Una lectura obligatoria para los padres: recuperando la tradición de la Navidad

Reeditado desde 2012, pero aún válido.

De nuestros amigos de The Remmant nos llega un proyecto para padres católicos que sólo Michael Matt puede explicar: una guía para eliminar de la Navidad los excesos del comercialismo y del puritanismo con el fin de educar una generación de católicos tradicionales que coloquen verdaderamente de nuevo a Cristo en Navidad.

Todavía puedo ver las figuras de un belén bañado en un cálido y pacífico resplandor de apariencia tan real como si yo mismo fuera un pastor mirando desde una colina cercana hacia Belén. Puedo oír todavía las serenas voces de mi padre y mi madre mientras rezaban y cantaban al mismo Niño que los pastores y los ángeles habían adorado siglos atrás. Aquel sagrado momento era como un portal en el tiempo, a través del cual a un chiquillo le parecía no solo posible viajar hacia atrás hasta la ciudad de David, sino que era inminente.

Después de más de treinta y cinco años, aquella noche de Navidad permanece muy presente en mi memoria. ¿Y qué hay de los regalos debajo del árbol? No recuerdo casi nada de ellos. No había ninguna duda de qué iba la Navidad – pudimos sentirla en el fondo de nuestras almas; pudimos verla en las lágrimas que se formaron en los ojos de nuestro padre mientras rezaba en voz alta; pudimos oírla en la voz de nuestra madre mientras cantaba armoniosamente “Noche de paz, noche de amor”.

Para un momento, lee la historia completa y comienza a cambiar ahora.

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THE REMMANT Online

¿Felices fiestas? ¡Oh, sí!

Reclamando la fiesta católica de la Navidad

Es el momento de volver atrás.

santaNota del editor: Cada año, alrededor de las fechas de la Navidad, colocamos una versión ligeramente actualizada de las siguientes reflexiones personales sobre la Navidad que nos ofrecen una forma alternativa de celebrar la gran Fiesta. Lo escribí hace varios años, y cada año recibo correos electrónicos de nuevos visitantes del sitio que amablemente reprenden a The Remmant por no colocarlo al comienzo de Adviento de manera que les permita a sus familias adoptar alguno de los hábitos sugeridos.

En los últimos años muchas familias católicas han adoptado la antigua tradición del Niño Jesús, creyendo que es una bella manera de recuperar el verdadero significado de la Navidad y reforzando con ello la identidad católica en sus hijos. Por supuesto, esto puede realizarse de forma paulatina.

A modo de ejemplo, podríamos invitar a Santa Claus (San Nicolás, Papá Noel1) a visitar nuestros hogares católicos la mañana de Navidad, pero reduciendo dramáticamente sus capacidades, quizás dejándole tan solo unos pocos calcetines a rellenar.

Como ocurría antiguamente en los hogares católicos a lo largo de la Cristiandad, la Navidad debe girar otra vez alrededor del Niño Jesús. Y una verdadera Feliz Navidad se basa en una cuidadosa práctica del Adviento. Que no haya árboles de Navidad, ni luces, ni cosas ricas que comer hasta el 25 de diciembre, momento en que la espera llega a su fin y toda la Cristiandad se regocija ante un hecho tan maravilloso que incluso un niño de dos años lo entiende. Cristo va a nacer, y el mundo, el demonio y la carne nunca cambiarán esta realidad, no importa lo mucho que lo intenten.

¿Felices Fiestas? ¡Oh, sí! Es hora de que regrese la Navidad, y aquí presentamos una manera de hacerlo, basada en tradiciones tan antiguas como la propia Cristiandad.

MJM.

……

Esta será mi décima Navidad desde la muerte de mi padre. Supongo que, en esta época del año, la mayoría de la gente echa de menos a sus familiares muertos. ¡¡A mi padre le encantaba la Navidad!! A veces me pregunto qué impacto tuvo en la fe de sus nueve hijos sus increíbles celebraciones del nacimiento de Cristo, ya que cada uno de ellos sigue practicando la antigua Fe hasta la fecha. Él creía que, de la misma manera que el Adviento, la “mini Cuaresma”, debía de ser vivida con espiritualidad plena y sacrificios corporales, la Navidad debía festejarse con toda la alegría y entusiasmo que una familia católica podía conseguir.

Él sabía que los niños no nacen teólogos con capacidad para entender los intrincados misterios de la fe a tan temprana edad. La fe debe inculcarse a los niños amorosamente, como si se les alimentara con cucharaditas de comida, de manera que el gusto infantil por la Navidad les provoque de forma instintiva un amor por la Fe antes de que los niños sean suficientemente mayores como para comenzar a entenderla.

Qué pena me da ver a padres católicos tradicionales bien intencionados desechar estas tradiciones en un equivocado esfuerzo por contrarrestar la comercialización de la Navidad. No ofrecen regalos a sus hijos, no festejan nada esos días. Es como tirar el agua sucia del baño por la ventana con el niño dentro.

En un mundo sombrío donde el pesimismo y el cinismo van de la mano, en vez de la justicia y la paz, hemos de impedir que hurten a nuestros hijos la maravilla y la alegría de la Navidad, que es la semilla de la fe de nuestros hijos.

Nuestros pobres hijos podrían llegar a vivir lo suficiente como para ver la Navidad proscrita en nuestro nuevo mundo, como ya lo fue una vez cuando los Peregrinos lograron que su Fiesta de Acción de Gracias triunfara sobre la Navidad “papista”. Desde hace mucho tiempo los anti-católicos han tratado de destruir nuestras grandes fiestas, y ésta es la razón por la cual los Conejitos de Pascua dominan la Semana Santa, que Santa Claus haya desplazado a Cristo de la Navidad, que el chocolate y el romanticismo hayan eclipsado a San Valentín el 14 de febrero y que todos se pongan perdidos de cerveza verde el día de San Patricio, en el que borrachos tocados con gorros de plástico han borrado la memoria del santo mitrado que expulsó las serpientes de Irlanda.

Hemos de asegurarnos de que, en nuestros esfuerzos para oponernos a la comercialización de nuestras fiestas, no caigamos en un puritanismo que nos conduzca al mismo diabólico destino. Lo que hemos de hacer es simplemente reclamar lo que es nuestro recatolizando nuestras propias fiestas.

Por ejemplo, muchos católicos se oponen a la costumbre de Santa Claus, que de alguna manera es una desagradable caricatura del gran San Nicolás. Verdaderamente, el traje rojo y el gorro de calceta tienen poco que ver con el obispo de Mira que vivió en el siglo IV; y tanto el trineo volador como el tiro de renos tienen más de reminiscencia pagana que de Verdad Cristiana. Pero la verdad es que son pocos quienes han tratado de encontrar una alternativa al viejo y querido Santa o colocar a San Nicolás en su lugar de honor.

Por lo tanto, yo quisiera ofrecer una manera de hacerlo, presentando a los lectores una de las antiguas tradiciones católicas navideñas que los alemanes llamaban “Christkind”, o Cristo Niño, y que los niños americanos descendientes de inmigrantes europeos denominarían simplemente como “Niño Jesús”. Mi padre pasó esta tradición a sus hijos, tras haberla recibido a su vez de su padre, un inmigrante del viejo mundo. Y yo ahora estoy pasándosela a mis hijos.

Para explicaros de qué se trata me limitaré simplemente a evocar el pasado.

Volviendo la mirada atrás

Todo comenzaba en Adviento, cuando se esperaba que mis siete hermanas y hermanos preparasen la llegada del “Christkind” (pronúnciese “Kris-Kint”). Bajo la atenta mirada de mi madre, hacíamos un pequeño e improvisado pesebre que permanecería vacío hasta el día de Navidad. Conforme avanzaba el tiempo de Adviento se nos alentaba a hacer diariamente buenas acciones, de forma que cuando se determinaba que alguien había hecho una buena acción se colocaba un poco de paja en el pesebre vacío. De esta manera cobraba fuerza la idea de que el Adviento era un tiempo para preparar la cama donde dormiría el Niño Jesús cuando naciera. Con la práctica de esta antigua tradición, la práctica de la virtud se convertía en una parte esencial del modo con que los niños preparábamos la Navidad.

Cada noche después de la cena se apagaban las luces mientras se encendían las velas de la Corona de Adviento. Nuestras voces entonaban los inolvidables compases de “Ven, Ven, Emmanuel” (de forma algo torpe, supongo). Sombras y llamas parpadeantes bailaban en nuestras caras a lo largo de la mesa del comedor, haciendo que los niños nos imaginásemos fácilmente que estábamos sentados con los israelitas de la antigüedad esperando la venida del Mesías.

Como aparentemente las cuatro semanas de Adviento pasaban tan lentas como si fuesen cuatro mil años, había una pregunta que planeaba constantemente sobre nosotros: “¿Han sido mis sacrificios suficientemente buenos como para complacer al “Christkind”? De esta manera las semanas de Adviento se convertían en un tiempo de preparación y espera … como así debe ser.

Poco a poco, el pesebre vacío se llenaba de paja, formando el escenario para el Visitante celestial.

En la tarde del 23 de diciembre mi padre colgaba una cortina sobre la entrada del salón que, si se había apilado paja suficiente, serviría de “habitación de Navidad” para el Niño Jesús a medianoche.

A continuación se apagaban todas las luces y nos íbamos a dormir.

Recuerdo perfectamente que las mañanas del día de la víspera de Navidad estaban marcadas por una mezcla de alegría y preocupación. Los niños, en nuestra inocencia, no hacíamos más que preguntar bajito a nuestra madre si “Él había llegado”. Durante todo el día no se nos permitía acercarnos a la cortina y, menos aún, ninguno de nosotros podía sucumbir a la tentación de echar un vistazo, pues de hacerlo se corría el riesgo de hacer desaparecer de un plumazo todo lo que “Christkind” podría haber traído. Se nos enseñó toda una práctica de autodisciplina entre el amanecer y el anochecer del día de la víspera de Navidad, el último día de espera.

Después de un día de cantos, siestas y ayuda a la limpieza de la casa, por fin llegaban las siete de la tarde.

Los niños nos reuníamos al fondo del salón y cantábamos villancicos de Navidad a la luz de las velas y nuestra madre leía en voz alta una historia que siempre empezaba de la misma manera: “Y ocurrió en aquellos días que se emitió un decreto del César Augusto…” Mientras escuchábamos atentos, nuestro padre desaparecía en el interior de la “habitación de Navidad” para desmontar la cortina y hacer los últimos preparativos del sagrado ritual. Sólo a él le estaba permitido encargarse del “Christkind”.

La espera parecía interminable. Entonces, de improviso, su voz nos llamaba desde la oscuridad: “Venid chicos, el “Christkind” ha venido”.

Excitados y emocionados, hacíamos una procesión con las velas encendidas desde el fondo de la habitación cantando un viejo villancico alemán: “Ihr Kinderlein, kommet, O kommet doch all! Zur Krippe her kommet in Bethlehems Stall.”

Nos reuníamos alrededor de nuestro padre, quien estaba arrodillado frente a la escena de Navidad. Hacíamos esfuerzos por no estirar el cuello y mirar hacia el árbol de Navidad, que permanecía apagado, o lo que quiera que hubiese en aquel rincón. Cada uno de nosotros colocaba una figurita en el nacimiento, y el más joven de nosotros colocaba el Niño Jesús en el pesebre.

A continuación se rezaba algo, se cantaba bajito algún villancico, se recordaba a los enfermos de la familia y nuestro padre nos recordaba esas maravillosas cosas que habían ocurrido hacía tanto tiempo “a medianoche en el penetrante frío de Belén”.

Todavía puedo ver las figuras de un belén bañado en un cálido y pacífico resplandor de apariencia tan real como si yo mismo fuera un pastor mirando desde una colina cercana hacia Belén. Puedo oír todavía las serenas voces de mi padre y mi madre mientras rezaban y cantaban al mismo Niño que los pastores y los ángeles habían adorado siglos atrás. Aquel sagrado momento era como un portal en el tiempo, a través del cual a un chiquillo le parecía no solo posible viajar hacia atrás hasta la ciudad de David, sino que era inminente.

Después de más de treinta y cinco años, aquella noche de Navidad permanece muy presente en mi memoria. ¿Y qué hay de los regalos debajo del árbol? No recuerdo casi nada de ellos. No había ninguna duda de qué iba la Navidad – pudimos sentirla en el fondo de nuestras almas; pudimos verla en las lágrimas que se formaron en los ojos de nuestro padre mientras rezaba en voz alta; pudimos oírla en la voz de nuestra madre mientras cantaba armoniosamente “Noche de paz, noche de amor”.

La Navidad iba del Niño, María, José, pastores, ángeles y Belén. Era algo tan poderoso que podía incluso causar temblor en la voz de nuestro padre mientras explicaba quien era el Niño y qué esperaba Él de nosotros.

Nosotros sabíamos que el “Christkind” era real porque veíamos a nuestro padre y a nuestra madre arrodillados en el suelo delante del pesebre, rezándole a Él.

Momentos después, la magia de la Navidad, la fiesta, la celebración católica familiar, estallaba sobre la tranquila quietud del pesebre. Se encendían las luces del majestuoso árbol de navidad, nos poníamos a cantar y bailar; y, como surgidos de la nada, especialmente encargados por el propio Niño Jesús, surgían cuencos llenos de frutos secos, nueces, dulces y golosinas. Allí, bajo el árbol, estaban los regalos, la segunda parte del ritual. Él había venido. Él nos había traído sus pequeñas recompensas por nuestros sacrificios del Adviento. La familia estaba junta, unida en el amor de cada uno y con un Niño Rey que amábamos con todo nuestro corazón.

Debéis saber que mis padres no tenían dinero. Y, de alguna manera, la Navidad llegaba año tras año; ¡¡y lo hacía de manera apropiada para un Rey!! Era parte del milagro.

Pero esto era solo el comienzo. Los juguetes y las cosas ricas que comer se apartaban momentáneamente para poder disfrutar de ellas luego durante todos y cada uno de los doce días de la Navidad. Era ahora cuando nos dirigíamos a festejar el verdadero espíritu de la Navidad.

Gorros y abrigos, manoplas y bufandas eran lo siguiente. La vieja furgoneta familiar gemía en el frío aire nocturno mientras nuestro padre giraba la llave del encendido. Nueve niños entraban en ella y, momentos después, los pequeños miraban a través de los helados cristales con la esperanza de poder echar un vistazo a la estrella de Belén, camino de la Misa del Gallo.

El día de Navidad llegaría antes de que la noche finalizara pacíficamente en una iglesia débilmente iluminada llena de aroma de pino, cera de velas e incienso. Poco después de que las primeras luces del día de Navidad asomaran en el Este, unos adormecidos niños se arrastrarían hacia sus frías camas tan contentos como puede estarlo un niño en este lado de la puerta del cielo. Y.. ¡¡por qué no!! ¡¡Cristo ha nacido!!

Y así continúa siendo…

Los años han pasado tan rápido desde aquellos días de la infancia que yo apenas puedo creer que los siete pequeños que desfilan en mi salón cada Navidad son mis hijos, que mi amado padre ya no está entre nosotros, y que el resto de los hermanos hemos crecido más de lo que estamos dispuestos a admitir. Pero, por extraño que parezca, el Niño Jesús permanece en nosotros igual y sin cambios. Más joven y nuevo que nunca, Él es ahora el mismo que era entonces. La imaginación de mis hijos queda cautivada por Él como la mía lo fue entonces. La vida continúa, pero de alguna manera la Navidad es algo que permanece igual.

No es necesario decir que Su visita en la medianoche de la víspera de Navidad es el momento más importante del año para mis hijos. ¿Por qué? Porque, como yo lo veo, esta antigua tradición navideña europea es profundamente católica. ¡¡No hay realidades de plástico o falsas tonterías en ella!! A los niños no se les enseña a equiparar la Navidad con un malvado consumismo o con un puritanismo sin Dios. Se les enseña el misterio del nacimiento de Cristo y la importancia de celebrar la fiesta.

El Adviento es la parte esencial de este proceso del que la Misa del Gallo es el momento culminante.

Incluso ahora, mis propios hijos, siguiendo los pasos de sus pequeños homólogos del Viejo Mundo, realizan diariamente buenas acciones para poder cambiarlas por paja que apilan amorosamente en el pesebre vacío. Más tarde, durante una noche el Niño de Belén transformará su casa y sus almas en un lugar apropiado para un Rey. Durante unos escasos y milagrosos momentos, la vida se parará y la línea que separa la vida espiritual de la vida física quedará misericordiosamente obscurecida.

¿Y el presidente Barrack Obama? ¿Quién es?

Christkind” crea en los niños un indisoluble vínculo entre la alegría de la Navidad, en la que celebramos Su nacimiento, y la propia Fe Católica, que es Su mayor regalo. La verdadera magia de la Navidad hace que dos se convierten en uno, y celebrar de forma apropiada el Día Sagrado hace que la semilla de la Fe se plante en el pequeño jardín de las almas de los niños mientras éstos cantan y gritan de alegría.

Conforme se hacen mayores, su fe en el “Christkind” se transforma de modo natural en la creencia de la Presencia Real de Cristo en el Santísimo Sacramento, el verdadero significado de la Navidad.

No hay engaño en la tradición del “Christkind” ya que, de hecho, no hay engaño en el “Christkind”. Él desciende a la tierra en la víspera de Navidad; su providencia nos proporciona todo lo que necesitamos en la vida; y Su existencia es tan cierta como la nuestra. Él ha nacido, tiene una madre a la que todos conocemos y amamos, y Él viene a nosotros en la Misa, la Misa de Cristo. Él viene a nosotros en la Navidad.

¿Ha tenido el hombre alguna vez otra razón mejor para celebrar una fiesta que ésta? El Adviento ya ha llegado. Pronto vendrá Cristo.

¡¡Viva Cristo Rey!!

1 La referencia a Papá Noel no está escrita en el original, sino que ha sido añadida por el traductor (Nota del Traductor – NT).

[Traducido por Alberto Torres Santo Domingo. Artículo original. Artículo The Remnant]

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