El pasado 30 de agosto se cumplieron 70 años del fallecimiento del beato cardenal Ildefonso Schuster, monje benedictino, cardenal de la Santa Iglesia Católica Romana y arzobispo de Milán.
Fue bautizado con el nombre de Alfredo Ludovico en Roma, donde nació el 18 de enero de 1880. Hijo primogénito de Giovanni, zuavo pontificio de origen bávaro y de la tercera esposa de éste, Maria Anna Tutzer, natural de Bolzano. A los nueve años perdió a su padre. El barón Pfiffer de Altishofen, coronel de la Guardia Suiza, se preocupó por él y lo mandó a estudiar con los benedictinos del monasterio romano de San Pablo Extramuros. Allí tuvo por maestro al beato Placido Riccardi (1844-1915), rector de la abadía de Farfa, que lo ayudó a discernir su vocación religiosa. Ingresó como novicio en la orden benedictina con el nombre de Ildefonso, hizo sus primeros votos en 1899, se licenció en filosofía en el colegio de San Anselmo y en 1904 se ordenó sacerdote.
Desde muy joven demostró gran inclinación al estudio en el terreno de la arqueología, así como en la liturgia y la música sacra, y sobre todo se distinguió por su gran piedad y exactitud en la observancia de la disciplina monástica. Le fueron encomendados importantes cargos, como rector del Pontificio Instituto Oriental y visitador apostólico en Lombardía, Campania y Calabria. El 16 de marzo de 1918, con apenas 38 años, fue elegido abad monasterio romano de San Pablo Extramuros, cargo que conservó hasta que en 1919 Pío XI lo creó arzobispo de Milán. Fue el primer prelado que hizo juramento de fidelidad ante el trono de Victor Manuel III, como prescribían los Pactos de Letrán recién firmados entre el gobierno italiano y la Santa Sede el 11 de febrero del mismo año.
El cardenal Schuster mantuvo una postura de lealtad para con las legítimas autoridades políticas, que en aquel momento estaban representadas por el soberano de Saboya y el duce Benito Mussolini. Ello no le impidió resistir las tentativas de injerencia del régimen fascista en la vida de su diócesis ni denunciar el racismo hitleriano como herético en una célebre homilía pronunciada en la catedral milanesa el 13 de noviembre de 1938, que suscitó las protestas del régimen (Angelo Majo, Schuster, una vita per Milano, NED, Milán 1994, pp. 64-65).
Fue un pastor ejemplar del rebaño que se le había confiado. La diócesis de Milán contaba con un millar de parroquias, que estaban atendidas por dos mil sacerdotes. En veinticinco años, Schuster realizó cinco visitas pastorales y consagró 280 nuevas iglesias, sin faltar una sola vez a la Misa capitular de cada domingo y fiesta de guardar.
Durante la Segunda Guerra Mundial se contó entre aquellos valerosos pastores que, como el cardenal Elia Dalla Costa (1872-1961), arzobispo de Florencia, y Antonio Santin (1895-1981), arzobispo de Trieste, a los que se les confirió el título de defensor civitatis por el empeño con que defendieron sus respectivas diócesis en los momentos más oscuros del conflicto. En abril de 1945, tras la caída de la República Social Italiana, el purpurado propuso una negociación entre representantes de los partisanos y Mussolini, pero este último, en vez de entregarse a los Aliados, prefirió partir para la frontera suiza, donde encontró la muerte. Cuando fueron expuestos en la plaza Loreto los cadáveres de Mussolini y otros jerarcas fascitas, Schuster condenó aquella afrenta y los bendijo, en razón del respeto debido a todo cadáver.En la posguerra fue nombrado primer presidente de la Conferencia Episcopal Italiana. En 1954, enfermo, se retiró al seminario de Venogono, que él había mandado construir. Allí falleció el 30 de agosto del mismo año. Fue beatificado el 12 de mayo de 1996 por Juan Pablo II, que fijó su memoria litúrgica el 30 de agosto. Está sepultado en la catedral de Milán, y el flujo de visitas a su tumba es incesante.
El cardenal Schuster fue siempre y por encima de todo un hijo de San Benito, y meditó a fondo su Regla, basada en el ora et labora. Tenía el convencimiento de que dicha regla, que integra en armonioso equilibrio trabajo y oración, no sólo se podía hacer realidad en la vida monástica sino en la de todo el que esté dispuesto a vivir en el mundo inspirándose en la espiritualidad benedictina.
Tomó por modelo precisamente a uno de sus más ilustres predecesores en la diócesis milanesa, San Carlos Borromeo, y no debemos olvidar a otra eminente figura que le era muy querida: el beato benedictino Benedetto Dusnet, de los marqueses de Smours (1818-1894), cardenal arzobispo de Catania (Sicilia), pastor dilecto del pueblo de esta ciudad al pie del Etna.
El cardenal Schuster merece ser recordado entre otras cosas por sus importantes estudios sobre los sacramentos y la liturgia, como el Sacramentario o Liber Sacramentorum, comentario histórico-litúrgico al Misal Romano en nueve volúmenes, fruto de las clases impartidas en el Pontificio Instituto de Música Sacaa. El obispo Cesario d’Amato, que lo sucedió en la dirección de la abadía de San Pablo, cuenta que durante dos años tuvo el honor de acolitar las misas del futuro cardenal en su oratorio privado, y narra cómo Schuster «[…] se apresuraba a ir a su despacho para redactar rápidamente el comentario a la Misa del día. La mayor parte del Liber Sacramentorum nació, por decirlo con una frase que le gustaba repetir, de rodillas».
La vida espiritual de Schuster giraba en torno a Jesucristo, Verbo Encarnado y Rey de la historia. Ése es el título de sus Lecciones de historia de la Iglesia, donde escribe: «La historia de la sociedad cristiana exige […] un primer principio de acción plenamente divino, omnipontente y sabio que quienes hemos sido adiestrados en la teología reconozcamos en el Espíritu de Aquel que prometió que estaría con nosotros hasta la consumación de los siglos» (Gesù Cristo nella storia. Benedictina Editrice, Roma 1996, pp. 34-35).
Poco antes de morir, dijo a los seminaristas de Venegono: «No puedo dejaros otro recuerdo que una invitación a la santidad. Pareciera que la gente ya no se deja convencer por nuestra predicación, pero ante la santidad todavía cree, se arrodilla y reza. Se diría que vive ajena a las realidades sobrenaturales, indiferente a los problemas de la salvación. Pero si un santo, vivo o muerto, pasa, todos se acercan a verlo» (Angelo Majo, Schuster, una vita per Milano, p. 32).
Vivo o muerto. La distinción es importante. No siempre sucede en la vida de un santo que todos acudan en tropel cuando pasa. Sabemos de sobra que muchos pasan su vida en el anonimato o la incomprensión. Pero después de su muerte, todos se apresuran a verlos, amarlos y honrarlos, sobre todo si la Iglesia ha decretado sus virtudes. Y así es hoy con el cardenal Schuster, cuya intercesión imploramos.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)