
De la Carta del Apóstol San Pablo a los Filipenses:
Regocíjense en el Señor siempre, regocíjense, y lo vuelvo a decir, regocíjense.
Es así que en este domingo de Gaudete se nos pide que nos regocijemos. Las vestimentas rosas, las velas rosas, las flores en el altar, todo apunta a la alegría que está al centro de la anticipación del adviento; sin embargo, nos encontramos en medio de un mundo repleto de guerra y conflicto, en medio de un mundo en el que existe mucho sufrimiento, un mundo que parece más y más cansado y sin rumbo, al punto de que mucha gente cree que ya no tiene sentido. Pero más importante, para nosotros que nos reunimos aquí en el Santo Sacrificio de la Misa, es la dificultad de obedecer al mandamiento de regocijarnos cuando cargamos con nosotros mucha de la confusión en la Iglesia, la Iglesia que parece haber olvidado cuál es el sentido y cuál es la fuente de la alegría que ella debe transmitir a su propia gente y al mundo.
Es en esta situación que la figura de Juan el Bautista se nos presenta hoy. El viene directamente, de frente a nosotros. Ahí está vestido con sus pieles de animales, predicando sobre el arrepentimiento, ahí está gritando que preparemos el camino del Señor, ahí está apuntando con su largo y huesudo dedo como en el retablo de Eisenheim: “Ecce Agnus Dei, ecce qui tollit peccata mundi: He aquí el Cordero de Dios, aquel que quita el pecado del mundo.” Es Juan el Bautista quien nos recuerda en este tiempo de adviento que la conversión y la penitencia están en el corazón del mensaje cristiano. Es Juan quien hoy nos recuerda que lo que se necesita actualmente en la Iglesia es conversión, pura y simple. Esta conversión no tiene nada que ver con estructura y poder; no tiene nada que ver con mayor participación de los laicos en la toma de decisiones. ¿Por qué los laicos piensan que no arruinarían la tarea de dirigir la Iglesia tanto como el clero lo ha hecho? No. Lo que se necesita es la conversión del clero, de los obispos, sacerdotes, diáconos, la conversión de los religiosos, la conversión de los laicos, de los hombres, de las mujeres y de los niños, una conversión que sea un genuino apartarse del mundo del pecado y de la muerte para volverse a la luz del Señor crucificado y resucitado. Hemos escuchados, mis amigos, y seguiremos escuchando, llamados para hacer cambios en las estructuras de la Iglesia. Escucharemos llamados para una mayor apertura, más mujeres en posiciones de liderazgo, más democracia en la Iglesia. Aquellos que hacen esos llamados son ciegos conduciendo a otros ciegos. El mensaje de Juan es muy claro: el arrepentimiento personal y la conversión es lo que se necesita, y la conversión debe empezar con cada persona que se llama a sí mismo seguidor de Jesucristo. Involucra esa decisión que debe hacerse cada uno de los días de nuestra vida, la decisión de no seguir la ceguera del mundo que niega el pecado y pretende que la muerte no existe, por el contrario, seguir la verdad que es Jesucristo y vivir nuestra vida en amorosa armonía con él.
Juan el Bautista pregunta: “Están buscando alegría en este domingo de Gaudete? Entonces mírame mientras señalo más allá de mi.” Este es el hombre cuya alegría aumenta con cada pregunta que se le hace: “¿Eres Elías?” “No”. “¿Eres el Profeta?” “No.” “Eres el Mesías?” “No.” Y con cada negación, una negación que proviene de las profundidades de su propio conocimiento, un conocimiento hecho posible sólo por su humidad: con cada No su alegría aumenta, pues con cada No, con cada negación de sí mismo, atestigua al que vendrá después de él, aquel que efectuará lo que Juan sólo puede hacer de manera simbólica, aquel que quitará los pecados del mundo.
El mundo nunca entenderá de que se trata la Navidad. El mundo siempre encontrará una decepción porque el mundo no puede ver el vínculo entre el Evangelio de este domingo de Gaudete y la alegría. Todos queremos oír a los ángeles cantar: “Gloria en excelsis Deo”. ¿Pero nos preguntamos por qué los ángeles están cantando? Obviamente, dirás, porque Cristo ha nacido, el niño ha nacido en Belén. Es verdad, pero los ángeles no cantan únicamente para señalar el nacimiento de este niño. Ellos cantan porque ven en la madera del pesebre la madera de la cruz, cantan porque con este nacimiento comienza el triunfo definitivo sobre el pecado y la muerte, la alegría de los ángeles en esa noche de navidad es la misma alegría de los ángeles que recolectan la preciosa sangre de Jesús mientras cuelga de la cruz. Ellos cantan la misma canción de salvación.
Qué vacía es esta canción para un mundo que ha desterrado el pecado de su vocabulario, un mundo en que la responsabilidad personal por las acciones de cada uno es negada ya sea por un trágico sentimentalismo o por un blá blá blá psicológico que niega al pecado en sí. Qué vacía es esta canción de los ángeles para los católicos que aún dicen el Yo Confieso en la Misa pero que rechazan golpearse el pecho, pues este es un cristianismo que de hecho ya no cree en el pecado, en el juicio, que ya no cree en la realidad del poder de la muerte para matar de forma absoluta.
Qué vacía es esta canción para una Iglesia que enmascara su miedo a confrontar el mundo del pecado huyendo a las periferias, en lugar de enfrentar la realidad de la ciudad secular en su mismo centro, una Iglesia que desea verse reducida a un hospital del campo donde las vendas están esterilizadas a propósito en vez de estar empapadas en la sangre de Cristo. ¿Qué haría la Iglesia en estos tiempos si Juan el Bautista apareciera en medio de ella como un personaje salido de una historia de Flannery O’Connor, loco y borracho con el poder del Dios vivo y temible, predicando la penitencia y el perdón de los pecados? Se le trataría a lo mucho como una vergüenza y no sólo porque oliera mal. Pero más probablemente tendría que ser silenciado, ya que se estaría interponiendo en el proyecto de desnaturalización, desvirilización, desacralización, desevangelización de la Iglesia.
Pues el aguerrido Juan el Bautista no encajaría en cualquier Sínodo convocado para volver suave y falso lo que es duro y verdadero, o en una cena en el Borgo Pio en Roma donde aquellos que planean estas cosas y que escriben plegarias eucarísticas en servilletas, cenan de una manera eminentemente civilizada, totalmente desfasados de la realidad de la devastación infligida sobre su propio pueblo por un manufacturado “espíritu del Concilio”, o en cualquier Misa entendida como una celebración de todos donde las palabras de Juan el Bautista: “He aquí el Cordero de Dios”, son el preludio para hacer fila y recibir un pedazo de pan en sus manos que es un símbolo, un símbolo de ese hombre señalado por Juan. Pero ese hombre no es símbolo de Dios, no es símbolo de la terrible verdad de Dios, no es símbolo del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. El no es símbolo sino realidad, Dios mismo en su carne, esa carne que es crucificada en la cruz por los pecados del mundo, esa carne que se nos da a nosotros para ser adorada y luego, sólo luego, sólo después de adorarla, para ser comida, en la re-presentación de ese Sacrificio que es la Misa.
¡Regocíjense en el Señor siempre! ¡Domingo de Gaudete! ¡Alegría cristiana! El sexto verso del villancico “Los siete gozos de María” es para mí la prueba para saber si uno realmente entiende lo que la alegría cristiana es. Escuchen el verso y vean si les brinda alegría a su corazón, o perplejidad.
“El sexto buen gozo que María tuvo,
Fue el gozo de seis.
Ver a su propio hijo, Jesús Cristo
Sobre el crucifijo.
Sobre el crucifijo, buen hombre, y bendito sea Él.
Oh Padre, Hijo y Espíritu Santo
Por toda la eternidad”.
Fr. Richard G. Cipolla
[Traducido por Ramses Gaona. Artículo original]