Introducción a los escritos de San Pablo

Los Hechos de los Apóstoles nos han puesto en contacto con la vida y la historia de la Iglesia primitiva. Con el estudio de las epístolas paulinas va a resultar más directo este contacto. No obstante, antes de entrar en el detalle de los textos, es útil detenerse en algunas generalidades.[1]

Tras los libros de carácter histórico–narrativo, Evangelios y Hechos de los Apóstoles, el Nuevo Testamento presenta los escritos sagrados que desarrollan teológicamente el núcleo original de la predicación apostólica sobre Jesús. Entre estos escritos destacan las cartas, catorce en total, cuyo remitente lleva el nombre de San Pablo o, como en el caso de la Carta a los Hebreos, muestran el influjo y la autoridad de este Apóstol.

En la antigüedad clásica había dos géneros epistolares: las cartas familiares, comerciales, etc., y las epístolas, especie de tratados o ensayos sobre un tema, dedicados a alguna personalidad, amigo o familiar. Los escritos de San Pablo participan de ambos géneros: son cartas por su tono familiar, con saludos, recomendaciones y despedidas; y son epístolas, en cuanto presentan enseñanzas doctrinales y morales.

El orden en que las cartas paulinas suelen venir en códices antiguos y ediciones impresas de la Biblia es convencional, no cronológico: primero se agrupan las dirigidas a comunidades; después las enviadas a personas. Dentro de esa agrupación, se ponen por orden de extensión y de relevancia en la vida de la Iglesia, a excepción de Hebreos, que suele ser la última.

1.- San Pablo

Para reconstituir la vida de san Pablo tenemos a nuestra disposición dos clases de documentos: por una parte, los Hechos de los Apóstoles; por otra, las notas autobiográficas esparcidas en las epístolas. Aparte las indicaciones concretas relativas a cada carta, San Pablo habló de su pasado en varias ocasiones: Gal 1:11-2:14; 1 Cor 15: 8-9; 2 Cor 11:22-33; Rom 11:1; Fil 3: 4-6; 2 Tim 1:5; 3: 10-11. Estas notas autobiográficas son el testimonio más sólido que poseemos sobre la vida de san Pablo, y las notaciones de los Hechos deben matizarse en función de ellas.

San Pablo fue el hombre al que Dios llamó y envió para emprender la difusión universal del cristianismo. Ciertamente, ya en el mismo Jesucristo está presente el designio de salvación universal, pero la personalidad y la actividad de San Pablo fueron decisivas para extender la buena noticia del Evangelio por el mundo entonces conocido.

El anuncio del Evangelio a los gentiles no fue una genial decisión personal de San Pablo, pues en realidad dimanaba de la propia esencia de aquel mensaje. San Pablo lo que hizo fue ponerlo en práctica tal como lo había recibido. Por eso, habla de un misterio escondido durante siglos en Dios y ahora manifestado, del cual él se sabe ministro: la salvación de judíos y gentiles hasta formar un solo Cuerpo, que es la Iglesia. Como manifestación concreta de esa actitud se puede señalar que San Pablo procuró actuar siempre de acuerdo con el Colegio Apostólico. Por eso consultó a los Apóstoles y presbíteros de Jerusalén sobre el modo en que estaba realizando su labor evangelizadora, y ellos le ratificaron el encargo de predicar a los gentiles, mientras que San Pedro se dedicaba más directamente a los judíos. Sin embargo, no fue el único en acometer esa ingente tarea, pues también los Doce fueron a anunciar el Evangelio a otros pueblos y otros países sin relación con el judaísmo, como se desprende de las antiguas tradiciones sobre su vida, de las noticias que nos dan los primeros escritores cristianos, y de las mismas cartas del Nuevo Testamento (las llamadas cartas católicas), que se dirigen también a fieles que proceden de los gentiles. ´

1.1.- Formación de San Pablo: un judío de la diáspora

San Pablo fue un instrumento cuidadosamente formado y escogido para la misión divina que le fue encomendada. Él era sin ninguna duda un judío. Pero un judío nacido y educado en la diáspora, en ambiente griego. Él mismo se refiere a su judaísmo con orgullo: era de la tribu de Benjamín, de una familia observante, fariseo en la interpretación de la Ley, celoso en mantener las tradiciones paternas (Cfr Gal 1:14; 2 Cor 11:22). Su pensamiento tiene siempre como centro la Sagrada Escritura, que cita y comenta explícitamente muchas veces; su preocupación es la Salvación prometida a Israel; y su visión teológica está profundamente penetrada por el sentido de la historia, según las tradiciones de su pueblo.

Este judío, que adquirió en Jerusalén a los pies de Gamaliel (Cfr. Hech 22:3) una buena formación rabínica, había recibido previamente una esmerada educación helenística en Tarso, su ciudad natal. No sabemos qué estudios cursó, pero por su estilo y por muchos rasgos de su pensamiento, es más que probable que tuviera una formación retórica esmerada, de nivel superior, y que su conocimiento del estoicismo fuera bastante profundo.

Junto a su origen judío y su formación helenística, un tercer factor a tener en cuenta es que San Pablo era ciudadano romano por nacimiento, lo que constituía un privilegio muy valorado (Cfr. Hech 22: 25-28). Este hecho supone que su padre había conseguido la apreciada ciudadanía con la posibilidad de transmitirla, y esto hace pensar que la familia de Pablo, aun siendo muy practicante, no pertenecía a los grupos judíos más cerrados como los celotes. Esta apertura mental en el ámbito civil, unida a una honda convicción religiosa, explica muchas de sus palabras alentadoras, como, por ejemplo, las dirigidas a los filipenses: “Por lo demás, hermanos, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro, de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza, tenedlo en estima. Lo que aprendisteis y recibisteis, lo que oísteis y visteis en mí, ponedlo por obra; y el Dios de la paz estará con vosotros” (Fil 4: 8-9).

1.2.- Vocación y misión

El libro de los Hechos nos ha transmitido tres relatos de la vocación de San Pablo en el camino de Damasco (Hech 9: 1-19; 22: 5-16; 26: 10-18). En el primer relato, Dios mismo revela a Ananías la misión de San Pablo: “El Señor le dijo: Vete, porque éste es mi instrumento elegido para llevar mi nombre ante los gentiles, los reyes y los hijos de Israel. Yo le mostraré lo que deberá sufrir a causa de mi nombre” (Hech 9: 15-16). El segundo relato cuenta cómo Ananías revela a Saulo su misión: “Él me dijo: El Dios de nuestros padres te ha elegido para que conocieras su voluntad, vieras al Justo y oyeras la voz de su boca, porque serás su testigo ante todos los hombres de lo que has visto y oído”(Hech 22: 14-15). En el tercer relato, finalmente, San Pablo resume su toma de conciencia de la misión recibida: “Y el Señor me dijo: Yo soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y ponte en pie, porque me he dejado ver por ti para hacerte ministro y testigo de lo que has visto y de lo que todavía te mostraré. Yo te libraré de tu pueblo y de los gentiles a los que te envío, para que abras sus ojos y así se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás a Dios, y reciban el perdón de los pecados y la herencia entre los santificados por la fe en mí” (Hech 26: 15-18). Según concluimos de estos textos, a San Pablo le fue asignada por Dios la misión de anunciar el Evangelio a todos los hombres, primero a los judíos y después a los gentiles.

San Pablo, al revelársele Jesús y comprender que era el Mesías glorificado, tuvo que cambiar radicalmente su manera de pensar como ferviente fariseo. Si antes consideraba que el camino para llegar a Dios era la Ley, ahora se convence de que la Ley sola no sirve, puesto que Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, había sido condenado según la Ley, era maldito para la Ley (Cfr. Gal 3:13). Si antes pensaba que el verdadero Israel era el que descendía de Abrahán según la carne y cumplía la Ley, ahora entiende que el verdadero Israel son los seguidores de Jesús, con los que Jesús mismo se identifica (Cfr. Hech 9:5). En el camino de Damasco, al encontrarse con Cristo, San Pablo adquiere una nueva visión de los planes de Dios y esa visión será la base de su reflexión posterior y de su teología.

Inmediatamente después de su encuentro con Cristo, San Pablo se dirige a los judíos de Damasco (Cfr. Hech 9:20) y, cuando fue a Jerusalén, predicó a los helenistas, es decir, a los judíos de origen no palestino (Cfr. Hech 9:29). Sólo más tarde tuvo lugar en Antioquía su primer contacto con los gentiles, cuando ayudó a Bernabé en su obra evangelizadora (Cfr. Hech 11:25). Después, cuando el Espíritu Santo le designó, junto con Bernabé, para una misión especial, fue a Chipre y empezó a predicar en las sinagogas de Salamina (Cfr. Hech 13:5). Lo mismo hizo en compañía de Bernabé en Antioquía de Pisidia, y la misma conducta —empezar por la predicación en la sinagoga— mantuvo en Iconio, en Filipos, Tesalónica, Berea, Corinto, Éfeso y Roma. En Antioquía de Pisidia, Corinto y Éfeso se enfrentó con la obstinada oposición de los judíos y declaró que se iba a dedicar a los gentiles, como hizo de hecho, aunque no descuidó nunca el trato con los miembros de su pueblo, para los cuales siempre tuvo palabras de afecto (Rom 9: 1-5).

1.3.- La inculturación helénica

San Pablo optó por escribir directamente en griego las cartas dirigidas a las comunidades cristianas. Decisión lógica —ya que era la lengua de uso común para esos cristianos—, pero de indudable trascendencia para marcar nuevos caminos en la expresión del mensaje de la fe. El escrito más antiguo del Nuevo Testamento es posiblemente una carta suya, la Primera a los Tesalonicenses, redactada alrededor del 51-52 d.C., directamente en griego.

Conviene recordar que la mayor parte del Antiguo Testamento, donde se contiene el comienzo de la Revelación divina, fue escrito en hebreo, con algunos pasajes en arameo, y sólo en épocas cercanas a la era cristiana se redactaron algunos libros en griego. La gran tarea de verter la revelación bíblica en el contexto cultural griego, comenzada con la traducción del Antiguo Testamento (la versión de los Setenta), sería continuada y culminada con el Nuevo Testamento, cuyos libros fueron compuestos en esa lengua. Aquella decisión del Apóstol dio comienzo a la cultura cristiana en griego, destinada a perdurar siglos y a forjar el pensamiento cristiano.

1.4.- Cronología de la vida de San Pablo

No es posible establecer con absoluta exactitud la cronología de toda la vida de San Pablo, pues las principales fuentes para su conocimiento, sus cartas y los Hechos de los Apóstoles, no se preocupan excesivamente por ofrecer referencias temporales. Sin embargo, se pueden datar con cierta precisión los hitos más importantes de su vida.

Los estudiosos se inclinan a pensar que San Pablo nació en Tarso de Cilicia (Cfr. Hech 9:11) entre los años 5-10 d.C., pues Lucas le califica con el adjetivo “joven”, al relatar el martirio de San Esteban (Cfr. Hech 7:58), ocurrido no mucho tiempo después de la muerte del Señor el año 30.

Para la fecha de la aparición de Cristo cerca de Damasco las referencias principales están en la Carta a los Gálatas (Gal 2: 1-2 y 1: 14-21), donde San Pablo refiere que tres años después de recibir la llamada del Señor subió a Jerusalén (Cfr. Gal 1:18), y que volvió a hacerlo catorce años más tarde (Cfr. Gal 2:1). Teniendo en cuenta que la asamblea de Jerusalén ocurrió el año 48 o el 49, se piensa que la aparición cerca de Damasco debió de darse hacia el 32 o el 35.

El dato más firme para el establecimiento de fechas en su actividad apostólica lo ofrece una inscripción de Delfos, publicada en 1905, en la que se menciona a Junio Galión como procónsul de Acaya. Galión desempeñó ese cargo entre el año 51 y el 52. Según el relato de Hechos, San Pablo, estando en Corinto durante su segundo viaje misionero, fue llevado por judíos amotinados ante el tribunal de Galión, el cual, al ver que se trataba de cuestiones de la Ley judía, no quiso intervenir (Cfr. Hech 18: 12-17). La comparecencia de San Pablo ante Galión debió de ocurrir a fines del año 51 o poco después.

La cautividad de San Pablo en Cesarea la Marítima puede también datarse con cierta precisión. Según Hechos, San Pablo fue conducido de Jerusalén a Cesarea por orden del tribuno Claudio Lisias, para comparecer ante el prefecto Antonio Félix (Cfr. Hech 23:24-24:27). Durante el arresto de San Pablo en Cesarea, Antonio Félix fue sustituido por Porcio Festo. A pocos días de la llegada de Festo, San Pablo apela al tribunal de César (Cfr. Hech 25:11). ¿Cuándo ocurrieron estos sucesos? Los historiadores Tácito y Flavio Josefo, que se refieren al cambio de Félix por Festo, no son muy precisos, pero la mayoría de los estudiosos modernos se inclina por el año 60.

Hechos no habla de la muerte de San Pablo. Una antigua tradición, recogida en el siglo IV por Eusebio[2], dice que murió decapitado en Roma, durante la persecución de Nerón, la misma en la que Pedro fue crucificado (años 64-67). San Clemente Romano (hacia el 95), refiere que San Pablo “viajó hasta el extremo occidente”[3] antes de dar testimonio con la muerte. Los otros documentos antiguos que se refieren al posible viaje a España son más tardíos[4], e historiográficamente menos seguros. Por su parte, los análisis de Cartas y de Hechos no aportan datos en contra de esas antiguas tradiciones. Los cálculos de la edad que podría tener en su martirio oscilan entre los 55 y 60 años.

Resumiendo, podríamos hacer el siguiente cuadro esquemático:

  • Nacimiento: entre el 5 y el 10 d.C.
  • Conversión: entre el 32 y el 35.
  • Estancia de Damasco y en Arabia. Visita a los Apóstoles: hacia el 37.
  • Estancia en Antioquia: 43-44.
  • Primer viaje misional: 45-49.
  • Concilio de Jerusalén: 49.
  • Segundo viaje misional: 49-52.
  • Tercer viaje misional: 53-58.
  • Cautividad en Cesarea: 58-60.
  • Viaje a Roma: 60-61.
  • Cautividad en Roma: 61-63.
  • Posible viaje a España: entre el 63 y el 67.
  • Segunda cautividad en Roma: 65.
  • Muerte en Roma: hacia el 67, teniendo entre 55 y 60 años.

2.- Las comunidades y cartas paulinas

Las cartas de San Pablo, escritas a comunidades cristianas concretas, responden a necesidades específicas pero ofrecen unas perspectivas doctrinales que trascienden esos precisos momentos y les confieren un valor perenne. A la vez, proporcionan abundante información acerca de la actividad del Apóstol y de las circunstancias históricas en las que se desenvolvió. Con los datos que ofrecen, completados por aquellos recuerdos de su actividad que han quedado consignados en los Hechos de los Apóstoles, es posible seguir, al menos a grandes rasgos, las huellas de la acción de San Pablo en la historia del cristianismo naciente.

2.1.- Las comunidades paulinas

El Evangelio se difundió en un primer momento por la cuenca del Mediterráneo en el seno de las comunidades judías de la diáspora. Allí donde había judíos empezó a haber algunos cristianos. Se trataba al principio de ciudades importantes por ser encrucijadas de caminos, centros del comercio o capitales de regiones o provincias del Imperio. Pronto, antes del 50 d.C., hubo cristianos en Roma, Alejandría, Antioquía, Cesarea y Damasco.

San Pablo, en su labor evangelizadora, dedicó particular atención a las poblaciones donde confluían las vías de comunicación, y con ellas los intercambios comerciales y culturales. Tal es el caso de Tesalónica. Lo mismo se puede decir de Corinto y Éfeso, en las que el Apóstol se detuvo varios años y que estaban emplazadas en lugares estratégicos. De este modo el cristianismo podía difundirse con facilidad a las regiones vecinas.

Después de Jerusalén, la siguiente comunidad cristiana en orden de importancia residía en Antioquía. Por lo que podemos reconstruir a partir de los Hechos de los Apóstoles, se trataba de una comunidad cristiana en la que la mayor parte de sus miembros eran de origen pagano. Allí los creyentes en Cristo recibieron por vez primera el nombre de “cristianos” (Hech 11:26). Los antioquenos poseían un acentuado espíritu misionero y se sentían vinculados con lazos de fraternidad y solidaridad con la comunidad de Jerusalén (Cfr. Hech 11: 27-30).

Es precisamente desde Antioquía desde donde San Pablo realiza sus viajes apostólicos, narrados con gran detenimiento en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hech 13:1-28:31). El Apóstol, primero en el interior de Asia Menor (Galacia, Panfilia, Licaonia), y luego por el continente europeo (Tesalónica, Filipos, Atenas, Corinto), no se limitó a convertir y bautizar, sino que estableció comunidades estructuradas, con unos responsables al servicio de la instrucción cristiana, santificación y difusión del Evangelio.

Estas comunidades cristianas primitivas, salvadas las diferencias geográficas y étnicas, tienen caracteres comunes: en primer lugar, incluyen, en un plano de absoluta igualdad, a gentiles y judíos (Cfr. Gal 3:28); no sólo esto sino que también están en un plano de igualdad libres y esclavos, hombres y mujeres. Todos han sido rescatados por Cristo y gozan de la condición de hijos de Dios. Sobre esta base común descansan las otras propiedades de la vida de los cristianos.

2.2.- Las cartas paulinas

Las cartas de San Pablo responden a necesidades concretas de las comunidades por él fundadas, a la preparación de viajes que proyectaba hacer, a circunstancias personales de los destinatarios, etc. Por eso, lo que escribe en sus cartas no constituye un sistema de ideas o un cuerpo teológico estructurado, sino la vivencia del misterio de Cristo, que él quiere difundir por todo el mundo y que expone a las comunidades o personas a las que escribe. San Pablo sólo tiene un propósito: anunciar el Evangelio de Jesucristo que es “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree…” (Rom 1:16). Ésta será la doctrina que irá exponiendo en cada una de sus cartas desde distintos puntos de vista, atendiendo siempre a la situación y mentalidad de los destinatarios. El núcleo fundamental es en todas ellas el mismo: Jesucristo es el salvador del hombre y del mundo, de todo hombre —judío o gentil— y de la entera creación.

Desde el punto de vista histórico, hay datos para asegurar que, de entre las cartas que se conservan de San Pablo, la primera que escribió fue la dirigida a los tesalonicenses en el curso de su segundo viaje misionero (1ª Tesalonicenses), y que, después, en el tercer viaje escribió la Carta a los Gálatas, las dos dirigidas a los Corintios y la Carta a los Romanos. En cuanto a las demás, se discute en qué momento de la vida del Apóstol han de ser situadas con precisión.

La investigación histórica y literaria de las cartas que se han transmitido en torno a la figura del Apóstol ha puesto de manifiesto que algunas de ellas presentan unos rasgos específicos tan característicos que no permiten dudar seriamente de que tengan al propio San Pablo como autor. Se trata de la Carta a los Romanos, las dos dirigidas a los Corintios, Gálatas, Filipenses, la Primera a los Tesalonicenses y Filemón. En estas cartas la autenticidad paulina no ha sido discutida con argumentos de peso ni en la antigüedad ni en nuestros días. En cambio, la Segunda Carta a los Tesalonicenses, Efesios, Colosenses, las dos Cartas a Timoteo y la dirigida a Tito han suscitado en tiempos recientes opiniones confrontadas. Se discute hasta qué punto se puede afirmar que fueron redactadas personalmente por San Pablo o si más bien, aunque contengan doctrina paulina, la composición última debiera de ser atribuida a alguno de sus discípulos[5].

En mucha mayor medida se discute la relación con el Apóstol de la Carta a los Hebreos, ya que en ese caso ni siquiera figura su nombre en el encabezamiento, como sucede en las demás. En cualquier caso, la Iglesia ha recibido todas esas cartas como divinamente inspiradas, fuente de la Revelación cristiana de valor permanente, a la vez que las tiene como preciosos testimonios sobre la vida y el pensamiento del Apóstol, de sus colaboradores y de las primeras comunidades cristianas.

3.- Grandes temas doctrinales de las Cartas de San Pablo

Las cartas de San Pablo tienen una gran riqueza doctrinal. En las introducciones a las distintas cartas se irán señalando los rasgos más característicos de cada una de ellas. Sin embargo, hay algunos contenidos que reaparecen una y otra vez con formulaciones, ya sea análogas, ya complementarias, que conviene tener en cuenta desde el principio para entender bien a San Pablo. Nuestro cometido ahora, es presentar las líneas maestras de la doctrina expuesta en sus escritos.

3.1.- La resurrección de Cristo

La aparición de Cristo resucitado a San Pablo cerca de Damasco es la vivencia clave para la fe y para la enseñanza del Apóstol. Por lo demás, San Pablo sigue la predicación apostólica en la significación de la resurrección gloriosa de Jesús como prueba por excelencia de la verdad de lo que hizo y dijo. San Pablo explicita que la resurrección de Cristo es también la prueba de nuestra resurrección. El rito de la inmersión en el agua bautismal significa y produce nuestra muerte con Cristo al pecado, y la salida del agua, el nacimiento de la nueva criatura a la vida de la gracia y a la esperanza de la futura resurrección gloriosa (Cfr. Rom 6: 5-11).

3.2.- Jesucristo, el único salvador

Antes de su conversión, San Pablo compartía la concepción básica del judaísmo, a saber, que Dios había elegido a Israel como pueblo depositario de las promesas a los patriarcas, renovadas en la Alianza y la Ley de Moisés, y que la salvación residía en el cumplimiento de la Ley. No se habla en el epistolario ni en Hechos de qué modo esperaba San Pablo la liberación divina por medio del Mesías anunciado por los profetas. En cualquier caso, antes de la experiencia del camino de Damasco compartía la opinión de muchos de sus correligionarios de que Jesús el Nazareno no era el Mesías, sino que era tomado por tal por algunos judíos disidentes, lo cual constituía un peligro que debía ser combatido con brío en bien del judaísmo (Cfr. Hech 22: 3-5). Pero cuando se le reveló resucitado se produjo en San Pablo la súbita comprensión de la verdad: ¡Jesucristo vive! ¡Es el Mesías! Las gracias subsiguientes le hicieron profundizar en la fe: Jesús era el Hijo de Dios y San Pablo debía anunciarlo (Cfr. Gal 1: 15-16).

Lo que después predicó y escribió es la vivencia del misterio de Cristo. Su vocación divina era para anunciar la buena nueva, el Evangelio de Jesucristo, que es “fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree” (Rom 1:16). Éste es el núcleo doctrinal que expondrá en sus cartas desde diversos enfoques. El mensaje de fondo es el mismo: Jesucristo es el único salvador de todo hombre, judío o gentil (Rom 3:22-23).

3.3.- El misterio salvífico

El “evangelio” de San Pablo es la proclamación del plan de Dios para la salvación de la humanidad. El designio fue anunciado en el Antiguo Testamento, por los profetas, pero sólo mediante Cristo ha sido revelado a los Apóstoles. San Pablo expresa el plan salvador de Dios en Cristo mediante varias fórmulas equivalentes: “misterio de Cristo”, “del evangelio”, “de Dios”, “de la fe”, etc., o simplemente “el misterio”, para indicar que ha estado escondido por los siglos hasta su revelación en Cristo. Lo que se le revela a San Pablo es precisamente que el misterio se ha realizado en Cristo. El evento de Damasco y las sucesivas gracias recibidas no significaban una nueva religión, sino la comprensión profunda de la única revelación, desde los patriarcas hasta su plenitud en Jesucristo.

3.4.- La divinidad de Jesucristo

En las cartas muestra con claridad que Jesús es el Hijo de Dios. Emplea diversos títulos, ya utilizados en la predicación apostólica: “el Señor”, “el Hijo de Dios”, “el Salvador”. Incluso en Rom 9:5 y Tit 2:13 le llama “Dios” (“Dios bendito”, “Gran Dios”). Y en Col 1: 15-17 habla de su preexistencia eterna antes de ser enviado al mundo, antes incluso de que el mundo existiera. Jesucristo es coeterno al Padre y enviado por Él, por amor a los hombres.

3.5.- La Encarnación del Hijo de Dios

El Hijo de Dios asumió nuestra existencia humana, “nacido de mujer, nacido bajo la Ley” (Gal 4:4), “se anonadó a sí mismo” (Fil 2:7), y venció al pecado en su propia carne (Cfr. Rom 8:3). De este modo, todos los elementos que esclavizaban a la criatura humana —pecado, carne, muerte, Ley— fueron vencidos por Cristo. Su muerte es la mayor demostración del amor de Dios por el hombre (Cfr. Rom 5:8). Cristo, al asumir la condición humana, se constituye en representante y cabeza de la humanidad, en el nuevo Adán (Cfr. 1 Cor 15: 20-22; Rom 5:14). La muerte de Cristo ha obtenido el perdón de los pecados y nos ha introducido en una vida nueva (Cfr. Rom 4:25).

3.6.- Justicia y justificación

San Pablo habla de la justicia de Dios. Con este término, se designa el poder salvífico de Dios a través de la obra redentora de Cristo, que alcanza al fiel mediante la adhesión por la fe en Jesús. El otro lado de la cara es la justificación, es decir, la nueva relación de la criatura humana con Dios, realizada por la gracia divina.

En el proceso de la justificación, según San Pablo, se pueden apreciar tres aspectos: Primero, la justificación se da por iniciativa divina, no por mérito de acciones humanas precedentes (Cfr. Rom 8: 29-30). Segundo, Dios quiere que todos los hombres se salven (Cfr. 1 Tim 2: 3-4). Tercero, aunque Dios toma la iniciativa y la parte principal en la justificación, cada hombre debe corresponder personalmente (Cfr. Rom 6: 17-18).

3.7.- La existencia cristiana en Cristo

Al adherirnos a Cristo por la fe somos hechos hijos de Dios: “Y, puesto que sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre! De manera que ya no eres siervo, sino hijo; y como eres hijo, también heredero por gracia de Dios” (Gal 4: 6-7). La vida en Cristo, o el vivir Cristo en el cristiano (Cfr. Gal 2: 19-20), se identifica con la filiación divina y con el don del Espíritu Santo, por el cual se nos ha infundido el amor de Dios (Cfr. Rom 5:5).

La dignidad del cristiano lleva consigo serias exigencias morales. La depravación moral de la sociedad greco–romana del siglo I exigía a los neófitos superar concepciones éticas y hábitos de conducta sumidos con frecuencia en el pecado. Era menester la gracia de Dios y la correspondencia humana (Cfr. 1 Cor 6: 9-11). San Pablo da también la razón teológica de la dignidad del cristiano al afirmar que su cuerpo es templo del Espíritu Santo (1 Cor 6:19).

3.8.- La Iglesia

De los hagiógrafos neotestamentarios, San Pablo es el que más veces y más profundamente sondea el ser de la Iglesia. La penetración de San Pablo en este misterio comienza ya en el momento de su conversión, cuando oyó del mismo Jesús, que se le aparece resucitado en el camino de Damasco, la misteriosa identidad entre Cristo y los cristianos: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hech 9:4). A esta revelación primera y directa se irán añadiendo otras revelaciones y otras experiencias, que irán completando y ahondando su visión del misterio de la Iglesia.

Aunque en sus cartas, a veces, se designa por iglesias las comunidades cristianas locales o regionales (Cfr. 1 Tes 1:1; 2 Cor 1:1), ya en la primera etapa, el Apóstol tiene clara conciencia de que la Iglesia es una y única: no hay más que una Iglesia. Y junto a las notas de unidad de la Iglesia y de unión de los cristianos con Cristo y entre sí, encontramos la concepción, profundamente arraigada, de que la Iglesia es Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios (Cfr. Rom 12;5; 1 Cor 10:16…). Se subraya así la relación profunda y misteriosa de la Iglesia con Cristo, que convierte a la Iglesia en instrumento universal de salvación (Cfr. Ef 3: 9-11).


[1] Las introducciones a cada evangelio y cartas del Nuevo Testamento están tomadas de la Sagrada Biblia, Ed. Eunsa, Navarra y de la Introducción a la Biblia de A. Robert y A. Feuillet, Ed. Herder, Barcelona 1967.

[2] Eusebio de Cesarea, Historia Ecclesiastica 2.25.4-8.

[3] San Clemente Romano, Carta a los Corintios 5,7.

[4] Fragmento Muratori, hacia el año 180.

[5] En la introducción a cada una de las cartas se habla de modo más específico sobre este particular.

Padre Lucas Prados
Padre Lucas Prados
Nacido en 1956. Ordenado sacerdote en 1984. Misionero durante bastantes años en las américas. Y ahora de vuelta en mi madre patria donde resido hasta que Dios y mi obispo quieran. Pueden escribirme a [email protected]

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