La autoridad de los hombres de Iglesia, que fue divinamente constituida para defender el patrimonio de la Fe de posibles falsificaciones doctrinales, ha sufrido en los Pastores, desde hace tiempo, una notable distorsión a consecuencia de su adecuarse a una devastadora estrategia que ha aducido el pretexto del “diálogo” para avalar el propósito de conformarse al clima disolvente de la secularización.
De tal opción, que denota una decidida como culpable voluntad de repudio o de marginación de los actos ministeriales que condenaron ya tal subversión, deriva una pertinaz obra de protestantización de la doctrina y de la liturgia, desconsideradamente valoradas en función de su mayor o menor correspondencia a las distintas mentalidades de los hombres y de los pueblos.
La grave desorientación generada por la pretensión antinatural de disolver el Catolicismo en un vago irenismo, inadecuado para captar y expresar el poder espiritualmente vivificador de la Tradición perenne, está causado por el nefasto y perdurable influjo de los fautores de la desacralización, irresponsablemente favorecido por los hombres de la jerarquía, que han intentado en vano disimular las evidentes negaciones del progresismo conciliar bajo la apariencia de una afirmada, pero inexistente, “continuidad” con la Tradición católica.
La radicalización de la crisis espiritual y moral que se ha producido como consecuencia de la instalación de Bergoglio en la Catedra de Pedro aparece como el resultado inevitable de una engañosa perspectiva teológica, que ha considerado poder inscribir las novedades conciliares en una concepción de la “Tradición” hegelianamente considerada como una variable dependiente de la historia (historicismo).
“La hermenéutica de la continuidad en la reforma” de Benedicto XVI, enraizada en una cultura que reivindica el primado de la experiencia personal sobre la verdad y sobre el ser, no podía detener la generalización de una apostasía, que intenta alterar los principios dogmáticos y morales, para secundar dócilmente la actuación del gobierno mundial masónico.
Sin querer formular previsiones acerca de los posibles desarrollos de una situación que se hace cada vez más complicada e incierta, se debe reconocer francamente que las insanables contradicciones connaturalizadas en algunos textos conciliares y en el así llamado “espíritu del Concilio” no pueden encontrar una válida solución en el cuadro de una cultura filosófica y teológica que ha contribuido en amplia medida al desmembramiento de la vida eclesial.
No es difícil advertir las bases racionalmente frágiles del engaño neomodernista, que presume de violar el principio de no contradicción y su fundamental función de fijar los confines infranqueables entre la verdad y sus adulteraciones.
Y así, el olvido de los principios que son el fundamento racional de la profesión de la verdadera fe y por tanto del sano ejercicio del pensamiento, ha conducido al sucesor de Pedro a celebrar la pseudo-teología de Lutero, como si sus múltiples herejías no hubieran sido condenadas por los Papas e infaliblemente por el Concilio de Trento, y a honrar públicamente en el Vaticano la estatua del monje fundador de una secta herética que ha arrancado a la Iglesia católica la mitad de Europa y continúa manteniendo en el error a tantas almas.
Frente al intensificarse de las señales inquietantes de una indudable continuidad -esta sí- en la demolición del Catolicismo, la reafirmación decidida e integral de la Tradición se impone como condición indispensable para contrastar la pavorosa desviación del mundo y para devolver al hombre de hoy una clara conciencia del fin para el que fue creado.
R.Pa.
(Traducido por Marianus el eremita)