Después de la Virgen y de San José, San Juan Bautista es el más grande de los santos del Antiguo y el Nuevo Testamento; sin embargo, hoy en día no es tan conocido y amado como debería.
No obstante, dejando aparte la cuestión del parentesco, un sorprendente paralelismo vincula su figura de profeta con la del Redentor de la humanidad. Hasta tal punto llega la semejanza entre ambos, incluso en su apariencia, que llegan a ser tomados el uno por el otro por parte de sus contemporáneos. Santa Isabel, madre del Bautista, era descendiente de Aarón (Lc. 1, 6), esposa del sacerdote Zacarías y prima y confidente de la Virgen María. El arcángel San Gabriel, que se aparece a Zacarías y le anuncia que él y su mujer Isabel tendrán un hijo, es el mismo que seis meses más tarde anunciará a María que va a ser la Madre del Hijo de Dios. Al igual que el de Jesús, el nombre de Juan será impuesto proféticamente desde el Cielo. Ambos son hijos milagrosos: uno concebido por una madre estéril, y el otro por una Madre virgen.
El encuentro entre ambas madres es una de las escenas más conmovedoras del Evangelio (Lc.1, 39-56). María llega a casa de su prima Isabel, y le dirige el saludo habitual en Palestina: Pax tecum.Al oír estas palabras, Isabel, llena del Espíritu Santo e iluminada por luz celestial, se da cuenta de que María es la Madre del Mesías y oye dentro de su seno al niño Juan exultar de alegría. Según afirman Cornelio a Lapide y los más distinguidos teólogos, quedó en ese momento limpio de la culpa del pecado original, alcanzó el uso pleno de la razón y quedó empapado de todos los dones de la Gracia. Por eso, del corazón de Santa Isabel brotaron estas palabras: «Dichosa Tú que creíste, porque tendrá cumplimiento lo que se le dijo de parte del Señor» (Lc. I, 45). La respuesta de María consistió en el maravilloso canto del Magnificat que, según afirma Sor María Cecilia Bai, escuchó postrada de rodillas comprendiendo todos los misterios que dicho himno abarcaba (Vita di S. Giovanni Battista, Tip. Agnesotti, Viterbo 1931, pp. 18-19).
María se quedó tres meses con Isabel hasta que nació el Bautista. Un manto de misterio envuelve los coloquios que sostuvo con la madre de Juan, pero el Magnificat sintetiza la teología de la historia de las dos ciudades que se enfrentarían a lo largo de los tiempos: la cimentada sobre la humildad siempre triunfaría sobre la otra, que está edificada sobre la soberbia. Los poderosos serían depuestos de sus tronos y los humildes exaltados (Lc. 1, 52). Podemos imaginar cuántas conversaciones sobre tan altísimos temas sostuvieron sin duda las santas primas. Entre los humildes exaltados en la historia estaría el hijo de Isabel, al que María tuvo en sus brazos siendo un recién nacido, en tanto que a San Zacarías, iluminado por el Espíritu Santo, se le liberó la lengua y entonó el canto Benedictus Domini, Deus Israel, quia visitavit et fecit redemptionem plebis suae (Lc.1, 68-79).
Como Jesús, Juan se libró de la persecución de Herodes y se preparó durante largos años para su misión, la cual inició con las palabras convertíos y haced penitencia, al igual que Jesús. La vida pública del Redentor está estrechamente ligada al testimonio de su precursor, del cual había dicho Isaías: «He aquí que envío a mi mensajero que preparará el camino delante de Mí» (Mal. 3, 1). Juan habló de Cristo como de Alguien que venía después de él (cf. Mt. 3,11), y el evangelista San Lucas le atribuye las siguientes palabras: «Voz de uno que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Lc. 3,4).
El Bautista anunciaba al Mesías, pero de sí mismo afirmaba ser sólo una voz; no la propia, sino la del Verbo. Y para que no quedara la menor duda, insistía: «Vosotros mismos me sois testigos de que yo he dicho: “No soy yo el Mesías, sino que he sido enviado delante de Él” […] Es necesario que Él crezca y yo disminuya» (Jn. 3, 28-30). Misión que cumplió hasta el martirio. Por eso proclamó Jesus: «En verdad, os digo: no se ha levantado entre los hijos de mujer, uno mayor que Juan el Bautista» (Jn 11, 11).
Mientras que en la jerarquía celestial San Juan viene inmediatamente después de la Virgen y San José, en la liturgia de la Iglesia precede a San José. Es más, ningún otro santo –con excepción de la Virgen María– ha tenido jamás el privilegio de ser conmemorado con dos festividades: una, el 24 de junio por su nacimiento, y otra, el 29 de agosto, por su decapitación y muerte. Explica Dom Guéranger que la decapitación del Bautista no se celebra con tanto esplendor como su nacimiento porque en el plan divino carece de la importancia que tenía el preludio del nacimiento del Hijo de Dios.
Desde el momento en que, iluminado por el Espíritu Santo, saltó en el vientre de la Virgen María, San Juan es el profeta del Redentor, de su misión, de su Reino. Y como Nuestro Señor ha confiado a su Madre la corona de Reina del Cielo y de la Tierra, el Bautista puede contarse entre los profetas del Reino de María, del cual fue modelo también por su inflexible predicación.
San Juan Bautista no fue mártir de la Fe, sino de la ley natural y la moral católica, que forman parte del patrimonio de verdad que custodia la Iglesia desde hace siglos. Murió por defender una verdad moral, la santidad del matrimonio y de la familia sobre la que se edificó, y un día se restaurará, el edificio de la civilización cristiana.
Non licet: las palabras de San Juan resonarán hasta el fin de los siglos cada vez que los poderosos de la Tierra, crecidos por su impunidad, transgredan públicamente la ley natural y divina. Frente a la violencia de los soberbios, víctimas de sus pasiones desenfrenadas, se alza la fuerza de la Verdad, proclamada por la voz de los humildes. En este testimonio dado hasta el martirio percibimos una vez más el paralelismo entre el Redentor y el Bautista. Jesús muere víctima de las pasiones de los fariseos y la debilidad de Pilatos, mientras que Juan es víctima de la pasión de Herodías y la debilidad de Herodes.
La voz que clama hoy en el desierto es la de todos los que defienden la Iglesia de Cristo, su doctrina inmutable, sus sacramentos y ritos, la sucesión apostólica y todas las notas que la hacen visible, indefectible e infalible. Entre los santos protectores de la Iglesia se encuentra también, junto a San José y San Miguel, San Juan Bautista, al que honramos exultantes cada 24 de junio.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)