La materialidad de la Iglesia o nuestro camino a Damasco

Suelen ser de uso común las frases “tener fe” y “perder la fe”, como si la fe fuera un algo que se adquiere en una tienda, que se lleva en una maleta  y que un día, por distracción, podemos dejarnos en el asiento trasero de un taxi. Y no digo que esto no sea bastante frecuente de observar, sino que eso que se tiene, no es propiamente fe, pues la fe, cuando estuvo, se cumple o se traiciona. Ya cuando alguien dice “tener fe”,  es bastante seguro que lo que tiene es otra cosa muy distinta. Es normal que esas personas no suelen andar todo el tiempo cargando con el “objeto”, y no digo que no lo aprecien, es más, lo guardan cuidadosamente y por ello no lo llevan al trabajo ni de vacaciones, para no correr riesgos de roturas o pérdidas.

El asunto es que la fe es más parecida a un influjo que nos viene de afuera, no es algo que tenemos sino algo que nos tiene, a veces por suerte o a nuestro pesar (“No me elegisteis vosotros a Mí, sino yo a vosotros” Juan 15,16),  un  influjo al que muy a menudo queremos contradecir o recusar, un estado existencial del que muchas veces queremos escapar. Esta contradicción es parte de la fe porque ella se encuentra en el dinamismo de nuestra existencia y no en una caja de seguridad en un banco. La fe se sufre, se goza también, pero de alguna manera es más propio el decir que nos aqueja. Bajo ella crujimos como bajo todos los esfuerzos de nuestra vida. Digamos que esta tentación de salir corriendo es parte del avatar de “ser tenidos” por la fe. La fe provoca una tensión dramática, muchas veces incómoda, y esto es justamente porque no se puede “tener”, sino que se debe “cumplir”.

Tener fe” tienen hasta los incrédulos; fe en la ciencia, en la humanidad, en el progreso y en mil cosas más, y son adquisiciones que se pueden dejar en un cajón, que se pueden esperar sin urgencia, de las que podemos distraernos mientras hacemos otras cosas. Sabemos que la fe tiene mucho que ver con la esperanza, es “la sustancia de las cosas que se esperan” decía el apóstol, pero esta esperanza puede ser de algo que ocurrirá pase lo que pase, fatalmente, y entonces puedo desentenderme de ella, dejarla en un cajón de la cómoda y hasta olvidarla y perderla mientras estoy ocupado en los asuntos de la vida. Filosóficamente eso es más optimismo que fe, carece de la gravedad que implica el riesgo de una misión que tenemos que cumplir.

Hoy la fe religiosa tiene esta nota de optimismo filosófico, de algo que va a ocurrir sin necesidad de mi intervención y por tanto algo que no exige ser tomado demasiado en serio. Un hombre de fe, ya  practicante, en este sentido, es un hombre proactivo de ese destino, alguien que trabaja a favor del viento de la historia y no contra las tempestades de sus tendencias. Pero en general, el hombre común, más o menos buenito, espera con cierta tranquilidad y normalmente lo hace con un alto porcentaje de distracción sobre el tema. Su vida no es dramática, la fe no puede ser “perdida” del todo, solo guardada, algo olvidada, para cada tanto ser  desempolvada como el viejo traje de las ocasiones especiales que al volver a entrar en él delata un tanto las deformaciones que el diario vivir ha ido produciendo en nuestras formas. Pero tarde. Hay que buscarle la vuelta para que se acomode, abrir un botón, soltar una costura. Y sin embargo luce como que ya no es muy nuestro, que algo no encaja e incomoda  hasta que lo llevamos colgado del brazo. 

El caso de San Pablo nos muestra muy otra cosa, no sé si han tenido ustedes la experiencia de cabalgar pero que te tiren del caballo no es un asunto ni grato, ni exento de peligro. Allí parece que la fe es algo que te ocurre de una manera muy parecida a un llamado para que hagas algo muy concreto, un llamado muy personal de Alguien que te ha perseguido y que con cierta violencia te pide el cumplimiento de una misión especial, individual, para lo que debes hacer un cambio de vida radical.

Me dirán que no es común esto de San Pablo y su Camino de Damasco, que hay millones de ejemplos en que la fe viene de a poco, de formas más normales y luego de varios años de catecismo en el seno de una familia católica. Que no todos los que tienen fe la han adquirido de esa manera extraordinaria, ni mucho menos en la clara conciencia de haber sido llamado para una misión específica. En general “adherimos” a una serie de postulados, a la fe cristiana, a los dogmas, a un magisterio, y es bueno para nuestras vidas creer en todo eso. Y no digo que este tipo de fe, sin misión concreta, sea pura hipocresía, pero no se me oculta que la más de las veces no pasa de un fenómeno emotivo que sufre los avatares de nuestra capacidad de atención.       

Sabemos que la fe, es fe en una palabra, de alguien, de un Testigo, pero este testigo no sólo nos dice una cosa que es bueno que sepamos, sino que nos dice una cosa que es imprescindible que sepamos, y esa cosa es un asunto que no sólo tenemos que saber, sino que tenemos que llevar a cabo. San Pablo nos dice en el 1 Corintios que “si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe”. La fe cristiana es esencialmente fe en Cristo Resucitado, es fe en que vamos a resucitar y que esto de resucitar en y con Cristo es una empresa que debemos realizar en nuestra vida, que no va a ocurrir fatalmente hagamos lo que hagamos. Ni tampoco consiste en una receta universal, sino en una misión muy particular de mi concreta situación histórica y existencial.

La fe es siempre y de alguna manera una experiencia individual que llega en forma de una interpelación a una acción concreta, siempre es encontrada en algún Camino a Damasco. Queremos pensar que es una “vocación”, y lo es, pero es peor, es una persecución.  Y supone un derribo  violento, repentino o en cámara lenta, y solicita que en un momento cobremos conciencia de la necesidad de un cambio radical en nuestra actitud existencial y pasemos a desarrollar una específica tarea que se nos encomienda. La fe supone un momento en que nos damos cuenta de que estábamos haciendo todo mal, por opuesto como San Pablo, o por falta de atención, por distracción,  como la mayoría de nosotros. Puede ser todo esto visto en un instante o puede llevarnos la vida, aún puede ocurrir ya de viejos en el lecho de muerte cuando casi desesperamos y nos quedan pocos minutos. Pero debe ocurrir. La fe implica que en un momento esa interpelación nos pone en curso de una misión que debemos cumplir personalmente, de forma urgente e ineludible. De que esa misión es nuestra razón de ser y que sólo en ella aparece el diálogo con el Testigo, con el Perseguidor. Que sólo recién es fe viva.

Saber del amor no es haber hecho un curso, no es el conocimiento que sacó de un libro un solterón, no es una lección que alguien que sabe de eso, nos da. No es un conocimiento, o,  no es sólo un conocimiento, pues exige la experiencia. Saber de amor es amar, a otro, en concreto, y depender de ese amor para existir, para ser. Y el amor es una misión que nos propone el amado, toda una empresa, ardua, llena de desfallecimientos. Saber de amar es haber transcurrido esa experiencia, es estar transcurriéndola. De la misma manera la fe es saber el secreto que traen esas palabras que creo, pero que implican una acción necesaria, el transcurso de una serie de actos, el cumplimiento de la misión particular que en concreto se me encarga. Es por ello que no se cree de una vez y para siempre, como no se ama de esa forma; se cree y se ama en la medida que se cumple y se permanece. Creo en el Señor y le pido venga en socorro de mi incredulidad. Amo y ruego por combatir mi desamor.

Tener fe, o ser asidos por la fe, es reconocerse y sentirse interpelados y estar respondiendo a esa interpelación, siempre sujetos a la mala tentación de abandonarla, no de la manera como se pierde un objeto, sino como se deja un trabajo que teníamos que hacer por obligación. Tener fe es concitar todas las fuerzas naturales y sobrenaturales que resisten la desesperación. La desesperación de no saber para qué existimos, qué debemos hacer.

Sin una fe con misión el pecado es definitivo. ¿Qué podría excusarlo? Si la traición es un tropiezo durante el curso de una empresa que a pesar de todo se continúa, podemos perdonarnos. Dios perdona más fácil que nosotros mismos porque Él capta nuestro sentido.

Me dirán que no es fácil concebir cuál es la misión que mi fe propone, que no todos recibimos la gracia de que nos encarguen una específica tarea. Pero la confusión proviene de nuestra vanidad. La imaginación nos hace ilusionar en hercúleos trabajos y perdemos la noción de las verdaderas misiones que corresponden a nuestro ínfimo tamaño. Tampoco hay que caer en las confusiones de que nuestra misión es, con simpleza,  cumplir honestamente las obligaciones que la vida en el mundo nos propone, lo que llamamos “el trabajo”. No, no es así, en la fe se trata de una misión estrictamente religiosa, pero no estrictamente espiritual, y muchas veces marcadamente material, según la densidad de nuestro espíritu.       

Es por ello que la Misión de la Iglesia y de los hombres de Iglesia no se agota en la de ser Testimonial de la Verdad, sino que se complementa necesariamente con la de ser Interpeladora de la acción. Las llamadas “religiones” no cristianas claro que pretenden saber algún tipo de verdad, pero una religión sin Cristo es siempre una gnosis. La Iglesia nos sale a perseguir y trata de derribarnos del caballo, para que creamos una Verdad y por consecuencia hagamos algo concreto que nos pide, que en su amorosa misericordia hace aparecer como que lo necesita. Nadie que no sufra este derribo y tome esos trabajos,  tiene cabalmente fe.

¡Nunca he sentido tal cosa! Me dirán. No he tenido esa gracia, ni la santidad suficiente para merecerla. Adhiero a la Verdad, pero esta no me dice qué debo hacer en concreto. Vivo como puedo tratando de no traicionar esa Verdad, de no negarla. Pero no tengo la idea de una misión dentro de ella. De encarnar en mi vida dicha verdad. Nunca sentí, como San Pablo tras el derribo,  la concreta palabra que me señala una misión. Es por ello que suelo perder mucho el tiempo, no sé qué hacer con gran parte de él.

Por supuesto que si entiendo el amor como sólo un conocimiento y un diálogo entre espíritus puros, no tengo idea de qué debo hacer en una relación amorosa, qué trabajos supone esa relación. Sólo sé lo que debo hacer cuando amo, si es a alguien material y concreto, y ese alguien concreto me pide algo. Me re-quiere. Me requiere algo también concreto y obvio, como comida cuando tiene hambre, como atención cuando se siente solo, como cuidados cuando se enferma. Y entonces amar tiene una misión clara y concisa: debo buscar comida para mi amor, debo acompañarlo, debo abrigarle, protegerle, ir y venir de un lado para el otro.  Enseñarle, enderezarle cuando se tuerce, curarle cuando se enferma, y debo hacerme violencia contra el requerimiento del desamor, contra la caída de la desatención. Lo cierto es que sin esas necesidades del amado no sabríamos qué hacer para amarle, no somos ángeles, ni se nos ocurre cómo puede ser que estos amen. Y a nadie se le oculta que estos actos, son cabalmente “actos de amor”, no trajines sin valor espiritual, y son recibidos por el amado en gratitud y con una resonancia espiritual enorme.

La Materialidad de la Iglesia tiene esa virtualidad necesaria para nosotros los hombres duros de cerviz y cortos de espíritu, para que entendamos y “ejerzamos” la misión que implica la fe. Tampoco están exentos de estos cuidados sobre la materia las almas más egregias y altas, pues imagino que Santo Tomás debe haber tenido que procurar mil cosas materiales y muchos trabajos físicos para servir a la Iglesia,  y Cristo los debe haber recibido con mayor ternura que a la Summa al ver a ese gordo de torpes manos subir y bajar escaleras para llenar una vinajera de estrecho cuello.  Ella nos interpela con sus necesidades materiales y no es esto un reduccionismo materialista, pues en la medida que la Institución necesita de nuestros esfuerzos ya nos pone en misión, nos señala una empresa para nuestra fe y le da un sentido religioso y amoroso  a nuestras vidas. Nos señala una forma de vivir para la Verdad. También Cristo necesita de la materia de sus sacramentos y hay que buscar pan y vino para los que viven y aceite para los que agonizan, ¡urgente! ¡corre! Lo político adquiere su verdadera forma cuando su misión fundamental es sostener a la Iglesia, sostener el Culto Divino,  y se desmadra en mil ilusiones utópicas cuando cae en la abstracción humanitaria, donde todos se conciben como ángeles y nadie sabe cómo amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, cuando se hace en la simplicidad de la construcción de  un templo o en la cura de una herida.     

La humanidad del Sacerdote tiene también esta virtualidad. El que para tener que gozar de los bienes sobrenaturales haya que atender a los más elementales requerimientos de unos hombres a los que a veces hay que hacerse fuerza para amar, sobre los que muchas veces nos tienta la impaciencia y a los que reprochamos no ser espíritus puros para que molesten lo menos posible, es una condición tan misericordiosa que ha puesto Dios Padre, como la misma Encarnación del Hijo, para que podamos cumplir el necesario aspecto misional de la fe, yendo y viniendo para satisfacer las más elementales necesidades de sus Sacerdotes. Cuando a Juan se le encargó el ir a buscar un burro para que Cristo entre a la ciudad, su fe tenía la seguridad de estar en la acción correcta, tenía una misión, y era una misión religiosa, tanto como la de escribir el Apokalipsis.

Hay en los creyentes actuales, en los que “tienen fe”, un fenómeno diluyente de la fe que podemos decir posconciliar. Es el “fenómeno laico”, ese personaje ajeno a la Iglesia, con una tentación a singularizarse, a desconectarse de los sacerdotes y con ello de las necesidades materiales de la Iglesia. Por supuesto que ya viene con la idea de la separación de Iglesia- Estado que tanto proclamaron los peores enemigos de la fe y que el Concilio celebró como un dogma, lo que deja al estado sin fe, sin misión religiosa alguna, para concebir ¡mentiroso! altruistas misiones humanas que sólo esconden las verdaderas malas intenciones de solapadas partisanías. Los veo seguido, reclamando que la Iglesia y los hombres de Iglesia tengan una jurisdicción solamente espiritual, que no coman, que no tengan edificios ni paguen la luz. Cuando ¡ciegos y estúpidos! todas esas nimiedades, con tierno detalle,  han sido puestas por el Buen Dios para darle un sentido a nuestras estúpidas e insignificantes vidas. Si tuviéramos la hondura de una Santa María Magdalena, pues nos mandaría ángeles con la comunión y no tendríamos que pensar en poner limosna para que compren las hostias. Pero demos gracias de rodillas si todo el sentido y justificación de nuestra vida, natural y sobrenatural, fuera la de buscar el burro de aquel Domingo de Ramos y lo pudiéramos hacer con amor y diligencia.      

Dardo Juan Calderón
Dardo Juan Calderón
DARDO JUAN CALDERÓN, es abogado en ejercicio del foro en la Provincia de Mendoza, Argentina, donde nació en el año 1958. Titulado de la Universidad de Mendoza y padre de numerosa familia, alterna el ejercicio de la profesión con una profusa producción de artículos en medios gráficos y electrónicos de aquel país, de estilo polémico y crítico, adhiriendo al pensamiento Tradicional Católico.

Del mismo autor

El médico y el sacerdote

(extracto del libro de Rubén Calderón Bouchet, “LA ARCILLA Y EL...

Últimos Artículos