No se tome a este escrito como un desacuerdo con la conocida frase “sobre gustos no hay nada escrito”. Estoy de acuerdo con la máxima, claro está, cuando en el movimiento electivo no se interponen ideologías que matan lo sano y lo bello. Y si bien la excepción confirma la regla, pienso que hay algo interesantísimo escrito sobre gustos.
Hay un agua que llamamos salada porque tiene sal y sabe a sal, y hay un agua que llamamos dulce pero no tiene azúcar ni sabe a ella. Se dice que se llama “agua dulce” para diferenciarla del “agua salada”, y vaya a saber quién fue el primero al que se le ocurrió hacer dicha diferenciación.
El diccionario define a lo “salado” así: “Que contiene sal. El agua del mar es salada”. Y a la “sal” la define diciendo: “Sustancia ordinariamente blanca, cristalina, de sabor propio bien señalado, muy soluble en agua, crepitante en el fuego y que se emplea para sazonar los alimentos y conservar las carnes muertas. Es el cloruro sódico; abunda en las aguas del mar y se halla también en masas sólidas en el seno de la tierra, o disuelta en lagunas y manantiales. Respecto de lo “dulce”, el diccionario nos da varias significaciones, mas me detengo en dos: “1. Que causa cierta sensación suave y agradable al paladar, como la miel, el azúcar, etc. 2. Que no es agrio o salobre, comparado con otras cosas de la misma especie”. En cierto modo, ninguna de las dos definiciones alcanza a definir lo dulce: la primera, porque hay alimentos salados que nos resultan suaves y agradables, la segunda, porque conforme a la lógica clásica, una de las reglas de la definición es no definir por lo negativo, pues decir que algo no es esto o aquello, no nos dice qué es, sino qué no es. Si a lo “salado” se lo definió como lo que “contiene sal”, hubiera sido bueno que a lo “dulce” se lo defina como lo que “contiene azúcar, miel”. Tocante a la palabra “azúcar”, se la define así: “1. Sustancia blanca soluble en agua y de sabor dulce. El azúcar se extrae de la caña dulce y la remolacha. Échame un poquito más de azuquítar en el café. 2. Quím. Hidrato de carbono, caracterizado por su sabor dulce. La glucosa y la fructosa pertenecen al grupo de los azúcares.”
Quien quiera circunscribir lo anterior en los campos de la mera abstracción o de las disquisiciones anecdóticas, concedo. Sea lo que fuere, ingresa en el poder de las palabras. Paso ahora a una variación terminológica reveladora de peligros.
He aquí la expresión “obsceno”. Hoy, si una persona gasta una suculenta suma de dinero en la adquisición de un auto de alta gama, oiremos que eso “implicó un gasto obsceno”. En referencia a un intendente que metió mano en la lata, alguien dijo: “Es obsceno ver cómo vive”. Otro, refiriéndose a la mega boda de una conocida, manifestó: “Esto es obsceno”. Una conocida política en ataque hacia otros políticos afirmó: “Es obsceno cómo se suben las dietas”. Podríamos seguir con una cantidad de ejemplos así, en donde obsceno no significará ya lo impúdico, sino que guardará relación con una ostentación que se considera indebida, con un lujo que se tiene por escandaloso, con un descaro sin miramiento que desentona y hasta implica un desprecio social. La expresión “obsceno” -hasta donde tengo conocimiento- siempre ha sido una palabra unívoca, esto es, con un solo y directo significado: lo que va contra el pudor. Lentamente, atento a que hace ya varios años las obscenidades en un variadísimo abanico se han convertido en moneda corriente, deja de llamárselas así, salvo en contadísimas excepciones; en cambio, comienza a medrar la nueva interpretación de lo que ahora se tiene por obsceno.
Apuntado todo lo anterior como disquisición lingüística sobre la que podrán o no estar de acuerdo, el tema conduce a esto otro: “Que hay cosas a las que se considera de una manera -incluso durante años y años- y en realidad distan muchísimo de ser así”.
Pienso que, entre las palabras que hoy se usan para significar algo diferente a lo que realmente significan, generando así gran confusión y perdición, es la dicción “católico”.
Se ha pretendido quitarle su significación esencial y cargarle un contenido que hasta en ocasiones repugna a la verdadera esencia significativa del término. La tremendísima gravedad es que a dicho vaciamiento contribuyó, impresionante e increíblemente, Concilio Vaticano II; por él y tras él, si bien se mira, “católico” designa “particularidades”, y diría que eso es una de las notas distintivas de la sustracción que se operó del verdadero significado. Lo católico a partir de Vaticano II, se diga lo que se diga, deja de ser vinculación íntegra con la Tradición Católica en todos los tiempos eclesiásticos y en todos los espacios en los que históricamente reinó. Desde Vaticano II, “católico” ya no será “universalidad”, sino que, reitero, será “particularidad”. Por más que alguien sostenga envalentonado que ya van sesenta años en que tanto en el tiempo como en los espacios la gente practica lo mismo, si se compara esos sesenta años con todos los restantes descendiendo hasta la fundación de la Iglesia Católica, verá, sin mayores problemas, que esa porción de seis décadas es significativamente particular y no encaja en la universalidad. Nunca un Papa hasta antes del Concilio Vaticano II pidió perdón por el pasado de la Iglesia, después sí; nunca un Papa hasta antes del Concilio Vaticano II requirió la colaboración de masones para, por caso, hacer “toques” litúrgicos, después sí, tal el caso de Annibale Bugnini, quien metió manó para entregar el llamado Novus Ordo y, más luego, participó del nefasto indulto para la comunión en la mano modernista; nunca un Papa hasta antes del Concilio Vaticano II sostuvo que uno puede salvarse en otras religiones, después sí; nunca un Papa hasta antes del Concilio Vaticano II se juntó a rezar con otros líderes religiosos, después sí y en abundancia; podíamos continuar con un largo etcétera probando con holgura el quiebre con la universalidad. La “particularidad” que estoy denunciando llega aún más lejos, pues es bien sabido que por la deformada colegialidad nacida en el indicado Concilio, las Conferencias Episcopales particularizan aún más lo ya partido, porque se hace imprescindible notar por ser indiscutible, que “particularidad” conlleva “partición”. Y un colmo de la particularidad es que ahora en todas las parroquias de Occidente cada parte elige cómo quiere comulgar.
La particularización operada por Concilio Vaticano II y continuada hasta hoy ha sido claramente obra de inspiración satánica. Bien cabe recordar en todo esto aquellas célebres palabras del Papa Pablo VI: «Por alguna fisura ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios». Y las dijo alguien que ha contribuido a hacer posible la horrorosa entrada.
Afirmo aquí, que fruto paradojal del gusto a la particularidad modernista, viene también el desprecio a la partícula eucarística. La soberbia de la particularidad ha pretendido que el pasado se arrodille ante la invención del presente, y no, ante la Santísima Eucaristía.
Uno de los grandes castigos de la “particularidad” ha sido el “partir” a miles y miles de almas, muchas de ellas de vocaciones sacerdotales.
También, fruto de la “particularidad” es la inconexión entre la práctica y la teoría observada en quienes gustan tenerse por ‘conservadores’. Por eso, por ejemplo, los tales aparecen con frecuencia en lo teórico como aguerridos y fervorosos amigos de Santo Tomás de Aquino, mas en la práctica tornan inaplicables las lecciones del Doctor Angélico. Y la razón es muy sencilla: Santo Tomás está parado en el catolicismo verdadero, y muchos de los que se proclaman sus adherentes están parados en prácticas modernistas cuya teleología repugna al catolicismo.
Es notable que la apostasía supone partición: supone partirse y alejarse del todo.
La trampa de la “particularidad” -usada con excelentes resultados- es hacer creer que es universal, al tiempo que hace creer que la universalidad que desprecia es algo ya particular. Simplemente basta estudiarla para dejarla al descubierto.
Lo católico en esencia es universal, es la vinculación estrechísima e indestructible de todo tiempo y de todo espacio en los que se desarrolló, se desarrolla y se desarrollará la Iglesia Católica, en una misma fe, en una misma oración y en iguales sacramentos.
Enseñó Santo Tomás que “para que una locución sea verdadera con todo rigor se exige que lo sea por razón de la cosa significada y por el modo de significarla (I. q 39, a. 4, 5). Mal puedo hablar de amor tratando a los golpes y con palabras odiosas al ser que se dice amar: modo bien torpe de probar que en el fondo eso no es amor. Quien dice amar el catolicismo debe estar vinculado a la universalidad, probando así que el modo responde a lo significado.
Vimos que hay quienes dan por católico a lo que no lo es, y señalan como no católico a lo que realmente lo es. Toda la “dulzonería” que despliega el modernismo es amargura para las almas, y toda la amargura que le atribuye al pasado, a la Tradición Católica que desprecia, es dulzura pura y sana. Caben aquí las palabras del profeta Isaías: “¡Ay de los que ponen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo! (Isaías 5, 23). Así vemos que, efectivamente, sobre gustos hay algo escrito.