A pesar de ser septuagenario, tengo más recuerdos que si hubiese vivido mil años. Cuando realizaba mis estudios superiores en un instituto llevado por buenos religiosos, antes de la ventisca sin fin del Concilio Vaticano II, mi profesor de letras solía decir que el Evangelio es un libro ‘anticlerical’: “¿Recordáis, muchachos, la parábola del buen samaritano? ¿Quién se desentiende del pobre dejado medio muerto en el camino? ¡Precisamente un sacerdote y un levita; del Templo de Jerusalén, se entiende, pero en ambos casos reverendos señores!” En otra ocasión: “¿Quiénes eran los enemigos más acérrimos de Jesús? ¡Precisamente los jefes de los sacerdotes judíos! ¿Quién declaró a Jesús reo de muerte? Caifás, el sumo sacerdote de Israel, que lo entregó a Pilato”. Para acabar: “Rezad por mí, mis jóvenes amigos, para que yo sacerdote no traicione a Jesús, para que no elimine a Jesús de mi vida. Sería el mayor delito, tan grande como el de Caifás”.
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Costaba comprenderlo entonces, en los primeros años sesenta del pasado siglo. ¡Pero hoy, desgraciadamente, todo está claro! Ya los teólogos de la ‘nouvelle théologie’, condenados por la Humani generis del venerable santo padre Pío XII, habían eliminado lo sobrenatural de su teología, o lo habían identificado con lo natural, con un daño inmenso para las almas. Pero entonces Pío XII los mantuvo a raya, impidió que los lobos salieran de sus guaridas y sembraran la devastación entre el pueblo cristiano, entre los mismos sacerdotes.
Pero no pocos de aquellos “teólogos”, en los años que siguieron al Vaticano II, como de Lubac y otros no menos famosos, fueron hechos Obispos y Cardenales. Ya antes, habían hecho escuela con libertad y sin freno a enteras generaciones de sacerdotes y monjes, muchos de los cuales ascendieron después a las cátedras episcopales para enseñar el error, sin que nadie los detuviera. El peor de todos los “nuevos teólogos”, el verdadero “princeps haereticorum” fue Karl Rahner (†1984), del cual, justamente, el card. Siri dijo que había elaborado una “teología sin Cristo”, de manera que no necesitaremos unirnos a Jesucristo, único Salvador del mundo, para ser salvados en este mundo y en el otro. Pero también los demás “nuevos teólogos” -los teólogos de la liberación, por ejemplo, hoy vueltos de nuevo a primer plano- ¿qué hicieron de Cristo?
Sucedió por consiguiente que en los encuentros ecuménicos -incontables desde el Concilio Vaticano II hasta hoy- Jesús fue equiparado a los demás “fundadores de religiones” (¿qué religiones?) como Mahoma, Buda e incluso los maestros del ateísmo. Verdaderamente “ils l’ont découronné”, ellos (algunos, demasiados hombres de Iglesia) lo han descoronado, lo han destronado, como tituló un famoso libro suyo un ilustre Prelado, que, inspirándose en la Virgen, aparecida en La Salette, dijo: “Roma perderá la fe”.
De este modo, nos sucede que leemos u oímos a Obispos que, en sus mensajes de Navidad o de Pascua, en sus aburridas homilías, ni siquiera citan el nombre Santísimo de Jesús, para llenarnos de alusiones a los pobres, a los inmigrantes, a las periferias, al “olor de las ovejas”, a las salidas, a las llanuras, en un descuido que da miedo: el Evangelio de Jesús, que es luz del mundo y sal de la tierra, es reducido a menos que la educación cívica.
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Conocemos párrocos que no confiesan, que no recomiendan la confesión de los pecados graves, antes de acceder a la Comunión. De este modo, el domingo, casi todos, en gracia o no de Dios, van a comulgar, sin la debida preparación y la posterior acción de gracias, sin la adoración del Hijo de Dios presente y vivo en la Hostia santa.
Nunca más oída desde hace decenios una alusión a la vida eterna, a la indispensabilidad de salvar la propia alma huyendo del pecado y viviendo en gracia de Dios. Cuando hemos intentado decir a algunos sacerdotes todas estas cosa, se nos ha respondido que cada uno se las arregla según su propia conciencia individual. Sabemos de ancianos y enfermos, en casa, en los hospitales, en las residencias, que son dejados morir sin que un Sacerdote aparezca para prepararles al paso supremo de la muerte. ¡Y esta negligencia gravísima en un sacerdote es elogiada como respeto a la libertad personal!
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Lo máximo por ahora (escribimos el 26 de diciembre de 2016) lo hemos visto y oído del “Obispo de Roma”, que el 31 de octubre de 2016 fue a Lund en Suecia a celebrar con los pastores protestantes, que no son sacerdotes, funciones litúrgicas con ocasión del inicio del 500º aniversario de la rebelión de Lutero, uno de los peores heresiarcas, ¡olvidando el mal inmenso provocado por aquel desgraciado, verdadero jabalí salido del bosque (aper de silva) no sólo para la Iglesia, sino para la misma civilización de Europa y del mundo! Hemos oído del “Obispo de Roma” afirmaciones tales que rozan la blasfemia contra Jesús, y le decimos sin miedo: “¡Usted no puede hablar así! ¡No se lo permitimos! ¡No le permitimos hablar mal de Jesús! ¡Piense antes lo que dice!”.
Me detengo aquí, aunque se podría continuar. Soy septuagenario, pero recuerdo y comprendo por qué mi profesor nos pedía que rezáramos para que él, sacerdote, no llegara a eliminar a Jesús ni de su vida ni de la vida de los hermanos. Pero, para nuestro consuelo, recordamos también lo que dijo a Napoleón el card. Ercole Consalvi con certeza absoluta y gran humildad: “Emperador, ¿destruiréis la Iglesia? ¡No, no lo hemos conseguido ni siquiera los sacerdotes!”
¡Que la Virgen nos ampare!
Taedophorus