“Tu fe te ha salvado”

I. Aunque una primera lectura del Evangelio de este Domingo XIII después de Pentecostés (Lc 17, 11-19) nos llevaría a hablar de la acción de gracias a Dios, aspecto en nada secundario de la vida cristiana y que merecería una consideración detallada, también podemos ponerlo en relación con la fe, sobre todo si a la luz de la Epístola (Gal 3, 16-22), planteamos esta cuestión desde el punto de vista de las relaciones entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. No olvidemos, por otra parte, que la fe es uno de los mayores dones sobrenaturales que hemos recibido de Dios, motivo éste también para nuestro agradecimiento.

En realidad, la cuestión que plantea san Pablo en la Epístola a los Gálatas polemizando con los cristianos “judaizantes”[1], gira en torno al mismo Cristo, el Mesías prometido. Se trataba de saber, en efecto, si nuestra salvación eterna depende sólo de Cristo o junto a Él (o incluso por encima) se encuentra la Ley de Moisés y, por consiguiente, el Antiguo Testamento conservaba todavía su valor y su fuerza obligatoria. Un planteamiento similar se hace también en nuestros días en relación con las falsas religiones y con las comunidades separadas de la verdadera Iglesia de Cristo como posibles cauces de salvación. En esto se va mucho más allá de lo que pudieron pensar los primeros cristianos, algunos de los cuales se plantearon la problemática en relación con los preceptos ceremoniales del Antiguo Testamento pero nunca con las idolatrías predominantes en el Imperio romano.

La Liturgia de este Domingo da a la cuestión planteada una respuesta categórica: únicamente en Cristo está la salvación.

1) En la Epístola, se alude a las promesas hechas a Abrahán: «te colmaré de bendiciones y multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de sus enemigos. Todas las naciones de la tierra se bendecirán con tu descendencia, porque has escuchado mi voz» (Gen 22, 17-18). Como advierte San Pablo: «las promesas se le hicieron a Abrahán y a su descendencia (no dice “y a los descendientes”, como si fueran muchos, sino y a tu descendencia, que es Cristo)» (v. 16). Este único descendiente de Abrahán es Cristo. Sólo en Él se encuentra la salvación y la gracia.

2) En el Evangelio vemos que los leprosos se dirigen a cumplir el requisito de la Ley de Moisés que ordenaba a todo leproso curado de su enfermedad presentarse ante un sacerdote, para que éste certificara legalmente su curación. Una vez sanados, nueve de ellos continúan su camino para cumplir aquel requisito. Podemos decir que representan a los que creen que su curación es efecto de la fiel observancia de la Ley. Toda su gratitud es para las obras de la Ley. Comparten la ilusión y ceguera del pueblo de Israel acerca del valor justificativo de la Ley.

  • Es la misma ilusión de todos los que creen que la vida de la gracia, que la verdadera salvación puede proceder de otra fuente distinta de la fe en Jesucristo.
  • Es la misma ceguera y la misma funesta ilusión de todos aquellos que esperan y creen poder alcanzar la vida sobrenatural con sus propios esfuerzos, con sus talentos y cualidades personales, sin apoyarse para nada en el único fundamento verdadero de esa vida, que es la fe en Cristo, en el Hijo de Dios.

Sólo uno de los diez leprosos curados vuelve al Señor. Está plenamente convencido de que su curación no se debe a las obras de la Ley ni a sus propios méritos o esfuerzos. Cree en Jesús («tu fe te ha salvado»). Por eso, tan pronto como se ve curado alaba a Dios y se postra a los pies del Señor. Podemos decir que este samaritano es un modelo de la Iglesia que cree que la Redención viene únicamente de Jesús: «no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (Hch 4, 12):

«No hay salvación en ningún otro: Inolvidable enseñanza que nos libra de todo humanismo, y qué S. Pablo inculcaba sin cesar para que nadie siguiese a él ni a otros caudillos por simpatía o admiración personal, sino por adhesión al único Salvador, Jesús (1 Co. 1, 12; 3, 4 ss.), y mostrándose él como simple consiervo (14, 9-14), como lo son los mismos ángeles (Ap. 19, 10). Es éste un punto capital porque afecta al honor de Dios, siendo muy de notar que la figura del Anticristo no es presentada como la de un criminal o vicioso, sino como la del que roba a Dios la gloria (2 Ts. 2, 3 ss.). Sobre la extrema severidad del divino Maestro en esta materia véase Jn. 5, 30 y 43 ss.; 7, 18; Mt. 23, 6-12; etc.»[2].

Convenzámonos profundamente de lo que nos enseña hoy la Sagrada Liturgia: sólo la fe en Cristo puede alcanzarnos la salvación. Sólo ella puede asegurarnos la vida eterna.

II. Y como ha ocurrido a lo largo de los siglos siempre que se plante esta cuestión, surge la pregunta: ¿entonces las obras no son importantes para la salvación? o bien ¿todo está permitido al que cree? Y la respuesta correcta es crucial porque muchos errores que han arrastrado a millones de almas a la confusión -pensemos en el pelagianismo, el luteranismo, el jansenismo o el mismo modernismo-, se derivan de una falsa contraposición entre la fe y las obras absolutizando cualquiera de ellas de manera unilateral.

Como explica san Pablo en la Epístola de este Domingo, el genuino y auténtico heredero de la Promesa hecha a Abrahán es Cristo; y únicamente por su incorporación a Cristo, formando unidad con Él, es como los cristianos se convierten también en herederos.

No olvidemos esta revelación que debe estar en la base de nuestra vida espiritual: la Ley fue añadida a la promesa hasta que viniera el que había de cumplirla. Desde entonces lo prometido se da por la fe en Jesús, es decir a los que, creyendo en Él, se hacen como Él hijos de Dios. Luego, nuestra vida no es ya la del siervo que obedece a la Ley, sino la del hijo y heredero que sirve por amor. Hagamos notar la necesidad de la filiación divina, cuyo sello es la fe. La Ley solamente preparaba para Cristo, pero no supo proporcionar en ningún momento el injertarnos en un “tronco divino” (Jn 15, 5)[3].

Volvemos así a lo que apuntábamos el pasado Domingo: el don de los mandamientos de la Ley forma parte de la Alianza sellada por Dios con los suyos. Según la Escritura, el obrar moral del hombre adquiere todo su sentido en y por la Alianza. Los mandamientos propiamente dichos vienen en segundo lugar. Expresan las implicaciones de la pertenencia a Dios instituida por la Alianza. La existencia moral es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación al plan que Dios realiza en la historia[4]. Por eso la oración colecta de la Misa de hoy presenta nuestras buenas acciones como un fruto del amor a Dios:

«Omnipotente y sempiterno Dios, acrecienta en nosotros la fe la esperanza y la caridad, y para que consigamos lo que nos prometes, haznos amar lo que mandes. Por nuestro Señor Jesucristo…»[5].

Por último, una excelente respuesta a las cuestiones aquí implicadas y que planteábamos al principio acerca de la necesidad de Cristo y de la Iglesia para la salvación la encontramos sintetizada en el Catecismo Mayor aprobado por san Pío X:

¿Puede alguien salvarse fuera de la Iglesia Católica, Apostólica, Romana? – No, señor; fuera de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, nadie puede salvarse, como nadie pudo salvarse del diluvio fuera del Arca de Noé, que era figura de esta Iglesia.

¿Cómo, pues, se salvaron los antiguos Patriarcas y Profetas y todos los otros justos del Antiguo Testamento? – Todos los justos del Antiguo Testamento se salvaron en virtud de la fe que tenían en Cristo futuro, mediante la cual ya pertenecían espiritualmente a esta Iglesia.

¿Podría salvarse quien sin culpa se hallase fuera de la Iglesia? – Quién sin culpa, es decir, de buena fe, se hallase fuera de la Iglesia y hubiese recibido el bautismo o, a lo menos, tuviese el deseo implícito de recibirlo y buscase, además, sinceramente la verdad y cumpliese la voluntad de Dios lo mejor que pudiese, este tal, aunque separado del cuerpo de la Iglesia, estaría unido al alma de ella y, por consiguiente, en camino de salvación.

¿Se salvaría quien, siendo miembro de la Iglesia Católica, no practicase sus enseñanzas? – Quien, siendo miembro de la Iglesia Católica, no practicase sus enseñanzas, sería miembro muerto y, por tanto, no se salvaría, pues para la salvación de un adulto se requiere no sólo el bautismo y la fe, sino también obras conformes a la fe»[6].

*

Renovamos hoy nuestra voluntad de poner por obra la voluntad de Dios que conocemos por la fe y para ello imploramos el auxilio de la santísima Virgen. De esa manera, nuestra oración irá unida a la acción de gracias que Dios siempre espera de nosotros y seremos favorecidos por la intercesión poderosa de la Virgen María.


[1] San Pablo llama «insensatos» a los gálatas (Ga 3, 1) porque «querían, como judaizantes salvarse por el solo cumplimiento de la Ley, sin aplicarse los méritos del Redentor mediante la fe en Él (cf. el discurso de Pablo a Pedro en Ga. 2, 11-21). La Alianza a base de la Ley dada a Moisés no podía salvar. Sólo podía hacerlo la Promesa del Mesías hecha a Abrahán; pues el hombre que se somete a la Ley, queda obligado a cumplir toda la Ley, y como nadie es capaz de hacerlo, perece. En cambio Cristo vino para salvar gratuitamente, por la donación de sus propios méritos, que se aplican a los que creen en esa Redención gratuita, los cuales reciben, mediante esa fe (Ef. 2, 8 s.), el Espíritu Santo, que es el Espíritu del mismo Jesús (Ga. 4, 6), y nos hace hijos del Padre como Él (Jn. 1, 12), prodigándonos su gracia y sus dones que nos capacitan para cumplir el Evangelio, y derramando en nuestros corazones la caridad (Rm. 5, 5) que es la plenitud de esa Ley (Rm. 13, 10; Ga. 5, 14)»: Juan STRABINGER, La Santa Biblia, in: Jn 15, 5. Encontramos aquí admirablemente resumido todo el asunto que nos proponemos tratar.

[2] Juan STRAUBINGER, ob.cit., in: Hch 4, 12.

[3] Cfr. Juan STRAUBINGER, ob.cit., in: Gal 3, 19 y 26.

[4] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica 2060-2062.

[5] Eloíno NÁCAR FUSTER; Alberto COLUNGA, Misal ritual latino-español y devocionario, Barcelona: Editorial Vallés, 1959, 702.

[6] I, 10, nº 170-173.

Padre Ángel David Martín Rubio
Padre Ángel David Martín Rubiohttp://desdemicampanario.es/
Nacido en Castuera (1969). Ordenado sacerdote en Cáceres (1997). Además de los Estudios Eclesiásticos, es licenciado en Geografía e Historia, en Historia de la Iglesia y en Derecho Canónico y Doctor por la Universidad San Pablo-CEU. Ha sido profesor en la Universidad San Pablo-CEU y en la Universidad Pontificia de Salamanca. Actualmente es deán presidente del Cabildo Catedral de la Diócesis de Coria-Cáceres, vicario judicial, capellán y profesor en el Seminario Diocesano y en el Instituto Superior de Ciencias Religiosas Virgen de Guadalupe. Autor de varios libros y numerosos artículos, buena parte de ellos dedicados a la pérdida de vidas humanas como consecuencia de la Guerra Civil española y de la persecución religiosa. Interviene en jornadas de estudio y medios de comunicación. Coordina las actividades del "Foro Historia en Libertad" y el portal "Desde mi campanario"

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