Nunca deja de asombrarme ver cómo se oscurece el mundo en diciembre a medida que nos acercamos al día más breve del año, el solsticio de invierno. Está oscuro cuando despierto, como si fuera en mitad de la noche, y eso que es ya casi la hora de desayunar. A las 4 de la tarde, veo la oscuridad del cielo y me pregunto por qué se pondrá el sol tan pronto. Pareciera que la oscuridad se cierne en torno a uno, envolviendo y sofocando el día.
Sin embargo, sabemos por la experiencia acumulada en los años que llevamos de vida que la victoria de las tinieblas es pasajera. Sabemos que, efectivamente, hacia la fecha en que la Iglesia celebra la teofanía o manifestación de la Luz verdadera que ilumina a todo hombre los días comenzarán a alargarse poco a poco hasta que el movimiento de los astros nos lleve de vuelta al solsticio de verano, fecha en la que nuestros ancestros encendían hogueras en honor del Precursor. Sabemos que el ciclo se repetirá, una y otra vez, en tanto que dure el mundo, hasta que se transfigure por el fuego divino en el último momento del Juicio Final y dé paso a eternas tinieblas para los condenados y luz eterna para los bienaventurados.
Este elemental ciclo siempre ha constituido una metáfora espiritual para los cristianos. Al contrario que la naturaleza, que se rige por ciclos inexorables, la historia la hacen seres humanos libres bajo la mirada de un Dios soberanamente libre; sus días y sus noches no se gobiernan siguiendo un esquema previsible. Así pues, tras una fase de lo que pareció (y en muchos sentidos lo fue) de enorme crecimiento durante el periodo de entreguerras, la Iglesia entró en un invierno de cincuenta años envuelta en las tinieblas de la herejía, la apostasía, la indiferencia y los abusos.
La inmensa mayoría de los católicos que viven actualmente no ha tenido otra opción que la bazofia superficial que se les ha administrado y se les sigue dando desde el Concilio para acá. Ni siquiera hay conciencia de lo radicalmente deficiente que es semejante neocatolicismo para la plenitud dogmática, ascético-mística, litúrgica, cultural y política de la Tierra. Sin comparación posible, el modernismo conquista un territorio tras otro. Por eso las autoridades establecidas se esfuerzan desde hace tanto tiempo por impedir que haya alternativas al discurso y el plan oficial conciliaristas. Anibale Bugnini llegó al extremo de afirmar que si extinguiese el Rito Romano tradicional, bastarían dos generaciones para que arraigara con éxito la reforma litúrgica.
El sueño de Bugnini no se ha cumplido.
La buena noticia, el destello de luz que se abre paso y se impone en medio de las tinieblas, la prueba de que no será el invierno quien ría el último, es el auge del movimiento tradicionalista desde mediados de los sesenta hasta el momento presente, que se consideraba improbable. Cuando la larga noche de la renovación postconciliar había caído sobre nosotros y aullaban los recios vientos invernales, el movimiento tradicionalista mantuvo viva la llama evitando que se extinguiera. A pesar de las imperfecciones de sus miembros (¿quién está libre de ellas entre los hombres caídos?), el movimiento tradicionalista está despierto, alerta, consciente, y ciertamente va en aumento. Los tradicionalistas aman su fe católica. La practican y se sacrifican por ella. La estudian y la debaten. Por la gracia de Dios, están dispuestos a defenderla hasta la muerte, y no hay nadie en este mundo que, ataviado con mandil masónico o con mitra, se la pueda arrebatar.
La sabiduría de este mundo dirá: «¿Acaso los tradicionalistas no constituyen una minoría insignificante?» Pero Cristo nuestro Rey no es un demócrata que gobierne apoyándose en las mayorías. Es un monarca absoluto que rige con vara de hierro, como dicen las Escrituras, y que escoge lo débil para avergonzar a lo fuerte. Como nunca me canso de recordar a la gente, todos los grandes movimientos reformistas que ha habido en la historia comenzaron como la propia Iglesia: con un reducido grupo de discípulos ardorosos motivados por cómo entendían que tenían que ser las cosas que viene de una plenitud más antigua. El educador Michael Platt señala:
«Las revoluciones en las costumbres y la moral siempre se inician con una o dos personas que se rebelan contra algo. Con frecuencia los humanos son como un ejército en desbandada que no vuelve a la batalla hasta que un soldado da la cara y se pone a combatir. Suele decirse que el pasado no vuelve, pero se puede conseguir, y en épocas difíciles como el Renacimiento y la [Contra]Reforma se ha hecho eso mismo: renovar y revivir algo que estaba perdido y olvidado y que era bueno.»
No recuperar la Tradición católica, no reconectar con ella, no arrepentirnos de nuestra falta de cordura, sería rendirse ante el insidioso totalitarismo del Occidente actual. La filosofía moderna y su secuaz la teología modernista han socavado progresivamente nuestra Tradición. Únicamente el resurgir de esa tradición resultará ser un antídoto eficaz de los venenos modernistas. Tenemos que ser tradicionalistas, como María, que «guardaba todo eso y lo meditaba en su corazón». Tenemos que ser antimodernistas, como lo fueron los romanos pontífices desde la Revolución Francesa hasta principios del siglo XX.
Si mis correligionarios católicos ya tienen la dicha de beneficiarse de la liturgia auténtica de la Iglesia, los invito a serle fieles y a convidar a tantos amigos, familiares y desconocidos como puedan a ella. De preferencia, a la Misa solemne.
Si todavía desconocen la belleza, pureza y profundidad de la Fe tradicional, o la solemnidad e intensidad de sus perennes ritos, no sigan privándose de lo que es más profundamente católico que ninguna otra cosa. Busquen la Misa y los demás sacramentos y sacramentales tradicionales si los tienen a la mano. Comprueben por ustedes mismos la diferencia que hace la Misa en latín. Si pueden, váyanse a vivir con su familia a una ciudad que cuente con esta fuente inagotable de «gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno» (Heb. 4,16). Ahí es donde está siempre en su casa la verdadera Fe, la Fe de la Iglesia de Roma, para nosotros los católicos del Rito Latino. Aquí es donde el encuentro con el Señor se hace más vivo y eficaz y es más glorificado.
Si titubean entre el antiguo y el nuevo, el tradicional y el moderno, lo natural y lo artificial, no demoren más la decisión. La Misa Tradicional con su singular anáfora, sus oraciones varoniles, sus ciclo anual de lecturas, su rico santoral y su digno ceremonial se ha enriquecido a lo largo de 2000 años. La Misa nueva es un revoltijo cocinado por una camarilla oscura a base de un poco de esto y otro poco de aquello en cuanto a material eucológico, todo filtrado y expurgado para no herir sensibilidades modernistas, con una buena dosis de novedades ex nihilo infladas con un leccionario gigantesco pero cada vez más reducido temáticamente, rituales saqueados, fragmentados en innumerables opciones y sujeto a incontables manipulaciones. Todo esto son realidades demostrables, y no hace bien ni al alma ni a la Iglesia cerrar los ojos a ello.
Si los católicos queremos sobrevivir a las crecientes acometidas satánicas de la modernidad reciente y a la cada vez más diabólica desorientación que impera en la jerarquía, nos veremos obligados a recurrir hasta el último recurso de la Tradición del que podamos echar mano: armas, armaduras, baluartes y fortalezas. Tendremos necesidad de ascetismo, devociones populares, ritos auténticos, sacerdocio, vida religiosa y santo matrimonio vividos con heroica generosidad, incluso enseñando a nuestros hijos en casa si no podemos llevarlos al colegio. Necesitaremos lo que Roberto de Mattei ha denominado «una separación espiritual y moral» de los malos pastores.
Vivimos tiempos recios. Dios nos ha puesto en ellos por una razón. Nos llama a abrazar y defender la totalidad de la tradición católica. Sin transigencias, sin avergonzarnos, sin miedo, sin calcular los gastos, sin mirar atrás como la mujer de Lot ni como los israelitas que añoraban las ollas de carne de Egipto pensando que allá vivían más cómodos. Puede que estuvieran más cómodos, pero eran también esclavos que construían los palacios de sus amos paganos. Estos son tiempos para soldados de Cristo nacidos libres, no esclavos. El Bautismo nos hizo libres, y la Confirmación nos preparó para este momento. El Espíritu Santo no nos fallará en la hora de la necesidad.
Aun en la noche más lóbrega, mientras las horas transcurren con dolorosa lentitud, resplandecerán la casta Luna y las innumerables estrechas. Ni Nuestra Señora ni los ángeles y los santos nos abandonan nunca. Interceden por nosotros desde sus tronos gloriosos y nos animan a ser fieles y combatir virilmente hasta que estemos con ellos. Hasta el final, los hijos de la Madre gloriosa de Dios y siempre virgen María nunca estaremos solos, jamás cederemos al desaliento, la desesperación ni la derrota.
Tenemos indudablemente ante nuestros ojos un mundo sumido en tinieblas. Un clero ingenuo o interesadamente cómplice del mundo. Vemos cómo la mundanalidad invade el santuario mismo de Dios. Junto con los Reyes Magos, tenemos que dejar atrás la insuficiente sabiduría de estos tiempos y partir en pos de la Luz que derrota el invierno. La Luz que sigue alumbrando, ardiendo con inextinguible fulgor dondequiera que la Fe católica tradicional se cree, vive y reza, donde quiera que se padece por ella y se regocija en ella. «La luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron» (Jn. 1,5).
(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)