El mensaje de la filosofía romana antigua para el hombre de hoy

LUCIO ANNEO SÉNECA

Séneca1 es el más grande de los filósofos romanos. En el presente artículo expongo al lector una síntesis de la filosofía senequista, remitiéndolo a la lectura de sus obras2.

El objeto del sistema filosófico de Séneca no es la pura especulación, sino que se trata de lograr en la práctica los efectos positivos que aporta el conocimiento al hombre. El  límite de Séneca (y de la filosofía antigua en general) está en la falta de una sólida base metafísica en su sistema ético, que a pesar de todo es, moralmente, muy bueno y casi perfecto3.

En la actual crisis de valores especulativos y morales, el mensaje de Séneca no sólo tiene actualidad, sino que es  veraz  y nos permite observar con claridad que la modernidad es notablemente inferior al pensamiento clásico especulativo de los griegos (Sócrates, Platón, Aristóteles) y jurídico-moral de los romanos (Crisipo, † 204 a.C.; Cicerón, † 43 a.C.; Séneca, † 65 d.C.; Epícteto, † 135 d.C.), y al igual que el cristianismo, hay que beberlo en sus fuentes si no se quiere morir de sed y asfixiado en los riachuelos contaminados de la modernidad filosófica y el modernismo teológico.

Nuestra forma de ver las cosas hace que nos parezcan más feas de lo que son

Según Séneca, los males no están tanto en las cosas y las experiencias que vivimos, sino en la valoración excesivamente pesimista que les damos. Por eso, no es necesario modificar las cosas en sí, sino nuestro estado de ánimo y nuestra mentalidad.

La filosofía senequista tiene por objeto ayudar al hombre a cambiar su valoración de las cosas y de lo que sucede para que pueda aprender tanto de los adversos como de los favorables, encaminándolos hacia un fin superior: el perfeccionamiento del alma y la cercanía a Dios.

El valor positivo o negativo de las cosas depende ante todo de la manera en que las conocemos y afrontamos. Es de hecho «más afortunado al hombre que soporta con la cabeza erguida todo el peso de las adversidades. Es sorprendente  que uno levante el ánimo donde todos lo deprimen. En los tormentos y en las otras situaciones que llamamos adversas, ¿dónde radica el mal? En esto, según pienso: en el decaimiento de ánimo, en el quebranto, en la derrota. Nada de ello puede acontecer al sabio; se mantiene erguido bajo cualquier peso» (Cartas a Lucilio, 71)4.

La filosofía moral de Séneca sana los males del alma

Como vemos, el senequismo tiende a sanar los males del alma humana a fin de suavizarlos lo más posible.

La regla importantísima que nos propone el filósofo cordobés es la siguiente: «Los hombres considerados felices son los más desgraciados» (Cartas a Lucilio, 124). En realidad, la felicidad según el mundo, enseña Séneca, se basa en el poder y las riquezas, que son bienes falsos, incluso ilusiones, mientras que los bienes reales quedan fuera de la opinión común de los hombres.

De ahí que el bien verdadero sea «un alma libre que somete a las demás criaturas y no se deja dominar por ninguna» (Cartas a Lucilio, 124, 11).

Hilemorfismo contra puro materialismo

Con todo, Séneca sigue siendo esclavo de cierto corporeísmo, que más que naturalismo estricto es una especie de hilemorfismo que a pesar de todo no llega a la perfección teórica del aristotélico por falta de la base metafísica de la filosofía moral senequista. Para él, todo lo que existe es cuerpo, mientras que lo incorpóreo no existe (Cartas a Lucilio, 106). Por eso, también el alma, el bien y Dios son seres corpóreos (íbid. 106, 10), una especie de fuego espiritualizado.

En realidad, la sabiduria senequista redimensiona el alcance del corporeísmo de los estoicos. Para empezar, esta cuestión (puro corporeísmo o hilemorfismo) no es de suma importancia para Séneca, ya que depende más de la erudición que de la virtud, y para él la virtud tiene más importancia (Cartas a Lucilio, 106,11). Dado que todo lo que existe posee dos principios, materia y forma, no cabe por tanto hablar de puro materialismo senequista, sino de hilemorfismo.

Eso sí, Seneca está plenamente convencido de que esos problemas no son sino «disquisiciones superfluas», semejantes al juego de ajedrez (Cartas a Lucilio, 106). Al contrario, la verdadera sabiduría «es la cosa más accesible, la más sencilla» (íbid. 106).

Trascendencia frente a inmanentismo

Séneca no sólo revoluciona el concepto estoico de corporeísmo como hemos visto, sino también el del inmanentismo. Para Séneca, la filosofía se puede dividir en dos partes: la relativa a los hombres y la relativa a Dios. «Esta última es más elevada y se eleva sobre esta densa niebla en que nos agitamos, y sacándonos de la oscuridad, nos lleva al manantial de la luz» (Cuestiones naturales, prefacio, 1). Es, pues, evidente que para Séneca la trascendencia corrige el inmanentismo del estoicismo antiguo.

Llega a comparar los reinados de los hombres más excelsos con todos sus ejércitos y caballeros, visto desde lo alto, con un hormiguero circunscrito a un espacio reducido, y llega a esta conclusión: «Sólo me daré cuenta de lo limitado de todas las cosas cuando contemple la grandeza de Dios» (Cuestiones naturales, prefacio, 10).

Por tanto, yerran quienes5 se obstinan en ver en el senequismo una perspectiva panteísta y monisticamente inmanentista. Otros autores6 refutan acertadamente esta interpretación panteísta de la filosofía de Séneca, e indican mediante citas su doctrina de la trascendencia divina, totalmente inmaterial o en todo intelectual.

A pesar de ello, Séneca no supo desarrollar estos conceptos de manera sistemática (como sí han hecho otros filósofos romanos). Eso no le impedido, con todo, sondear el alma humana en la relación de ésta con Dios y poner de relieve la necesidad de la relación del hombre con Dios y de la oración (Cuestiones naturales, II, 37, 2).

Por otra parte, Séneca llega prácticamente a concebir, si bien de un modo imperfecto, el concepto de gracia santificante y la necesidad de ésta: «Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti» (Cartas a Lucilio, 41); «ningún alma virtuosa queda sin ayuda de Dios» (íbid, 73, 15); «Si ves a un hombre intrépido en los peligros, inaccesible a las pasiones, feliz en la adversidad, tranquilo en medio de la tormenta, ¿no exclamarás acaso: “Un tal espíritu es demasiado noble y excelso como para que se le pueda considerar acorde con este corpezuelo en que se halla” Una fuerza divina ha bajado hasta ahí”? Sin la ayuda de Dios, un hombre no puede mantener tanta entereza» (íbid. 41, 3).

No obstante todo esto, no deja de inspirarse en cierto naturalismo pagano estoico, aunque a veces quede corregido y mitigado por su moral, tan próxima al neoplatonismo6.

Destino y Providencia

Por otro lado, Séneca tiene también  influencia del estoicismo en lo que se refiere al problema del destino y la Providencia. Los estoicos hablaban del hado o destino en sentido estricto, como una sucesión irreversible de causas que constituyen el orden necesario de todas las cosas y a cuya influencia es imposible escapar. Pero a pesar de las influencias de este Sistema, Séneca lo corrige a la luz de su concepto de Dios, que no está sometido al Destino, sino que lo determina. De ahí que el destino de los estoicos comience a partir de Seneca a asemejarse al concepto cristiano de Providencia (De la Divina Providencia, 5, 8; Cuestiones naturales, I, prólogo).

Lo bueno, lo malo y lo indiferente

Para Séneca, el bien es lo que conserva e incrementa nuestro ser y nuestra vida, en tanto que el mal es lo que daña y merma. Ahora bien, por su naturaleza racional, el hombre se distingue de todos los demás seres. Por esa razón, es preciso diferenciar en el hombre lo que mantiene su ser animal y lo que conserva su ser racional. En consecuencia, los verdaderos bienes del hombre no son los que incrementan su naturaleza animal sino la racional. De ahí que los verdaderos bienes sean los morales, relativos al hombre en su naturaleza racional y libre, que le permiten realizar su fin moral y virtuoso en el sentido clásico de la palabra, ya que por virtud se entiende la actuación perfecta de la esencia de una cosa.

En cambio, el verdadero mal es lo que impide al hombre llegar en acto y con perfección lo que en potencia es e imperfectamente, y eso es el vicio (cf. Cartas a Lucilio, 121). El principio y fundamento de la ética senequista es el siguiente: para el hombre, el bien es sólo la virtud, y el mal el vicio (íbid. 76).

Por consiguiente, si un hombre posee nobleza de nacimiento, salud, riquezas, fuerza y sagacidad, pero le falta  virtud  de ánimo y sabiduría, no sirve ; mientras que si un hombre no procede una noble cuna, ni goza de salud, ni tiene fuerza ni riquezas, pero es virtuoso y sabio, digno es de aprecio: «La virtud y la honradez consisten en poseer una razón recta y libre. Sólo la recta y honrada razón hace feliz al hombre» (Cartas a Lucilio, 76, 16).

Los bienes materiales son bienes falsos, bienes aparentes y, por naturaleza, inestables. Una vestidura de púrpura no hace feliz al hombre; sólo un alma recta, razonablemente honrada hace feliz al hombre y lo perfecciona. Séneca pone un ejemplo: si un actor sale a escena vestido de púrpura como un emperador, no por ello es más dichoso que quien sale al escenario vestido como un ciudadano cualquiera. Es más, cuando esos actores abandonan el escenario, se reintegran a su vida normal. Por desgracia, con frecuencia nos engañamos juzgándonos a nosotros mismos y a los demás según la escena que representamos en el teatro de la vida, olvidando que, como dijo San Pablo,  «la apariencia de este mundo pasa». Por eso, no debemos juzgar a los hombres por los ornamentos y pedestales de los que se sirven, sino por lo que realmente son en su naturaleza de seres racionales, libres y virtuosos: «Un enano no se hará grande si se sube a una montaña, como tampoco un gigante se empequeñecerá si se cae a un pozo» (Cartas a Lucilio, 76).

Tanto los verdaderos bienes como los verdaderos males dependen siempre y por encima de todo de la interioridad del hombre, nunca sólo de las apariencias.

Entre la virtud y los vicios hay numerosas cosas que están relacionadas con el mundo físico (por ejemplo la salud, las riquezas, la fuerza y también lo contrario de ellas). Ahora bien, todas esas cosas no son en sí ni buenas ni malas, porque tienen que ver directamente con el cuerpo y la vida física, y por lo tanto no afectan ni para bien ni para mal la naturaleza del hombre, o sea su raciocinio y su libre voluntad virtuosa. De ahí que sean indiferentes y sean buenas o malas según estén ordenadas a la virtud o al vicio. El alma, sin embargo, puede servirse de algunos bienes externos para alcanzar mejor la virtud. En este caso son, en efecto, indiferentes de por sí, pero pueden ser preferibles a otros que, por no poder ayudarnos a conseguir la virtud, son de rechazar (cf. toda la carta 74 a Lucilio). Por lo cual, hay que «valerse de esos bienes exteriores sin jactancia y no aficionarse demasiado a ellos, como si los hubiéramos recibido en depósito» (Cartas a Lucilio, 74).

En resumidas cuentas, las virtudes pertenecen al ser o la naturaleza del hombre (la recta razón y la voluntad virtuosa); las cosas indiferentes, al tener o a lo que el hombre puede poseer sin enfangar su naturaleza. Por último, los vicios se relacionan con el tener o con los bienes externos que estragan la sabiduría y la virtud del alma humana. Obsérvese una vez más que Séneca corrige o mitiga las tendencias excesivamente rígidas del estoicismo, el cual considera las pasiones como algo malo en sí.

La felicidad del hombre

Según Séneca, para alcanzar la felicidad es preciso vivir conforme a la razón y las virtudes que coinciden con la naturaleza humana. La felicidad y la armonía del hombre con su naturaleza de animal racional creado para conocer la verdad, y libre, creado para amar el bien.

«El sumo bien consiste en el juicio y en el hábito de la buena intención» (De la vida bienaventurada, 9).

El elemento estoico y naturalista se asoma a veces, si bien de forma moderada, al pensamiento de Séneca, que ve en el hombre al artífice de su propia vida. Escribe que el hombre, «sin dejarse vencer de las cosas externas, sea estimadorde sí mismo, sea artífice de su vida,, confiando en su capacidad y como artífice de su propia vida» (De la vida bienaventurada, 8).

A pesar de ello, Séneca siente la necesidad de la ayuda de Dios, y escribe: «El sabio debe tener tal   ánimo que lo haga digno de Dios» (Cartas a Lucilio, 92).

Combate entre alma y cuerpo

Para Séneca, la razón es la parte superior del alma, y participa parcialmente de la inteligencia perfecta de Dios, que la pone en el cuerpo junto al alma. El alma es la parte que domina el cuerpo. Séneca retoma la concepción dualista de Platón en lo que se refiere a la relación del alma y el cuerpo, y sostiene que éste es una miserable morada para la primera, una carga, una cárcel, un peso, una pena y una cadena (Cartas a Lucilio, 65, 16-22).

De todos modos, a Séneca le faltaba la base metafísica platónica de la existencia de un mundo ultrasensible. Por esa razón, el dualismo alma/cuerpo corre en él el riesgo de hacerse más señalado aún que en Platón, aunque se atenúa con la moral medioplatónica en la que se inspira Séneca.

Inmortalidad del alma

Séneca ha sostenido diversas y dolorosas posturas sobre el problema del alma y su inmortalidad. Ante todo, afirma su existencia, pero también la escasa capacidad del hombre para conocer su naturaleza (Questioni naturali, VII, 25). La filosofía moral de Séneca llega al umbral del conocimiento de algunos problemas, pero carecer de una sólida base metafísica le impide afrontarlos y resolverlos con seguridad. Sostiene Séneca que la existencia de un más allá o la inmortalidad del alma es una especie de mito o sueño, pero sostenido de cierta esperanza. Escribe: «Como resulta molesto quien despierta al que tiene un grato sueño […] para darle crédito [a la inmortalidad del alma] me entregaba a una esperanza tan grande que me hastiaba de mí mismo y me inclinaba fácilmente a las opiniones de grandes hombres que la prometían, más que demostraban, cuando de súbito me desperté al recibir tu epístola y eché a perder un sueño tan hermoso» (Cartas a Lucilio, 102).

Con todo, hay ocasiones en que la virtud de Séneca, no la metafísica, lo convence de la existencia de la eternidad. De hecho, poco después de la cita anterior dice: «Ese día que temes como el último, es el del nacimiento para la eternidad» (íbid. 102, 22).

Como vemos, la falta de teóresis metafísica en Séneca no presenta sólo desventajas; tiene también la ventaja de no llegar a las conclusiones radicales de algunas de sus posturas estoicas iniciales (dualismo, corporeísmo, etc.), que son corregidas en la práctica y con el buen sentido de la moral medioplatónica.

Concepto de conciencia

Séneca se remite a la práctica ya enseñada por Quinto Sextio y la ética popular romana7, del examen diario de conciencia, que al obligarlo a comparecer todos los días ante él mismo como severo juez logra que los vicios, aunque no se superen del todo, al menos se moderen (De la ira, III, 36).

La conciencia es para Séneca una voz que aprueba el bien realizado y recrimina el mal cometido. No tiene nada en común con la conciencia subjetiva de la modernidad, que reemplaza la moral objetiva y la natural para convertir en bien lo que, pese a ser malo en sí, nos agrada (por ejemplo, aunque el aborto es en sí un mal, en determinadas circunstancias es un bien, y me es por tanto lícito realizarlo).

Séneca ve el bien como objetivamente y el mal objetivamente mal, y la conciencia nos amonesta o elogia cuando hacemos el uno o el otro sin hacer del mal bien ni viceversa. Nadie puede escapar de la voz de la conciencia; ni el más encallecido de los malvados se libra de ese juez incorruptible que es la voz de la conciencia (Cartas a Lucilio, 97).

Concepto de voluntad

La filosofía griega y en particular la socrática hacía coincidir la virtud con el conocimiento y el pecado con la ignorancia. Hasta Séneca no aparece el concepto de la voluntad como algo necesario para que una acción sea buena o mala. La buena voluntad va de la mano con la virtud.

Escribe Séneca: «Todo cuanto puede hacerte bueno lo tienes en ti. ¿Qué necesitas para serlo? ¡Voluntad!» (¡Velle!)   (Cartas a Lucilio, 80). Este logro senequista será llevado a la perfección por Santo Tomás de Aquino.

Enseña el Aquinate: «Pienso […] porque quiero pensar» (De malo, q. 6, a. 1; Summa contra gentiles, lib. I, cap. 72). Si me falta buena voluntad, no me es provechosa la inteligencia, o es de mal provecho porque la utilizo para el mal. Si no quiero pensar o conocer, ni pienso ni conozco. Por eso, hay que coordinar y poner en colaboración el intelecto y la voluntad sin contraponerlos. «La voluntad nos permite disfrutar de todo lo que hay en nosotros. Por eso, no llamamos buena a la persona inteligente, sino a la que tiene buena voluntad» (S. Th., I, q. 5, a. 4, ad 3). Nuestra alma retiene la gracia infundida por Dios gracias a la buena voluntad (S. Th., I, q. 83, a. 2, sed contra). La verdadera libertad consiste en optar libremente por amara a Dios y «cuanto más amamos a Dios, más libres somos» (In III Sent., dist. 29, a. 8, quaestiunc. 3, n. 106, sed contra). Por lo cual, «la verdadera libertad es estar libre de pecado, mientras que la verdadera esclavitud consiste en ser esclavo del pecado» (S. Th., II-II, q. 183, a. 4). Si la inteligencia hace sabio al hombre, la voluntad lo hace virtuoso. De ahí que el pecado sea el   cementerio   de la verdadera libertad. «El verdadero filósofo es el que ama a Dios» (San Agustín, La ciudad de Dios, l. VIII, c. 1); «Es preferible un hombre falto de sagacidad y privado de ciencia, pero timorato, al que es muy entendido y traspasa la ley del Altísimo» (Eclo. 19,21).

Por consiguiente, mientras que la filosofía antigua clasificaba a los hombres en sabios y necios, Séneca distingue entre buenos y malos, dependiendo de la buena o mala voluntad que los anime.

Además de eso, Séneca habla de pecados interiores, cometidos con el mero pensamiento y el asentimiento de la voluntad: «Antes de su ejecución material, todos los delitos están ya realizadosen sus elementos constitutivos de culpa» (De la costancia del saggio, 7, 4).

Pecado y pecador

Séneca introduce una noción novedosa junto a la de voluntas bona vel mala: la de que «no existe hombre libre de pecado» (De la ira, II, 28, 4). Como vemos, en esto también corrige la sana moral senequista el principio teórico del naturalismo estoico.

Igualdad sustancial entre los hombres y jerarquía de valores

Séneca es el primero entre los paganos que sostiene que la verdadera nobleza no la confiere el nacimiento, sino la sabiduría y la virtud (Cartas a Lucilio, 44). Por tanto, es el ánimo lo que hace noble. Así pues, sea cuál sea la condición social de uno, es posible sobreponerse a la propia suerte» (íbid. 44). La virtud, que para Séneca constituye el sumo bien, puede lo mismo darse en un caballero que en un esclavo.

Los bienes humanos no pueden acercarnos ni asimilarnos a Dios porque Él no posee riquezas, carece de armas y de toga y no tiene esclavos y litera. Sólo un alma recta, sabia, grande y virtuosa puede llevar a Dios (Cartas a Lucilio, 31).

De ahí que Séneca dé estos consejos a sus lectores: «Trata a tus subalternos como quieres que te traten tus superiores. Si imitas a los dioses, haz el bien a quienes son ingratos contigo; el sol también sale para los malvados. Trata a tus esclavos con clemencia» (Cartas a Lucilio, 47; íbid.

95; I benefici, IV).

Séneca representa la cumbre de la moral natural, que sólo es superada por la revelación cristiana. Por eso es importante entender el cristianismo romano a la luz de la filosofía greco-romana y volver a ellas como raíces de la sana teología cristiana.

La Roma antigua y el cristianismo

Plinio el Viejo (†79) escribió que Dios había confiado a Roma la misión de unir a todos los hombres en un único consorcio civil y llegar de ese modo a ser la patria de todos los pueblos (Historia natural, III, 3°, 39).

De todos modos, era necesario que esa misión natural de la antigua Roma fuera perfeccionada sobrenaturalmente por la Roma cristiana. Es más, la naturaleza no habría sido capaz por sí sola de cumplir plenamente dicha misión. «La gracia presupone la naturaleza; no la destruye, sino que la perfecciona» (S. Th., I, q. 1, a. 8, ad 2); así pues, la Roma cristiana se levantó sobre la Roma antigua. En vez de destruirla la perfeccionó. Lo cierto es que el cristianismo ha sido el perfeccionador de la antigua Roma, no su enemigo ni destructor, como afirman ciertos pensadores anticristianos y maquiavélicos. Séneca es la prueba irrefutable de esa coincidencia entre la filosofía clásica y el cristianismo romano. No sólo eso: entre Séneca y los Diez Mandamientos y las máximas morales del Evangelio se observan numerosas semejanzas que dejan estupefacto.

No se puede afrontar el futuro sin conocer el propio pasado. El axioma senequista «conviértete en lo que eres» es de vivísima actualidad. Debemos retornar a la fuente pura, como enanos a hombros de gigantes. En caso contrario nos aguarda la catástrofe. El hoy es hijo del ayer, y el mañana es fruto del pasado. El futuro debe construirse sobre los cimientos presentes y anteriores; no puede sostenerse en el aire. La Roma antigua y la perfeccionada sobrenaturalmente por el cristianismo tienen todavía mucho que decirnos, y son el manantial donde es necesario abrevar para no morir deshidratados ni envenenados por los gases tóxicos de la modernidad subjetivista.

El mensaje de la Roma antigua elevada al orden sobrenatural por la gracia de la Roma cristiana no sólo es de viva actualidad para nosotros, sino también para no dispersarnos y terminar destruidos intelectual, moral y espiritualmente como personas y como sociedad.

León XIII escribió precisamente: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad […] El sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia» (encíclica Immortale Dei, 1° de noviembre de 1885). A lo que San Pío X añadió: «La civilización no está por inventar. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la «ciudad» católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar contra los ataques de la rebeldía y de la impiedad» (carta apostólica Notre charge apostolique, 25 de gosto de 1910). Séneca es la prueba del nueve de la sintonía individual y social, no de la contraposición entre el pensamiento antiguo y el cristiano. Tanto el uno como el otro son radicalmente objetados por moderno y el contemporáneo.

Que Dios ayude a la vieja Europa a redescubrir su identidad bajo la égida de la Roma clásica y la Cristiandad. Y que la moral natural de Séneca, elevada por el cristianismo, vuelva a informar la familia, las personas y los estados que la contrafilosofía moderna (idealismo, subjetividad) y contemporánea (nihilismo) han destruido intelectual y moralmente.

Basilius

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

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