Hace algunos años, cuando se volvió más frecuente que los adultos admitieran haber sido abusados sexualmente de niños, en base a recuerdos reprimidos, uno de los pastores más estimados de una diócesis local fue acusado por abusar sexualmente de un niño cuando escuchaba su confesión. Antes del juicio, el abogado que representaba a la supuesta víctima se pavoneaba frente a los medios hasta que el caso fue desechado por la corte, al determinar que el supuesto abuso ocurrido décadas atrás habría sido físicamente imposible, debido a que en aquel entonces los confesionarios aislaban físicamente al sacerdote del penitente.
La convencional caseta o casilla de confesiones, en la que el sacerdote se encuentra físicamente aislado del penitente, tuvo su origen en la década del sesenta. Usted podrá decir, aguarde un minuto, no puede ser cierto. ¿Es posible que haya surgido algo bueno de la década del sesenta? Ciertamente, ha surgido mucho bien tras un concilio eclesiástico en la década del sesenta — de 1560, por cierto. Fue el concilio eclesiástico de Trento, y de ese concilio guiado divinamente surgieron numerosas declaraciones dogmáticas como respuesta a la revuelta protestante. Entre los muchos frutos positivos del concilio, estaba la estandarización de la manera en la que se debían escuchar las confesiones, en un habitáculo de madera.
Pero cuatrocientos años más tarde se convocó un concilio bastante distinto y casi todos los frutos de este concilio han demostrado ser venenosos. Entre las muchas reformas de 1960, tras el Concilio Vaticano Segundo, hubo un abandono generalizado del confesionario convencional en favor de espacios de reconciliación en los que el sacerdote y el penitente se encontraban físicamente juntos. ¡Adiós a la protección y privacidad de los penitentes y también a la protección de los sacerdotes inocentes acusados por un crimen!
El abandono de los confesionarios convencionales no fue el único fruto malo, en la forma y administración del sacramento de la penitencia, servido por los modernistas del Concilio Vaticano II (CV2). Los reformadores modernistas de 1960 produjeron un nuevo Rito de Penitencia que aumentó a 3 las opciones para el sacramento: reconciliación de penitentes individuales, reconciliación de varios penitentes, reconciliación con absolución general.
¿A alguno le sorprende que al poco tiempo, en muchas parroquias, los sacerdotes abandonaran la confesión individual en favor de formas comunitarias? No era inusual ver entre los horarios de la parroquia que las confesiones estaban “disponibles con cita previa” en lugar de establecidas semanalmente antes de la misa. También era una práctica usual en muchas diócesis y parroquias ofrecer una Absolución General con regularidad, como la forma normal del sacramento. Incluso a pesar de que las instrucciones del rito afirman explícitamente que la Absolución General solo puede utilizarse en caso de muerte o cuando hay tantos penitentes que al sacerdote se le haría imposible escuchar las confesiones individuales en un “período razonable de tiempo”. Así es, típica elección de palabras ambiguas y perfecto tecnicismo modernista: período razonable de tiempo.
Pero no todas las formas comunitarias del sacramento incluyen la Absolución General. Algunos pastores perezosos que no desean escuchar confesiones con regularidad, y algunos pastores bien intencionados que necesitan ayuda de confesores adicionales, utilizan la segunda forma del rito, en la que hay un ritual litúrgico cuasi-comunitario seguido por confesiones individuales escuchadas por un número indeterminado de sacerdotes invitados a escuchar las confesiones de los fieles.
Yo solía ponerme a disposición de algunas parroquias para esta segunda forma del sacramento, dado que requería la confesión individual de los penitentes. Pero ya no lo hago debido a varias experiencias problemáticas. En algunos casos, el aspecto litúrgico del ritual se hacía demasiado largo o pobremente. En otros casos, el número de penitentes excedía enormemente la cantidad de sacerdotes disponibles, y las confesiones se extendían hasta el ocaso. También me preocupaba la falta de privacidad de los penitentes cuando ponían los puestos de confesión demasiado cerca uno del otro dentro del templo. Y había sacerdotes que no tenían idea del límite de tiempo apropiado a asignar a cada confesión, dando confesiones de diez minutos cuando había cientos de penitentes esperando.
La gota que rebalsó el vaso en estos ritos comunitarios fue cuando me pusieron a confesar junto al comulgatorio y una mujer se confesó tan solo a unos centímetros de mi cara. Por una cuestión de decoro, escuché su confesión con la cabeza gacha y los ojos cerrados, hasta que fui reprendido por ella por no mirarla a los ojos mientras hablaba. ¡Le asigné una dura penitencia y no volvió más a esa iglesia!
También dejé de ayudar a los sacerdotes escuchando las confesiones de niños de sus parroquias. Demasiadas veces me exasperaba alguna novedad perpetrada por el sacerdote o los directores de educación religiosa, en un espíritu del CV2. En una parroquia pidieron a los niños que pintaran sus pecados con los dedos y luego explicaran sus pinturas a los confesores, tras lo cual sus imágenes eran colgadas en una pared de la iglesia. ¡Hasta ahí el secreto de confesión! En otra parroquia escuché las confesiones de docenas de niños de secundaria y ninguno de ellos sabía las oraciones que asignaba como penitencia. Todo lo que podía decirles era que fueran a hablar con Jesús.
Pero volvamos a nuestra preocupación original con el cambio de confesionarios a espacios de reconciliación tras el CV2. En el pasado, los confesionarios eran obligatorios para proteger a las mujeres adultas de las manos de los sacerdotes predadores; ¿quién habría imaginado que un día la mayor preocupación iba a ser proteger a niños y adolescentes—mayoritariamente varones—del comportamiento predatorio de sacerdotes homosexuales? No digo que no hubiese sacerdotes homosexuales en el pasado, solo que sin duda el número no era tan elevado como el de hoy.
Los efectos de los cambios de CV2 fueron, cuando menos, catastróficos. Por ejemplo, tomen el caso de la iglesia católica de Australia, que enfrenta un escrutinio intenso y la intervención por parte de las autoridades civiles, por culpa del desenfrenado abuso sexual de menores por parte del clero. Está en juego el mismo secreto de confesión, así como la manera en la que se escuchan las confesiones de los niños. Los obispos australianos ya ordenaron que las confesiones de niños se realicen en espacios abiertos a la vista de todos los participantes, supervisados por empleados.
¡Oigan, obispos, qué les parece esta solución: regresar a los confesionarios que pasaron la prueba del tiempo! Por supuesto que no lo harán, porque cualquier cosa es mejor que volver a la tradición. ¿Alguien conoce algún carpintero que necesite trabajo? ¡Una vez que desaparezcan los modernistas será necesario construir confesionarios!
Padre Celatus
(Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original)