia participación en una película, a pesar de que en febrero el Vaticano había desmentido que Bergoglio tuviera intención de hacer interpretaciones artísticas.
Lo que sí es cierto es que la tragedia del terremoto se enmarca en una situación internacional tempestuosa. En las últimas semanas, las primeras páginas de los diarios italianos apenas se han ocupado de otra cosa que de las noticias sobre el sismo, y han dado poco relieve a informaciones inquietantes, como la del llamamiento del gobierno alemán a hacer acopio de alimentos y agua en previsión de una posible emergencia nacional. Los fieles esperan, por último, que el Papa recuerde que las desgracias materiales destruyen el cuerpo, pero que también hay cataclismo espirituales y morales más violentos todavía que devastan las almas. Y que la propia Iglesia Católica padece actualmente un terremoto interno.
Circula por Internet la foto de una estatua de la Virgen que milagrosamente quedó intacta entre los escombros de una iglesia de Arquata del Tronto. Las invocaciones a Nuestra Señora se multiplican entre las víctimas de los movimientos sísmicos, y Antonio Socci se ha hecho portavoz de la petición dirigida por algunos católicos italianos al cardenal Bagnasco para que se renueve la consagración de Italia al Corazón Inmaculado de María. Pero la Virgen no ha encontrado lugar en un solo stand del encuentro de Rímini, y la devoción mariana es incompatible con el abrazo ecuménico a los musulmanes y protestantes.
Roberto de Mattei
[Traducido por J.E.F]