Si una estatua, que hubiera sido colocada en una hornacina en medio de una sala, pudiera hablar y se le preguntara: ¿Por qué estás ahí? Respondería: “Porque el escultor, mi maestro, me ha puesto aquí”. “¿Por qué no te mueves?”. “Porque él quiere que permanezca inmóvil”. “¿Para qué sirves estando ahí? ¿Qué provecho sacas con estar así?”. “Yo no estoy aquí para mi propio provecho; estoy para servir y obedecer a la voluntad de mi maestro”. “Pero tú no le ves nunca”. “No —responderá la estatua— pero él me ve y le causa placer que yo esté donde él me ha puesto”. “¿Y no querrías tú disponer de movimiento para ir cerca de él?”. “En absoluto, a menos que él me lo mandara”. “Así pues, ¿no deseas nada?”. “No, porque yo estoy donde me ha puesto mi maestro, y su voluntad es el único contento de mi ser”.
¡Dios mío, querida Hija, qué oración tan buena, y qué modo más excelente de mantenerse en la presencia de Dios, de permanecer en su voluntad y en su agrado! Según mi parecer, la Magdalena era una estatua en su hornacina, cuando, sin pronunciar palabra, sin moverse y, tal vez, sin siquiera mirarlo, escuchaba lo que decía Nuestro Señor, sentada a sus pies. Cuando Él hablaba, ella escuchaba; cuando Él dejaba de hablar, ella cesaba de escuchar; y sin embargo, ella seguía allí. Un niño pequeño que está en el regazo de su madre mientras ésta duerme se encuentra verdaderamente en el mejor lugar y en el más apetecible, aunque ella no le dirija palabra, ni él a ella.
“Carta a Santa Juana Francisca Fremiot de Chantal, (16 de enero de 1610)”