En los artículos anteriores hemos visto cómo el sacramento de la Eucaristía nos aumenta las virtudes teologales:
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Es evidente que aumenta la fe, por el acto de fe intensísimo que hacemos al recibir un sacramento en el que «se engaña la vista, el gusto y el tacto», que perciben solamente los accidentes del pan y del vino. Es la fe la que nos dice con seguridad inquebrantable que allí no hay pan ni vino y como es sabido, las virtudes infusas crece y se desarrollan por los actos más intensos que de ellas se ejercitan. De ahí el aforismo: «Vale más un acto intenso que mil remisos» o débiles.
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Aumenta la esperanza, porque es prenda y garantía de la gloria, según la promesa clara y explícita de Cristo: «El que de Mí come la carne y de Mí bebe la sangre, tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día […] el que come este pan vivirá eternamente» (Jn 6, 54. 59).
Pero la Eucaristía aumenta, sobre todo la caridad que «es una virtud sobrenatural infundida por Dios en nuestra alma, con la que amamos a Dios por Sí mismo sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios»1.
Debe ser difícil encontrar otra palabra más desfigurada por el uso que la palabra «amor», ya que todos los días la vemos aplicada a cosas bien distintas entre sí.
La verdadera caridad no es amor simplemente humano. Es el amor de Dios que se derrama en nuestras almas, y rebosa desde allí su generosa fecundidad para alcanzar a los demás. La caridad nace en Dios, mejor todavía, es la vida misma de la Trinidad, que desde siempre vincula a las divinas personas con el lazo inefable del amor infinito. Al mismo tiempo, el amor a Dios ha de ser el motivo de todos los demás amores y esto distingue a la caridad —como virtud infusa— de otras manifestaciones de amor natural, filantropía o acaso de puro egoísmo que pueden ser origen de un afecto al prójimo.
«Deus caritas est –dice San Juan- Dios es amor» (1 Jn 4, 8): Hallamos aquí la más alta definición de Dios. El Padre es el Amor infinito, el Hijo es el Verbo Amor, la Palabra de Amor del Padre (Jn 17, 26), unidos Ambos por el divino Espíritu de Amor. El amor infinito, que es la sustancia del Padre, sale hacia Jesús, y en Él hacia nosotros.
Si todos los efectos internos y externos de la caridad se refieren directamente a Dios (es virtud teologal) no extrañará que pueda establecerse una inmediata vinculación con el Sacramento de la Eucaristía. «Dios está aquí», puede afirmarse con toda propiedad, y es como el compendio de todos los misterios que Dios ha llevado a cabo para la salvación y santificación de los hombres. Por eso, el que fuera obispo de Coria, Beato Marcelo Spínola -y tantos otros santos- han presentado al Corazón de Jesús en la Eucaristía como modelo de vida cristiana y apostolado.
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En primer lugar porque la Eucaristía nos une íntimamente a Cristo y, en cierto sentido, nos transforma en Él, puesto que en ella recibimos real y verdaderamente el cuerpo, sangre, alma y divinidad del mismo Cristo.
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Y también porque nos une íntimamente con todos los miembros del Cuerpo místico de Cristo. La misma palabra comunión sugiere esta misma idea. Es la común unión de los miembros del Cuerpo Místico de Cristo con su divina Cabeza y la de cada uno de ellos entre sí.
«Además, la gracia de la mutua caridad entre los vivos, que tanta fuerza e incremento recibe del Sacramento eucarístico, en virtud especialmente del sacrificio, es participada de todos aquellos que están en la Comunión de los Santos, Porque, como todos saben, la Comunión de los santos no es otra cosa sino una recíproca participación de auxilio, de expiación, de oraciones, de beneficios entre los fieles que están, o gozando las alegrías del triunfo en la patria celestial, o sufriendo las penas del purgatorio, o peregrinando todavía en la tierra; de todos los cuales resulta una sola ciudad, cuya cabeza es Jesucristo y cuya forma es la caridad»2.
Esos miembros del Cuerpo Místico con quienes nos une la Eucaristía son, en primer lugar la Virgen María, los ángeles, los bienaventurados del cielo, las almas del purgatorio y todos los cristianos en gracia de Dios. Por eso exclama San Agustín: “¡Oh sacramento de piedad, oh signo de unidad, oh lazo de caridad!”3
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Unidos a los méritos y a la intercesión de la Santísima Virgen, le pedimos a su divino Hijo que nos enseñe a vivir como Él, amando a Dios y a nuestro prójimo con caridad efectiva, para mejor imitarle, siendo así verdaderos discípulos suyos, de modo que podamos seguirlo a la gloria del cielo en la que creemos firmemente y confiamos alcanzar un día para vivir por toda la eternidad unidos a Dios por el vínculo de la caridad que Él mismo ha derramado en nuestras almas.
«¡Oh sagrado banquete, en el que se recibe al mismo Cristo, se renueva la memoria de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura» (Santo Tomás de Aquino) 4.
Padre Ángel David Martín Rubio
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1 Para todo lo relativo a esta virtud cfr. Catecismo Mayor, V, cap. 1
2 LEÓN XIII, Mirae caritatis, 16
3 Cfr. Antonio ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, II, Madrid: BAC, 1984, 221-224.
4 Breviario romano, “Oficio del Corpus Christi”, Vísp. Ant. Magn.