I. La vida de Jesucristo en la tierra, que comenzó con su Encarnación y su nacimiento en Belén, concluye con su Ascensión a los cielos. Esta fiesta cierra la contemplación de los misterios de la vida de Cristo en su resurrección y exaltación gloriosa que hemos venido celebrando en este tiempo litúrgico. Las rúbricas del Breviario y del Misal romano promulgadas por la Congregación de Ritos el 26 de julio de 1960 hablan del Tiempo pascual como de un espacio de tiempo que comprende:
- Tiempo pascual: desde el inicio de la Misa de la Vigilia Pascual hasta la Nona de la vigilia de la Ascensión (inclusive)
- Tiempo de la Ascensión: desde las I Vísperas de la Ascensión hasta la Nona de la Vigilia de Pentecostés (inclusive)
- Octava de Pentecostés: desde la Misa de la Vigilia de Pentecostés hasta la Nona del sábado siguiente (inclusive).
San Lucas narra en los Hechos de los Apóstoles (cfr. 1, 1-11) que, después de su resurrección, Jesús se apareció a sus discípulos durante cuarenta días, conversando con ellos para fortalecerlos, confirmarlos en la fe y hablarles «del reino de Dios» (v. 3). Boudou pone en relación las dos cuarentenas que inauguran y ponen fin a la vida pública de Jesús: apenas salido del desierto Jesús había anunciado el reino de Dios y de él vuelve a hablar en sus últimos coloquios[1].
«Es muy posible, según una tradición antiquísima, que en las apariciones que Cristo hizo a los discípulos desde su resurrección hasta su gloriosa ascensión, en las que les hablaba de regno Dei, les indicase algunas particularidades del culto. Santa Elena mando edificar una capilla en el monte de los Olivos en el lugar donde, según la antigua tradición, inició el Señor en los misterios divinos a los apóstoles y discípulos. Esta tradición ha sido recogida por varios Pontífices de épocas muy distantes, como san León Magno y Sixto V. También se hicieron eco de ella san Clemente Romano y san Justino»[2].
Finalmente, los reunió en el monte de los olivos a las afueras de Jerusalén donde «a la vista de ellos, fue elevado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista» (v. 9).
II. San Marcos (cfr. Mc. 16, 14-20) escribe que «el Señor Jesús fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios» (v. 19). Esta expresión también la emplea san Pablo (cfr. Ef 1, 17-23) cuando afirma que Dios sentó a Jesucristo «a su derecha en el cielo» (v. 20) y añade: que lo puso «por encima de todo principado, poder, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no solo en este mundo, sino en el futuro» (v. 21). Términos semejantes encontramos en otros textos como en 1Pe 3, 22: «[Jesucristo] fue al cielo, está sentado a la derecha de Dios y tiene a su disposición ángeles, potestades y poderes». También en el Credo profesamos nuestra fe en que «[Jesús] subió al cielo, y está sentado a la derecha del Padre».
«Está sentado», como advierte el Catecismo Romano no se refiere a una situación o figura del cuerpo, sino que significa la eterna posesión que Jesucristo tiene de su gloria, y la referencia «a la derecha de Dios Padre» quiere decir que ocupa el puesto de honor sobre todas las criaturas. Dicho de otra manera: como Dios es igual al Padre en la gloria, y como hombre está ensalzado sobre todos los Ángeles y Santos y hecho Señor de todas las cosas[3].
III. «Cuando miraban fijos al cielo, mientras Él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hch 1, 10-11). Con la Ascensión comienza el tiempo de la bienaventurada esperanza (Tit 2, 13) de la venida de Cristo, el tiempo de la Iglesia y de la vida cristiana en el que podemos alcanzar los frutos de este y los demás misterios de Cristo.
A ello nos ayuda considerar tres razones principales por las que fue beneficiosa para nosotros la Ascensión del Señor a los cielos[4]:
a) Para aumentar nuestra Fe, que trata de cosas invisibles. A partir de la Ascensión, Cristo rompe las relaciones sensibles con sus discípulos para no tener otras que las de la fe. Como dice a santo Tomás: «Bienaventurados los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29).
b) Para levantar nuestra Esperanza hacia las cosas del Cielo. Por eso dice también Cristo: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar» (Jn 14, 2). Por su Ascensión, nos abrió las puertas del Cielo cerradas por el pecado de Adán y nos facilitó el camino que conduce a la bienaventuranza eterna: «Concédenos, te rogamos, Dios omnipotente, que, pues creemos que en este día subió a los cielos tu Unigénito, nuestro Redentor; también nosotros habitemos con el alma en los cielos»[5].
c) Para mover nuestra Caridad con el fuego del Espíritu Santo que nos envió después de su Ascensión. Por eso había dicho Jesús: «os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito» (Jn 16, 7). En la Última Cena había anunciado que la Santísima Trinidad habitaría en el alma del justo en gracia de Dios y esa promesa se cumple por la acción del Espíritu Santo a la que nosotros tenemos que corresponder cumpliendo los Mandamientos de la Ley de Dios, practicando las virtudes y dando testimonio de la fe con nuestro apostolado. Por eso se afirma en el Prefacio que «[Cristo nuestro Señor] después de su resurrección se apareció manifiestamente a todos sus discípulos y a su vista se elevó al cielo, para hacernos partícipes de su divinidad»[6].
IV. Imitemos a los Apóstoles que, después de la Ascensión, volvieron a Jerusalén en compañía de Santa María y, junto a Ella, esperan la llegada del Espíritu Santo (Hch 1, 14). Procuremos nosotros también en estos días disponernos a preparar la fiesta de Pentecostés que celebraremos el próximo Domingo unidos a nuestra Señora.
[1] Boudou cit. por Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in: loc.cit.
[2] Manuel GARRIDO BOÑANO, Curso de Liturgia romana, Madrid: BAC, 1961, .
[3] Cfr. Catecismo Romano I, 7, 3; Catecismo Mayor I, 7, 121-125; Instrucción sobre las fiestas X.
[4] Cfr. SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh III, 57,1, ad3; Antonio ROYO MARÍN, Jesucristo y la vida cristiana, Madrid: BAC, 1961, 365-366.
[5] Eloíno NÁCAR FUSTER; Alberto COLUNGA, Misal ritual latino-español y devocionario, Barcelona: Editorial Vallés, 1959, 581.
[6] Prefación de la Ascensión, ibíd., 29.