El próximo 8 de diciembre tendrá veintiún nuevos cardenales. El Sacro Colegio contará entonces con 256 miembros, 141 de los cuales tendrán derecho a voto en el próximo cónclave. El anuncio de la creación de nuevos purpurados lo hizo el pasado 6 de octubre el papa Francisco, que les impondrá el día de la Inmaculada la birreta púrpura, símbolo de la disponibilidad para derramar la sangre, pronunciando la siguiente fórmula: «Para la gloria de Dios y el Todopoderoso y para honor de la Sede Apostólica, recibid la birreta roja como un signo de la dignidad de cardenalato, significando su disposición para actuar con valentía, incluso hasta el derramamiento de la sangre, por el incremento de la fe cristiana, por la paz y la tranquilidad del pueblo de Dios y para la libertad y el crecimiento de la Santa Iglesia Romana».
Esta solemne fórmula es algo más que una frase hecha; significa el deber que tienen los cardenales, que son los colaboradores y consejeros más inmediatos del Papa y constituyen una especie de senado de la Iglesia Católica. Del libro P. Charles T. Murr L’anima segreta del Vaticano. Il profondo legame tra Pio XII e suor Pascalina, publicado este año por Edizioni Fede e Cultura en Verona, voy a tomar una anécdota que nos ayudará a entender esta altísima misión de los cardenales.
Veamos. En 1946 ePío XII elevó al cardenalato al arzobispo de Pequín Tomás Tien Ken-Sin (1880-1967), dando a la Iglesia Católica su primer purpurado chino.
En 1949 China cayó bajo el poder de uno de los más feroces dictadores comunistas, el revolucionario marxista-leninista Mao Zedong, que ejerció el poder hasta su muerte en 1976. En coherencia con los principios del marxismo-leninismo, Mao aspiraba a eliminar toda presencia religiosa de la nueva República Popular China. Entre las religiones non gratas en China, el catolicismo romano era objeto particular del odio de Mao, que no sólo detestaba la doctrina de la Iglesia, sino que temía la organización de ésta a nivel nacional e internacional. A todos los prelados y sacerdotes chinos se los exhortó a renegar de su fe para contribuir a la edificación del estado socialista. Muerte, cárcel y reeducación en campos de trabajo esperaban a quienes quisieran seguir siendo fieles a la Iglesia romana.
Cuanto Tien Kinsen, arzobispo de Pequín, tuvo conocimiento de que el presidente Mao tenía intenciones de detenerlo y acusarlo de traición, se las arregló para huir durante la noche y llegó a la ciudad de Roma.
Una mañana, el mencionado cardenal se presentó ante el portón de bronce de la Ciudad del Vaticano ataviado de la cabeza a los pies con los atributos cardenalicios. Se esperaba una calurosa acogida por parte del Romano Pontífice, pero quedó decepcionado.
A este respecto vale la pena conocer el testimonio de Sor Pascalina, fidelísima colaboradora del papa Pacelli y el joven padre Murr, que tenía trato frecuente con ella en los años setenta. Cuenta sor Pascalina: «Aquella mañana el Santo Padre me llamó a su despacho y me dijo que en la puerta estaba un visitante excepcional. Como monseñor Tardini ya había informado a Su Santidad de que el cardenal Tien había huido de China para salvar la vida, la llegada del cardenal a la puerta del Sumo Pontífice no había sido tan sorpresiva. En todo caso, el Santo Padre no estaba en modo alguno contento con aquello». El Papa dio instrucciones precisas a la religiosa para transmitir un mensaje al ilustre purpurado chino. «Si se lo dice una mujer –dijo–, será más claro, y además nuestra indignación no será tan evidente».
Algo nerviosa, sor Pascalina se presentó ante el cardenal Tien, que esperaba a ver qué decía el Secretario de Estado. Venciendo la timidez, le dijo al prelado:
–Eminencia, el Santo Padre no puede recibirlo hoy, ni ningún otro día en un futuro cercano.
–Pero tengo que hablar personalmente con Su Santidad –protestó el cardenal Tien.
–Lo siento mucho, pero no será posible –repuso la monja–. Todo lo que le quiera decir al Santo Padre se lo puede comunicar a monseñor Tardini en cuanto llegue. El Papa me ha pedido que le plantee una cuestión que lo deja perplejo: quiere saber qué pensaba cuando aceptó la birreta roja. También quiere que le pregunte por qué cree que los cardenales de la Santa Iglesia Católica Romana visten de rojo. Si pensaba que significaban otra cosa que no fuera estar dispuesto a derramar la sangre por Cristo y su Iglesia, ¿qué creía que simbolizaba ese color?
El cardenal cerró los ojos y permaneció en silencio. Antes de marcharse, sor Pascalina dio un último consejo al prelado. Le dijo que el Santo Padre estaba hondamente dolorido de que hubiese abandonado a su grey en el momento en que ésta más lo necesitaba. Tenía que haberse quedado en el puesto que se le había asignado. Aunque ello supusiera la cárcel o la muerte, debía volver a China y correr ese riesgo en vez de quedarse cómodamente en la Ciudad del Vaticano vestido de rojo.
–Si prefiere no volver a China –añadió la religiosa–, creo que debería presentar su dimisión al Santo Padre, colgar los hábitos y dejárselos a otro que sepa por qué son rojos.
El purpurado no dimitió, y se fue a vivir a Chicago. Podemos hacernos una idea de la severidad con que Pío XII se hizo un juicio sobre él. Ahora bien, ¿qué diría el mismo pontífice si levantara la cabeza y viera que hoy en día la Santa Sede colabora sin rebozo con los herederos de los comunistas que en otros tiempos perseguían a los cristianos? Herederos que no reniegan, antes bien reivindican con orgullo el legado de Mao y la ideología comunista de su país.
Recomiendo encarecidamente leer el libro del padre Charles Murr, sacerdote estadounidense que residió en Roma entre 1971 y 1979. En 2023 publicó en la editorial Fede e Cultura un importante volumen titulado Massoneria vaticana. Logge, denaro e poteri occulti nell’inchiesta Gagnon.
Este reciente libro rebosa episodios y anécdotas que nos ayudan a entender la historia de la Iglesia por dentro. El valor de los libros de Murr es que han sido escrito en un estilo vibrante, rigor histórico y, sobre todo, amor a la Iglesia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)